“Por décadas ya, una suerte de nube oscura se había posado sobre el país y la realidad se había trastocado, lo que era bello se había tornado horrible, y lo moral en inmoral. Miss Venezuela (…) no podía ser una excepción, no podía salvarse de esta peste. Nada podía salvarse”.
Adiós Miss Venezuela, novela de Francisco Suniaga
En Venezuela hay muy pocas certezas. En uno de los países más violentos del mundo, nadie sabe si llegará vivo a su casa; si conseguirá comida o encontrará el medicamento necesario para sobrevivir. Sin embargo, hay una figura que se mantiene casi inamovible, escondida detrás de escarcha y stilettos con altura de Pirineos: el Miss Venezuela.
Desde 1952, fecha de su creación, este concurso forma parte de la idiosincrasia nacional. La noche del certamen las ciudades se paralizan, las redes sociales se inundan de comentarios y en los sueños infantiles aparece con frecuencia la corona hecha de cristales austríacos, madreperlas japonesas y circones de piedra rusa. Puedes estar de acuerdo o no, pero igual te enteras; aunque sea solo de lo que aparece frente a las cámaras.
Detrás del Miss Venezuela hay un mundo oculto para el televidente, pero también para muchas chicas que desde diferentes rincones del país llegan al certamen con la ilusión de ser protagonistas de lo que creen será una vida de princesas.
Con lo primero que se encuentran, por no decir que tropiezan, es con el costo de participar en el certamen. Unos 32 mil dólares (según cálculos realizados en el mes de abril de 2017) debe invertir una candidata que quiera estar en el cuadro de las chicas que compiten por la corona.