Credit: Mairet Chourio (@mairetchourio)

Dos testimonios que denotan cómo se ha visto amputada la niñez y la adolescencia para poder sobrevivir en el país. El primero es sobre un joven de 23 años que busca fuentes de financiamiento para su negocio en Maiquetía, pero que comenzó a trabajar cuando tenía seis años; y el segundo es Darwin, un niño de nueve años que vende pan de guayaba en Caracas.

Las historias

Hace un par de meses se acercó espontáneamente a mi oficina José Antonio, un muchacho de 23 años, interesado en conseguir fuentes de financiamiento para su negocio. Aunque tenía la agenda a reventar, dada la insistencia del joven, lo recibí con la falsa convicción de que me encontraría ante un emprendimiento o startup de esos que positivamente han proliferado en nuestro país desde la pandemia.

José Antonio me contó que había nacido en Las Tunitas en Catia La Mar, en el seno de una familia muy humilde. Fue criado por una vecina desde los dos años, a la que hoy llama madre, porque su mamá biológica tuvo que dejarlo para poder hacerse la vida en una zona menos deprimida económicamente.

Desde los seis años, al salir de la escuela se vio obligado a empaquetar y cargar bolsas en un supermercadito de unos portugueses de la zona, para ayudar a aliviar las penurias económicas de su familia. De los «portus», quienes lo adoptaron de corazón, aprendió la devoción por el trabajo y un sentido del ahorro, austeridad, disciplina y prosperidad, que hoy son sus bastiones de vida.

Desde los 14 años, mientras estaba en bachillerato le confiaron la gerencia del negocio, habiendo aprendido los rudimentos administrativos y financieros, así como el complejo funcionamiento de la cadena comercial. Proveedores, clientes, inventario y rotación de productos, fueron sus amigos de adolescencia: «me la pasaba entre mi casa, el supermercado y la casa de los dueños, aprendiendo aquí y allá, escuchando mucho y observando más».

Tras terminar el liceo, a los 18 años, tuvo que tomar las riendas del supermercado, porque los dueños decidieron irse a Madeira tras la debacle de la hiperinflación. Apenas un año después, en 2018, recibió una irrenunciable oferta de venta por parte de su familia postiza portuguesa, para hacerse del negocio a un precio muy bajo y con enormes facilidades de pago.

La universidad no estaba en su horizonte, porque las obligaciones laborales y la difícil realidad económica por la que atravesaba el país no daban holguras para tales lujos. «Poco después me agarró la pandemia y ahí tuve que hacer malabarismos para que el negocio no se muriera. Me convertí en bodegón, delivery, restaurante, puse unas mesas afuera para que la gente se tomara sus cervezas, comiera algo, y de paso, hiciera mercado» me contaba José Antonio, entre risas contagiosas.

Pasada la pandemia y ya pagada la deuda a sus mentores lusos, decidió vender el supermercado para montar un frigorífico y licorería en Maiquetía, que es un lugar de mayor tránsito comercial. Hoy conseguido su sueño, busca fuentes de financiamiento que no ha podido obtener en la banca comercial, para poder escalar su sueño empresarial y seguir creciendo.

Además del nivel de logro para la edad, su férrea disciplina y formalidad y un sentido del humor a toda prueba, me sorprendió el sofisticado lenguaje financiero del que hacía uso José Antonio: «ebitda, rotación, apalancamiento, margen bruto, margen neto, estructura de capital». A la sazón, le pregunté cómo había adquirido tales conocimientos, a lo que dijo: «todo negocio es financiero doctor, por lo que hice los cursos de asesor y corredor de valores, que imparte en las noches la Bolsa de Valores de Caracas. Por eso vine con usted, para hacer una emisión de papeles de deuda como Pyme o emprendedor. Además, estoy buscando un mentor para aprender más de finanzas e incursionar en ese mundo».

Poco tiempo después de conocer a José Antonio, un admirable emprendedor, estábamos haciendo una visita al Mercado de Coche, para hacer un pulso de calle y mercado. Ya de salida, tras una larga jornada de preguntas sobre precios, volumen de ventas y rotación de mercadería, se acercó a nosotros Darwin, un niño de 9 años que vende pan de guayaba.

Darwin, quien vive en una barriada aledaña a Coche, pasó a tercer grado en una escuela municipal. Durante las vacaciones vende tres panes rellenos de guayaba por 1 dólar, para llevar plata a su casa y ayudar a su mamá, quien hace en casa el producto que vende. Con cinco hermanos de diferentes edades, la mayoría más chicos que él, nos contó que está trabajando desde hace 1 año porque la «economía está dura», pero que no renuncia a su escuela, porque cuando sea grande quiere ser médico.

Darwin nos comentó que vendía unos 30 dólares por día, y a él le quedaban 15, lo que servía de ayuda para comprar comida y útiles escolares, para él y para sus hermanos. Cuando le preguntamos el apellido y dónde vivía, se mostró esquivo y nos preguntó varias veces si éramos policías o políticos.

Realidad

Los dos casos a todas luces son un drama social y revelan la vulneración de los derechos humanos más elementales. Sin embargo, lo relatado son historias de vida inspiradoras, que dan cuenta de quienes somos los venezolanos al momento de enfrentar una crisis de cualquier naturaleza. Estas historias nos enseñan resiliencia. 

Bajo ningún concepto suscribimos el trabajo infantil como una salida a la crisis venezolana. Corresponde al Estado, así como a Usted y a mi, como ciudadanos, el apartar toda agenda política y poner todo nuestro esfuerzo en la recuperación económica del país. Eso, sin duda redituará en bienestar para todos, niños, viejos y adultos.

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Las opiniones expresadas en esta sección son de entera responsabilidad de sus autores.

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