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Oscar Morales Rodríguez
En los últimos veinte años, nos hemos llenado de frases incendiarias que procuran cautivar a la población para que se unan a su causa política. En los primeros años, estas frases calaron hondo porque provenían de un presunto salvador carismático (muy talentoso en escena) y pocos se dedicaron a explicarle a la ciudadanía que ese tipo de salvadores siempre conducen a sus países a las más grandes tragedias (basta revisar brevemente la historia).
Así pues, nos empalagamos de siniestras expresiones que invitaban a la “refundación” de la nación, el “fin de los tiempos”, el “manifiesto” de la nueva república, la creación de la “nueva era” o el “hombre nuevo”. Es decir, se instaló con agudeza el discurso populista que anula los bordes de la realidad política e intenta obligar a lo imposible forzosamente.
En este sentido, también tomó raíces una prédica que prometía resolver problemas complejos y peliagudos por medio de soluciones o respuestas fáciles y muy populares. Por ejemplo, penetró la idea de que la riqueza petrolera alcanzaba para todo lo que deseáramos y que solo bastaba repartirla mejor; o que una nueva Constitución nos iba a resolver todos los sufrimientos nacionales; o que las mejoras del salario o la reducción de la pobreza se lograba quitándole la propiedad a los dueños de empresas y a la “oligarquía” miserable.
Básicamente, nos invadió un discurso que convenció a la mayoría ciudadana de que estábamos en un momento histórico para aniquilar (ahora sí y de una vez por todas) todas las injusticias e inequidades sociales. Pero, de repente, la realidad (siempre rugosa y terca) se encargó de decirnos: ¡Hey! Espera un poco. Al menos preséntame un programa responsable y coherente si quieres cambiarme. Y hasta ahí llegó el discurso de mariposas y arcoíris.
Sin embargo, pese a que la realidad los golpeó con dureza y se dieron cuenta de que “los deseos no preñan”, hicieron caso omiso de esto y nos llevaron al cruel experimento de un proyecto político que se ha dedicado tozudamente a “reescribir” la historia y a alejarse del pragmatismo necesario que permite construir un país sólido, saludable y próspero (así lo reseña la evidencia comparada internacional).
Resumidamente, buena parte de todos nuestros fracasos como país en este siglo, se deben a la inyección de egoísmo de algunos que se esforzaron en borrar las conquistas del pasado (se podrá discutir si fueron pocas o muchas) con la finalidad de vendernos, con ínfulas mesiánicas, el nacimiento o la refundación de un nuevo país a través de una hoja en blanco (de más está decirles qué resulto de eso).
A decir verdad, (y para mayor de nuestras desgracias) nunca nos convencimos de que era mejor idea construir sobre lo que teníamos antes que destruirlo todo para empezar de nuevo. Aquí quisimos reinventar la rueda, pero solamente logramos que esa misma rueda nos condujera al precipicio.
En fin, equivocadamente negamos lo bueno del pasado para construir un buen futuro, pero solo alcanzamos esta dolorosa ruina del presente.
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Las opiniones expresadas en esta sección son de entera responsabilidad de sus autores.
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