Podría pensarse que el valor de una nación se mide por sus líderes. Igualmente, puede determinarse por la calidad de su gente. La dialéctica política ha formulado indicadores que buscan valorar la potencialidad de la sociedad de un país, lo hace considerando el modo de ejercer la democracia y la transparencia de la administración.
Asimismo, podría categorizarse el desarrollo de un país con base en su educación. También en la claridad y efecto de sus políticas públicas o según la creación o innovación de tecnologías y su demanda, respecto del valor de uso y valor de cambio, que pueda detentar en los mercados internacionales.
En fin, son numerosas las metodologías empleadas para dar cuenta de las capacidades o potencialidades adquiridas o desarrolladas por los estamentos institucionalizados de una sociedad. Sin embargo, alrededor de estas prácticas, persisten algunos problemas. Por ejemplo, poco se atiende a la injerencia del individuo, entendida esta como su contribución en el desarrollo de un país y su rol en los procesos de transformación social, económica o política.
El Popol Vuh como referencia dialéctica
Repasar la lectura del Popol Vuh, relato épico basado en leyendas de la civilización maya-quiché, ubicada en la región actual de la nación guatemalteca, pudiera ser ilustrativa para explicar por qué “pareciera que algunas sociedades vigentes se anquilosaron en estadios precarios del desarrollo humano”.
El Popol Vuh refiere que la creación de la humanidad se resolvió en cuatro períodos: primero, fueron creados los animales de cuatro patas y las aves; segundo, fueron formados los “Hombres de Barro”; tercero, surgieron los “Hombres de Madera”; cuarto y último momento, acá se engendraron los “Hombres de Maíz”, cuya inteligencia les permitía actuar según el desarrollo emocional e intelectual alcanzado.
El problema de vivir entre hombres que apenas llegaron a formarse como “Hombres de Barro” es que se deshacen con la lluvia. Además carecen de capacidades cognitivas a la altura de las exigencias sociales, económicas y políticas a confrontar.
En dicho estado de involución prolifera la indolencia, la indiferencia y la apatía. Ello, en perjuicio del desarrollo que sugiere el crecimiento y el progreso como factores que articulan relaciones de cooperación, motivación y perseverancia en tanto se consideran fundamentos primarios de valores como la libertad, la justicia y la dignidad.
En la sociedad del barro germina la cultura del no-esfuerzo en la cual es común conformarse con las migajas obtenidas a cambio de doblar la cerviz ante el llamado del populismo demagógico. También se alimenta de la pobreza como condición que limita y restringe el esfuerzo.
En el centro de dicho problema se explica la mediocridad que incita una educación que condiciona al hombre a conformarse con un conocimiento sesgado del saber. Es por eso que el autoritarismo, disfrazado de socialismo del siglo XXI, siempre ha procurado tener sometidos a hombres de flácida constitución, los “Hombres de barro”. Ellos son a quienes se puede dominar y engañar con narrativas inconsistentes en toda su extensión, intención y dirección. ¿O acaso aquella frase harta conocida de que “ser rico es malo” no está alineada con la cultura del no-esfuerzo?
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