“En la Cota, siempre ha habido tiros. Pero como esos días nunca”. Marta * hace el lento ejercicio de repasar los enfrentamientos a cinco días del comienzo en la Cota 905 (avenida Guzmán Blanco), parroquia El Paraíso, y que hoy llama “película de terror”. “No estaba muy lejos de que ocurriera algo así, siempre pensamos que se desataría una guerra, pero vivirla en carne propia no tiene descripción”, dice ella, hoy parte de la lista de desplazados.
Aun así, Marta busca entre sus palabras el acomodo de su relato, mientras va ordenando los hilos de su memoria más reciente. Angustia, miedo, desesperación; son las tres primeras con las que inicia su relato.
Vive por el sector que llaman “las Quinticas”, pero un poco más arriba, subiendo por Los Laureles. Su casa está muy cerca del epicentro de los estallidos de las granadas y del retumbar incesante de las metrallas.
“Eran muchos disparos. Nos estábamos volviendo locos en la casa. Queríamos salir corriendo. Nos refugiamos primero en la casa. Mis dos hijos de 17 y 18 años, mis nietos, mi yerna y yo”.
Al lado de la cama, en los baños, debajo de los colchones. Ya no encontraban lugar donde resguardarse. Como ellos el resto de sus vecinos.
Durante los dos primeros días de los enfrentamientos vio bajar personas heridas. “Ninguna conocida”. Tampoco les vio la cara a los cabecillas de las bandas apodados “el Koki”, “el Vampi” y “el Garvis”. “No los conozco, solo los he visto en fotos, las que pasan por los medios de comunicación. Tampoco quiero verlos. Tengo pánico”.
El viernes 9 de julio, tras el operativo de incursión de los cuerpos de seguridad del Estado, y en medio de un “cese del fuego”, Marta decidió emprender la huida. Agarró a su familia, unas cuantas bolsas con ropa y bajó.
No iba sola, otros con el mismo paso apurado también salían del barrio.
No miró atrás. Cerró la casa, a la que no le vio daños por las balas y se fue a Chacao, a la casa de su jefe. Sus dos hijos están con ella. El resto de la familia se fue a casa de sus suegros en la avenida Victoria, a pocos metros de la Cota 905.
Luego de 15 años viviendo en el sector, hoy en día Marta siente un vacío. Se siente desplazada. “Sé que es peligroso dejar la casa sola, pero es un riesgo que asumí. Quedarme allá con mis muchachos es peor; se los pueden llevar en uno de esos tantos allanamientos”.
La conversación con Marta es fluida, pero muy corta. No quiere dar muchos detalles sobre su familia, sobre lo que vio, “porque tarde o temprano tengo que regresar”.
De nuevo la invade el miedo y la desesperanza.
Calles solitarias
Cota 905 es el nombre urbano de la avenida Guzmán Blanco, una carretera que une las parroquias La Vega, El Paraíso y Santa Rosalía del municipio Libertador, en el oeste de Caracas.
Es uno de los sectores con más bandas delictivas activas. Solo en 2017, el gobierno que administra Nicolás Maduro realizó 25 operativos con las Fuerzas de Acciones Especiales (Faes), sin que eso haya mermado el avance hamponil.
El 25 de agosto de 2017 la Cota 905 fue declarada como “zona de paz” después de que negociaran con los delincuentes del lugar. Quince días después del acuerdo fue asesinado un joven prospecto del baloncesto, secuestraron a un empleado de la embajada de Estados Unidos y, posteriormente, al hijo de un general de la Guardia Nacional Bolivariana.
En ese corredor, según cifras no oficiales, viven cerca de 300.000 personas y, de acuerdo con los datos manejados por periodistas de la fuente de sucesos, las bandas reúnen un “ejército” de 200 personas de distintas edades.
Y como dice Marta, los tiroteos en el lugar son el pan nuestro de cada día, así como la explosión de las granadas y la toma de rehenes.
Pero, cuando ocurren esos eventos, se ven salpicados otros sectores como La Vega, Santa Rosalía y El Valle.
Las balas se expanden
Con los sucesos que comenzaron el 7 de julio hay un antes, un durante y un después. Y en esos tres lapsos un temor innegable en la población. Ese es el lugar común.
Aníbal *, a diferencia de Marta, no pudo salir. Vive en la parte alta de la montaña y tiene familiares enfermos y en cama, por lo que, para él, trasladarse a un sitio más seguro no es la salida.
Permaneció en medio de la balacera refugiado con sus familiares en la parte trasera de la casa.
“La última vez que vi a los malandros fue como a las 11:30 de la mañana del día jueves (8 de julio). Estaban ‘el Koki’, ‘el Vampi’ y el ‘el Garvis’, a los otros que estaban con ellos no les sé el nombre”. Para ese momento ya la calle estaba agitada y eran virales los videos y sonidos con las ráfagas de tiro.
Pero, a pesar de esa situación, hasta ese mediodía –cuenta Aníbal- la dinámica en el barrio era “medianamente regular”. Es decir, para ese momento todavía se podían movilizar de un lugar a otro.
Luego, fue la batalla campal, el toque de queda de los malandros y eso no paró.
“Cuando el tiroteo inició el miércoles en la tarde, mucha gente estaba en sus trabajos y no pudieron regresar. Fueron horas de angustia. Fue el sábado que algunos retornaron, otros no lo han hecho por miedo”.
Las balas de esos tres días no solo dejaron lesiones, sino que además abrieron heridas viejas. La Cota no es una zona fácil, es rojo según las notas periodísticas, pero también es una comunidad que adolece de servicios, de hospitales y de gobernanza municipal.
Ahí desde hace tres años, aproximadamente, no hay transporte público; el que hay es particular, uno que otro dueño de camionetas que las ponen a circular; hay carros particulares y mototaxistas que tienen parada en El Peaje y Los Laureles.
Incluso las canchas deportivas están abandonadas desde antes del tiroteo y después de esos eventos. A una de las que está en la parte alta la desvalijaron por completo. El material que la comunidad tenía para rehabilitarla: 30 galones de pintura, cuatro faros, cuatro aros de baloncesto, las mayas y los balones, todo eso fue hurtado en medio de los enfrentamientos.
Y también las bodeguitas del barrio. “No abrieron durante los episodios, pero fueron saqueadas por los funcionarios, quienes robaron los puntos de venta, comida y destrozaron lo que no pudieron llevarse”.
De la Cota, así como hizo Marta, Aníbal también contó que muchos se llevaron a los niños y a los adolescentes por temor a que los miembros de las bandas los reclutaran de forma forzada y, luego, por temor a la policía.
“Yo pude salir a comprar comida el sábado. El lunes salí a trabajar y cuando llegué me dijeron que los uniformados habían estado tocando la puerta. No es la primera vez, nosotros apagamos todas las luces y nos escondemos atrás. Pero no es fácil, en este sector donde vivo en un radio de 14 casas, tres están abandonada. Fueron allanadas y saqueadas. Hoy por la mañana (este 12 de julio), los funcionarios se llevaron televisores, aires y demás enseres de los vecinos”.
En la Cota además no llega el agua constantemente, el gas doméstico ya no es suministrado pues los choferes de los camiones temen recorrer esas calles, y las bolsas del Clap tenían que haber llegado el fin de semana pasado.
El preescolar Eusebio Guzmán, que además es centro electoral, fue allanado. En ese espacio se escondían unos gariteros “y fueron ajusticiados por la policía. Ahora tiene parte de las instalaciones destruidas”.
Por diversas razones, ahora la gente no quiere regresar, no quiere asomarse en las ventanas, pararse en las equinas. Saben que los delincuentes van a regresar. “Tememos por las represalias, ellos pidieron que la gente saliera de sus casas a ‘defender el hampa’, pero la mayoría no salió”.
Este 13 de julio las calles de la Cota 905 estaban solitarias. En horas de la mañana los vecinos escucharon unos disparos, pero luego se apoderó del sector una tensa calma.
Los policías siguen en el sitio. Incluso estaban limpiando una de las casas allanadas, con la intención de hacer un módulo. Eso es lo que presumen los vecinos, quienes saben que ya nada será cómo antes en la Cota 905, donde también hubo torneos de básquet, donde sonaba la salsa y el reguetón, donde se jugaba a la pelotica de goma, donde desfilaban los disfraces y donde hoy solo hay angustia y desolación.
*Marta y Aníbal, son nombres cambiados. Ambos pudieron el resguardo de sus identidades y de la ubicación exacta de sus viviendas.