OPINIÓN · 2 JULIO, 2022 05:26

Santos padres abusadores

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Leoncio Barrios | @Leonciobarrios

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QUÉ CHÉVERE
QUÉ INDIGNANTE
QUÉ CHIMBO

Las denuncias de abusos que santos padres católicos han cometido a niños, niñas y adolescentes se leen tan frecuentemente que suenan a letanía.  Hace años se viene diciendo que, por los siglos de los siglos, inclusive ahora, sacerdotes de la iglesia católica se han valido de su poder y el respeto de jóvenes feligreses para saciar con ellos sus deseos sexuales.  Se dice y se dice y poco hacen las autoridades eclesiásticas o civiles para frenar el problema.

Hombres, en su inmensa mayoría, pero también mujeres, han denunciado, en muchos países, que cuando eran niños, niñas o adolescentes fueron obligados a tocarles “las partes” o dejárselas tocar, hacerle sexo oral o tener que abrirle las piernas al señor cura que piadosa pero, firmemente, se los exigía.

El silencio posterior a las denuncias de las partes involucradas en esos hechos, como en casi todos los casos de abuso sexual, parece una norma. Los involucrados callaban, muchos siguen callando, como si fuese un secreto de confesión y lavan con sus oraciones, el pecado cometido.

Abuso sexual es ejercicio de poder

La violencia sexual no consentida hay que pararla y sí esa violencia es hacia niños y niñas, más.  Para ellos y ellas es muy difícil defenderse porque quien comete ese abuso, por lo general, es una figura de autoridad.

A los sacerdotes católicos se les dice “padres” porque significan lo mismo que el progenitor: son figuras de protección, afecto y poder. En casi todas las culturas, padre y madre son figuras casi sagradas, y en la iglesia católica el sacerdote está más cerca del sagrario. Se ve como un ser puro, lo más parecido a Dios que hay en la tierra. 

La iglesia católica es quizás la institución más poderosa, desde el punto de vista moral (y económica) del mundo. Por su supuesta misión de paz, de ayuda al desamparado y vocera del Señor en la tierra, sus oficiantes, los sacerdotes, deberían tener conductas impolutas. Se sabe que no necesariamente es así.  La hipocresía es una expresión religiosa y hay sacerdotes que violan las leyes de Dios (y la de hombres y mujeres) quedando impunes.

Las denuncias de abuso sexual a feligreses de poca edad, suelen referirse al pasado casi que remoto. Tema de películas, de novelas.  Por haber ocurrido esos delitos hace décadas, como mínimo, casi que se ven como ficción.

Si el abuso sexual en la iglesia católica fuese tema del pasado, el problema estaría resuelto. Sin embargo, en noticias de delitos sexuales actuales han aparecido sacerdotes como los ejecutores.  Se sabe, pero, en cuanto pueden, las autoridades eclesiásticas, en complicidad con las civiles, tapan a los criminales como a los santos en cuaresma.

El silencio de la Iglesia

Los trapos sucios se lavan en casa o no se lavan, dicen las autoridades eclesiásticas, lavándose las manos, ante las miles de denuncias de primera mano sobre los abusos sexuales cometidos por curas. Las víctimas, ya adultos y hasta de edad avanzada, se han atrevido a decir lo que sexualmente les hizo un sacerdote en el colegio, en la sacristía, el confesionario o frente al altar del templo, repetidamente, como si fuese un ritual religioso. La sociedad calla, baja la cabeza.

El abuso sexual en las instituciones religiosas, aún cuando se ejecutara a varios jóvenes feligreses y lo cometieran varios sacerdotes, era o es un secreto bien guardado. Conocido el caso, se activa la complicidad callada.

A la gente, en general, le cuesta hablar de su vida sexual y si se trata de hechos dolorosos tanto física como emocionalmente, más.  Se cree que si no se dice duele menos. No es así pero, al menos, se evita la vergüenza que, por lo general, se siente al decirlo. Revolver lo que ha dolido es volver a sentir dolor.  Así es para mucha gente hasta que las circunstancias facilitan el  decirlo o el dolor es tan grande que se transforma en rabia y explota.

El pesar de las víctimas

Las denuncias de abuso sexual por parte de sacerdotes tienen un hondo pesar, el de las víctimas, golpeadas física, emocional y moralmente. 

El término víctima tiene una connotación de inmovilidad, de impotencia. Por eso, es preferible otro.  Pero en el caso de la violencia sexual hacia niños y niñas es pertinente usarlo porque por su corta edad, desconocimiento, ingenuidad y la obediencia que la sociedad les exige, es fácil que se sientan incapaces de defenderse, inclusive de decir lo que está pasando. El miedo se apodera de ellos y ellas.  Las personas abusadas sexualmente son reales víctimas.

La violencia sexual siempre es traumática, deja una cicatriz difícil de borrar. Es distinto cuando esa violencia es consentida, causa placer a quien participa, pero para el resto de los mortales, la agresión sexual es muy dolorosa tanto física como emocionalmente. Por eso, prefieren no tocar esa llaga y vivir como ánima en pena.

El orden comienza por casa

El Santo padre, el cónclave de cardenales, el sínodo de obispos, en todas las órdenes religiosas católicas debería debatirse el tema de la sexualidad, de la violencia sexual, no solo como problema social y de almas perdidas sino en ellos mismos.

La castidad o represión sexual que la iglesia católica exige a sus sacerdotes (y monjas) es parte de la razón por la que algunos de ellos faltan a sus propios mandamientos y pueden llegar a cometer delitos sexuales con gente de carne y hueso, sobre todo si es carne fresca. Es hora de pararlo.

En los países en los que hay real separación entre el poder civil y las iglesias, los delitos sexuales cometidos por sacerdotes no pueden ser considerados problemas de la iglesia, sino de la sociedad.  

***

El texto fue originalmente publicado el 29 de enero de 2022. Las opiniones expresadas en esta sección son de entera responsabilidad de sus autores.

Del mismo autor: Refugiados, como en los barcos 

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Hombres, en su inmensa mayoría, pero también mujeres, han denunciado, en muchos países, que cuando eran niños, niñas o adolescentes fueron obligados a tocarles “las partes” o dejárselas tocar, hacerle sexo oral o tener que abrirle las piernas al señor cura que piadosa pero, firmemente, se los exigía.

El silencio posterior a las denuncias de las partes involucradas en esos hechos, como en casi todos los casos de abuso sexual, parece una norma. Los involucrados callaban, muchos siguen callando, como si fuese un secreto de confesión y lavan con sus oraciones, el pecado cometido.

Abuso sexual es ejercicio de poder

La violencia sexual no consentida hay que pararla y sí esa violencia es hacia niños y niñas, más.  Para ellos y ellas es muy difícil defenderse porque quien comete ese abuso, por lo general, es una figura de autoridad.

A los sacerdotes católicos se les dice “padres” porque significan lo mismo que el progenitor: son figuras de protección, afecto y poder. En casi todas las culturas, padre y madre son figuras casi sagradas, y en la iglesia católica el sacerdote está más cerca del sagrario. Se ve como un ser puro, lo más parecido a Dios que hay en la tierra. 

La iglesia católica es quizás la institución más poderosa, desde el punto de vista moral (y económica) del mundo. Por su supuesta misión de paz, de ayuda al desamparado y vocera del Señor en la tierra, sus oficiantes, los sacerdotes, deberían tener conductas impolutas. Se sabe que no necesariamente es así.  La hipocresía es una expresión religiosa y hay sacerdotes que violan las leyes de Dios (y la de hombres y mujeres) quedando impunes.

Las denuncias de abuso sexual a feligreses de poca edad, suelen referirse al pasado casi que remoto. Tema de películas, de novelas.  Por haber ocurrido esos delitos hace décadas, como mínimo, casi que se ven como ficción.

Si el abuso sexual en la iglesia católica fuese tema del pasado, el problema estaría resuelto. Sin embargo, en noticias de delitos sexuales actuales han aparecido sacerdotes como los ejecutores.  Se sabe, pero, en cuanto pueden, las autoridades eclesiásticas, en complicidad con las civiles, tapan a los criminales como a los santos en cuaresma.

El silencio de la Iglesia

Los trapos sucios se lavan en casa o no se lavan, dicen las autoridades eclesiásticas, lavándose las manos, ante las miles de denuncias de primera mano sobre los abusos sexuales cometidos por curas. Las víctimas, ya adultos y hasta de edad avanzada, se han atrevido a decir lo que sexualmente les hizo un sacerdote en el colegio, en la sacristía, el confesionario o frente al altar del templo, repetidamente, como si fuese un ritual religioso. La sociedad calla, baja la cabeza.

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El término víctima tiene una connotación de inmovilidad, de impotencia. Por eso, es preferible otro.  Pero en el caso de la violencia sexual hacia niños y niñas es pertinente usarlo porque por su corta edad, desconocimiento, ingenuidad y la obediencia que la sociedad les exige, es fácil que se sientan incapaces de defenderse, inclusive de decir lo que está pasando. El miedo se apodera de ellos y ellas.  Las personas abusadas sexualmente son reales víctimas.

La violencia sexual siempre es traumática, deja una cicatriz difícil de borrar. Es distinto cuando esa violencia es consentida, causa placer a quien participa, pero para el resto de los mortales, la agresión sexual es muy dolorosa tanto física como emocionalmente. Por eso, prefieren no tocar esa llaga y vivir como ánima en pena.

El orden comienza por casa

El Santo padre, el cónclave de cardenales, el sínodo de obispos, en todas las órdenes religiosas católicas debería debatirse el tema de la sexualidad, de la violencia sexual, no solo como problema social y de almas perdidas sino en ellos mismos.

La castidad o represión sexual que la iglesia católica exige a sus sacerdotes (y monjas) es parte de la razón por la que algunos de ellos faltan a sus propios mandamientos y pueden llegar a cometer delitos sexuales con gente de carne y hueso, sobre todo si es carne fresca. Es hora de pararlo.

En los países en los que hay real separación entre el poder civil y las iglesias, los delitos sexuales cometidos por sacerdotes no pueden ser considerados problemas de la iglesia, sino de la sociedad.  

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