¿Cuántas formas de manipular al hombre existen ante lo que cabe bajo el concepto de “libertad”? Esta interrogante podría responderse de tantas maneras, como posibilidades amasa todo régimen político cuando se plantea la malsana intención de someter a la población a sus exigencias, intereses, estupideces y provechos.
Bien había referido Simón Bolívar, que “más cuesta mantener el equilibrio de la libertad, que soportar el peso de la tiranía”. Esto hace pensar que cualquier intención de un régimen despótico de justificarse de cara a los tiempos, condiciones y circunstancias, pasa por embestir a la población antes que conferir la libertad como ejercicio político.
Por ello, se inventó la represión. Ha sido históricamente el criterio de gobierno preferido por un régimen autoritario. Así le es posible contener, detener o castigar (con violencia) eventos que buscan poner en entredicho la “legitimidad, justicia y legalidad” con la cual dicho sistema político de gobierno emprende medidas de inmovilización y continencia de libertades y derechos políticos.
Es lo que ha sucedido bajo el estado de hechos causado por la “pandemia”, que embargó la normalidad de buena parte del mundo. Así, tal cual, aconteció al amparo del alegato del COVID-19 cuyo peligro de contagio mortal fue testificado por la Organización Mundial de la Salud en marzo de 2020. Sin embargo, tan ostentosa coartada, permitió que se procuraran cientos de fórmulas dirigidas a paliar la situación. También hizo que gobiernos liderados por proyectos hegemónicos asomaran sus desnudas ideologías con la malévola finalidad de allanar el espacio que no le había sido fácil usurpar, dado el carácter democrático de gruesos flujos poblacionales.
No obstante, ello fue razón para que dichos regímenes violaran a su antojo el Estado de Derecho. Particularmente, la soberanía, la inmunidad, garantías, libertades, la autodeterminación nacional, la independencia de los poderes públicos y autonomías. Principios jurídicos y políticos estos que actúan a manera de condiciones en un contexto que la teoría política denomina: Estado social y democrático de Derecho y de Justicia. Es precisamente, el caso Venezuela.
El problema en el autoritarismo
Este preámbulo se trae a colación en relación con la situación que, en mal momento, hizo bambolear a tantos gobiernos, como naciones se han visto afectadas por la irrupción del COVID-19. Pero en el fondo de tan conmovedora realidad, deben examinarse dos razones que ponen al descubierto la oscura trama que ha embrollado respuestas, expectativas y consideraciones inculcadas por la emergencia desatada a causa de la cruda pandemia “decretada”.
Tan crítica realidad, provocó inmediatas movilizaciones por parte de actores sociales y de agentes gubernamentales. Prometieron dedicar sus mayores esfuerzos y recursos a lidiar con tan inesperada crisis, a fin de atenuar sus preocupantes y letales consecuencias.
No obstante, tan rimbombantes manifestaciones de abierta solidaridad, no se correspondieron con la situación que, entre trompicones, reveses y avatares, había comenzado a surgir.
Entre las promesas destacadas sobre la desidia, que muchas veces muestra todo ejercicio de gobierno contaminado de populismo, se habló de la vacunación masiva. Igualmente se escucharon conmovedores y tétricos pronunciamientos sobre una abrupta suspensión de la normalidad. Entendida la misma como el patrón del desempeño rutinario y costumbrista de toda sociedad.
Sin embargo, haber advertido tan gravoso dictamen, que mejor sonó a severa “condena”, fue más una justificación que un reparo para que muchos gobiernos aprovecharan la situación según pautas ideológicas. De esa forma, fue posible que se hurgara la privacidad de vastos sectores de la sociedad mediante mecanismos políticos de control y seguimiento. Así como sobre el estado político-económico de moderadores, dirigentes, motivadores y constructores de civilidad y productividad, mediante intimidaciones sistematizadas.
El descarrío de promesas anunciadas políticamente
El carácter drástico de las medidas oficiales, sirvió para que se impusieran controles que saldarían cuentas (por cobrar). Prometer que la vacunación arrojaría posibilidades de cambios que favorecerían las comunidades en cuanto a modos de vida, no pareció ser del todo convincente. Aun cuando muchos ilusos se dieron a la tarea de actuar como voceros comunales de dicha regulación.
Por lo contrario, las libertades fueron confinadas como nunca. Las promesas fueron sólo eso, “promesas de papel”. Además de dilapidar harto recursos en divisas, la vacunación fue casi una especie de ensayo sociopolítico que bien pudo representar el modo de conducir, empujar o arrastrar poblaciones enteras en función de intereses manipulados.
Maquiavelo le hacía ver al Príncipe que cuando se toma una medida política que apela al soborno, al chantaje, a la manipulación o a la extorsión, es porque el interés sobre el cual se apoya el poder se ha desvirtuado del interés originario que fundamentó la propuesta.
Es lo que acostumbran muchos gobiernos, a objeto de ganar los espacios políticos, aunque de forma usurpada. Pero que requieren para asegurar -de alguna forma- la estabilidad del ejercicio del poder. El caso de la vacunación (supuestamente arreglada para restarle capacidad de contagio al COVID-19), se convirtió en problema más que en solución.
Primeramente, porque representa una maliciosa oportunidad para que grandes empresas farmacéuticas, excusándose bajo la crisis que esgrimió la pandemia, hayan logrado arrebatarle inconmensurables cantidades de dinero a países sacudidos por el COVID-19. Lo cual luce como un desaforado ultraje. Sin consecuencias geopolíticas visibles.
En segundo lugar, porque sirvió de pretexto a regímenes sedientos de poder para acentuar la represión como medida de sometimiento y de control de la población.
Tercero, porque sin tener exacto conocimiento de la fisiología del fatídico Coronavirus, la perversidad de esos regímenes autoritarios o de complexión presuntamente democrática permitió que se ordenaran cadenas de medidas que sólo complicaron la funcionalidad de naciones y sociedades.
De ahí que muchas colectividades no se motivaron ante las divulgaciones “optimistas” de los laboratorios farmacéuticos comprometidos en la elaboración de las vacunas. Otros sectores ciudadanos, han reaccionado en contra de una vacuna incapaz de demostrar evidencia científica alguna. Supuestamente formulada para vencer la COVID-19 y sus implícitas secuelas. Razón suficiente para que muchas personas eligieran no vacunarse. Más, cuando es público y notorio que la vacuna no garantiza la inmunidad que de ella podría esperarse, pues los resultados hablan en contrario.
Así que forzar la vacunación tal como ha pretendido hacerse, es un acto de grosera y despótica violación de derechos fundamentales expuestos por la Constitución. Además, aludidos por la Asamblea General de la ONU (1945) sobre la Protección de los Derechos del Hombre.
Más cuando en medio de la vacunación, los efectos del virus se multiplicaron sin fuerza capaz de detenerlos o evitarlos. El contagio se ha pronunciado. Y la vacuna, no ha demostrado el potencial benéfico en principio invocado. Los llamados de prevención y problemas de salud, han persistido causando impensables niveles de mortalidad. A pesar de las medidas adoptadas. De manera que es propio de derecho que haya quienes no deseen ser vacunados.
Con la promesa de volver a la “normalidad” o de dispensar una mayor libertad al ser humano, los gobiernos insisten en vacunar. Pero en medio de una creciente crisis, la resistencia a vacunarse ha adquirido una contundencia incluso mayor. ¿O es la vacunación una orden de absurda conflagración?
Pareciera lucir más como un desvergonzado negocio entre mercenarios, crápulas y carroñeros, que ha redundado en corrupción política y corrosión moral, que como un acto de esencia humanitaria. O es que sin vacuna ¿no hay libertad?
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