A diecisiete años de los hechos acaecidos en Venezuela durante el mes abril de 2002, todavía quedan muchas zonas en penumbras. Estamos hablando de las sombras que aún oscurecen el relato social y político que se escribió a partir de los acontecimientos que dieron lugar a la destitución temporal de Hugo Chávez y al llamado “Carmonazo”.
El 13 de noviembre de 2001, haciendo uso de la segunda Ley habilitante que le concediera el Parlamento, el presidente en ejercicio aprobó por decreto 49 leyes que fueron promulgadas al mes siguiente. Las resultas de implementarlas se tradujeron en conflictividad y en rechazo desde distintos estamentos de la vida pública. Los más reactivos fueron el sector empresarial y la clase media venezolana.
La estatal petrolera (PDVSA) estaba, como quien dice, en el ojo de la tormenta. Como siempre, era la joya de la corona. El descontento de sus gerentes ante las medidas tomadas por Chávez, sumado al repudio expresado en el resto del ámbito empresarial, dio lugar a las exigencias planteadas al entonces primer mandatario, quien –como era de esperarse– las rechazó.
Por toda respuesta, una coalición de empresarios, gerentes, partidos políticos de oposición y sindicatos convocaron a un primer paro de trabajadores el 9 de diciembre de 2001. Luego llamaron a un segundo paro los primeros días de abril. Ese paro se volvió indefinido. El día 8 –pito en mano, en señal abierta y en cadena nacional– Chávez se cargó la plana mayor de PDVSA y a más de 17 mil empleados de la nómina menor. Rodaron las cabezas de supervisores, capataces, obreros, operadores de plantas, secretarias, etc.
Por lo tanto, la gente de la estatal petrolera, en coordinación con otros sectores de la sociedad, con el apoyo de diversos medios de comunicación y de organizaciones como Súmate, convocó a la hoy legendaria marcha del 11 de abril de 2002. ¿La ruta? De Parque Cristal a PDVSA-Chuao. Ese era el plan original, pero ese plan cambió. “¡Vamos a Miraflores!”. A esa voz se cambió la ruta, y después de unas cinco horas de caminata, se soltaron los demonios y sobrevino el resto de la historia ya conocida: la emboscada en Puente Llaguno, los pistoleros, los disparos, los muertos, los heridos, la sangre, las cadenas, las pantallas divididas, la censura. El encubrimiento. Un dedo para tapar el sol.
“Los miembros del Alto Mando Militar de la República Bolivariana de Venezuela deploran los lamentables acontecimientos sucedidos en la ciudad capital en el día de ayer. Ante tales hechos, se le solicitó al señor Presidente de la República la renuncia de su cargo, la cual aceptó. Los integrantes del Alto Mando ponen sus cargos a la orden los cuales entregaremos a los oficiales que sean designados por las nuevas autoridades”.
Hasta el sol de hoy nadie sabe, nadie se explica, nadie entiende por qué el general Lucas Rincón dijo estas palabras la madrugada de aquel 12 de abril. Aparte de que nadie ha visto nunca el texto de la renuncia suscrito por Hugo Chávez, la especie sólo trajo consigo una serie de desmentidos que iban a contracorriente del manuscrito presuntamente redactado por el mismo Chávez aceptando que había sido depuesto del cargo “para el cual fui legítimamente electo”. Algunos medios impresos lo difundieron.
Lo de la renuncia quedó en agua de borrajas. Sólo fue la ficción que dio a lo inaccesible una proximidad de lejanía. Fue un vapor de la fantasía que pronto transformaría en mueca sardónica la sonrisa que amaneció en el rostro de tantos y tantos venezolanos que, apenas un día antes, habían pateado la calle en busca un cielo despejado de tanta borrasca populista.
Ya que fuera cierto, ya que fuera falso, el solo anuncio hecho por Lucas Rincón a través de los medios de comunicación bastó para justificar la tesis del vacío de poder. Con renuncia o sin ella, Chávez estaba fuera de la Primera Magistratura. Llevado primero a Fuerte Tiuna y después a La Orchila, por unas horas dejó de ser el presidente. Estaba detenido. Claro que, en ese momento, nadie sabía cuánto duraría la cesantía… ni el tragicómico sainete que veríamos todos los venezolanos en señal abierta.
Quizás por no haber certezas de nada, se precipitaron los acontecimientos y, en medio de aciertos y desatinos, el joven abogado Daniel Romero fungió como maestro de ceremonia para darle al líder de Fedecámaras, Pedro Carmona Estanga, la oportunidad de asumir(se) como presidente encargado de la República violando, supuestamente, una serie de pactos y de convenios hechos con los otros actores involucrados en la gesta. Ese ignorar lo acordado trajo consecuencias nefastas.
Papelito en mano, Carmona Estanga (se) prestó juramento: con el artículo 1° de su decreto, se autonombraba presidente; con el artículo 2°, devolvía al país el nombre de República de Venezuela. Con los artículos restantes, acababa con todo lo existente en materia de institucionalidad: el Poder Legislativo, el Ejecutivo, el Judicial, el Electoral, el Moral (Fiscalía, Defensoría, Contraloría), el Tribunal Supremo de Justicia, el Consejo Nacional Electoral… y fueron derogados los 49 decretos aprobados, en atribución de la Ley Habilitante, por el presidente Chávez. Por suerte, se salvaron del exterminio Las voces risueñas de Carayaca, los golfeados de El Junquito y los Leones del Caracas.
Dentro y fuera del país, esto fue visto con malos ojos salvo por contadas excepciones. No se suponía que las cosas terminaran así, y el interinato de Carmona duró apenas unas horas, al término de las cuales el empresario fue puesto preso. Al poco tiempo, escapó del arresto domiciliario que le había concedido el mismísimo Chávez, quien fue restituido en su cargo tras una reacción cívica y militar encabezada por Raúl Baduel.
Nicanor Bolet Peraza, Daniel Mendoza, Juan Manuel Cagigal, Fermín Toro y Pedro Emilio Coll habrían pagado con oro por la oportunidad de escribir el guión de los hechos de abril de 2002 en Venezuela… que si las consecuencias no fueran tan trágicas (porque lo siguen siendo), darían pena ajena.
Vista en el tiempo –y analizada con frialdad quirúrgica–, la cadena de esos acontecimientos lo que produce hoy es una risa amarga: esa risa de los primeros costumbristas venezolanos que, erigidos en jueces y parte, condenaban con demoledora mordacidad el concurso de las miserias humanas.
Hasta el sol de este día, muchos insisten en preguntarse por qué fracasó el golpe del 2002. La respuesta la dio en su momento, inmediatamente, uno de los más acérrimos detractores de Hugo Chávez, Jorge Olavarría. Fracasó porque el decreto de Carmona fue “uno de los más grotescos mamarrachos de nuestra historia».
Entre las sombras que arropan la reconstrucción de los hechos en comento, están las que oscurecen la autoría del decreto que tan divinamente leyó Carmona sintiéndose ya pagado por la gloria de la Primera Magistratura. Se especula que en la redacción del “mamarracho” intervino el sector más conservador del Opus Dei venezolano. Se especula que el tremendismo apocalíptico del articulado hizo entrar en pánico a Efraín Vásquez –para entonces jefe de las Fuerzas Armadas– quien, tras haber secundado la rebelión civil, vio venir que sería peor el remedio que la enfermedad.
Hugo Rafael Chávez Frías nunca fue un hombre humilde. Quizás lo pudo haber sido en los primeros años de su temprana adultez, pero se hizo militar –en lugar de hacerse pelotero o declamador– porque ansiaba tener el poder y, literalmente, comprometió su vida en ello.
Tras haber sido depuesto, detenido y llevado a Fuerte Tiuna donde, según se especula, tuvo un episodio con la pérdida del control de enfínteres, Hugo Chávez fue llevado a La Orchila. En una de las primeras conversaciones que tuvo con algunos oficiales, luego de un breve período de incomunicación, tildó de cobardes a Efraín Vásquez, a Manuel Antonio Rosendo, a Lucas Rincón y a García Carneiro por haberse escondido y por haberse negado a activar el Plan Ávila. “¡Cobardes! ¡Me traicionaron!”. Después de eso, y tras la autojuramentación de Carmona Estanga, el presidente fue devuelto a Miraflores tal día como hoy, 13 de abril.
Volvió a Miraflores después de haber llorado sobre la sotana del Arzobispo Ignacio Velasco. En La Orchila se mostró arrepentido y pidió perdón. El arzobispo tomó por buenas sus palabras, y le concedió el perdón en nombre de Dios y de los muertos de la cruzada… Perdió la vida mucha gente esos días en busca de una Venezuela libre.
Ya en Palacio, Chávez –con un crucifijo en la mano– pidió otra vez perdón. “A partir de este momento, vamos a reflexionar. Vamos a poner a Dios por delante. Invoquemos a Cristo, a Dios, a Nuestro Señor, y llenémonos de paz. Hago un llamado a que volvamos a la reunión del país. Estos acontecimientos que trajeron sangre y dolor son, sin embargo, y deben serlo, una gigantesca lección para todos nosotros […] Pongamos las cosas en su justo lugar para el bien de Venezuela”.
Alguna gente le creyó a Chávez. Mucha gente le creyó. Otros intuyeron en sus palabras el presagio de lo que sería el curso por venir de su gobierno. Muchos previeron que, tras ese mea culpa, vendría el desquite del hombre que no olvida una afrenta… Su “arrepentimiento” fue el repliegue de la playa para dar paso al tsunami.
Poco tiempo después, a Chávez se le vio (y se le escuchó) diciendo: “Lo que no me parece bien es que entonces los policías aparezcan como unos pendejos, y los insultan y los empujan y no hacen nada. Ministro del Interior (Tareck El Aissami), ¡écheles gas! ¡Écheles gas y disuelva cualquier guarimba! Nosotros no podemos comenzar ya mostrando debilidades como gobierno. Hago responsables de esto al Vicepresidente (Ramón Carrizález), al Ministro del Interior y al Comandante de la Guardia Nacional (Fredys Alonzo Carrión). ¿O qué quieren? ¿Qué vaya yo con un pelotón a disolver la manifestación?[…] ¡Me les echan gas del bueno y me los ponen presos!”.
Para pedir perdón ciertas condiciones aplican: no basta con mostrar un crucifijo ante las cámaras. Es necesario reconocer la falta, arrepentirse de su comisión y hacer manifiesta la voluntad de no volver a sucumbir. ¡Y Chávez no era así! Sus altisonancias y sus arrebatos pronto borraron su imagen de cordero para el sacrificio… Raúl Baduel, por cierto, sigue preso desde el 2009. Primero estuvo en Ramo Verde. Hoy está en Las Tumbas… “Soy un preso de Chávez”, ha dicho.
¿Por qué falló el golpe del 2002? Porque no está bien lo que mal termina. Las ambiciones desmedidas, el cálculo de traiciones y las torpezas lograron que quienes tenían el poder para decidir se quedaran con el malo conocido y no con el bueno por conocer.
* * *
Las opiniones expresadas en esta sección son de entera responsabilidad de sus autores
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A diecisiete años de los hechos acaecidos en Venezuela durante el mes abril de 2002, todavía quedan muchas zonas en penumbras. Estamos hablando de las sombras que aún oscurecen el relato social y político que se escribió a partir de los acontecimientos que dieron lugar a la destitución temporal de Hugo Chávez y al llamado “Carmonazo”.
El 13 de noviembre de 2001, haciendo uso de la segunda Ley habilitante que le concediera el Parlamento, el presidente en ejercicio aprobó por decreto 49 leyes que fueron promulgadas al mes siguiente. Las resultas de implementarlas se tradujeron en conflictividad y en rechazo desde distintos estamentos de la vida pública. Los más reactivos fueron el sector empresarial y la clase media venezolana.
La estatal petrolera (PDVSA) estaba, como quien dice, en el ojo de la tormenta. Como siempre, era la joya de la corona. El descontento de sus gerentes ante las medidas tomadas por Chávez, sumado al repudio expresado en el resto del ámbito empresarial, dio lugar a las exigencias planteadas al entonces primer mandatario, quien –como era de esperarse– las rechazó.
Por toda respuesta, una coalición de empresarios, gerentes, partidos políticos de oposición y sindicatos convocaron a un primer paro de trabajadores el 9 de diciembre de 2001. Luego llamaron a un segundo paro los primeros días de abril. Ese paro se volvió indefinido. El día 8 –pito en mano, en señal abierta y en cadena nacional– Chávez se cargó la plana mayor de PDVSA y a más de 17 mil empleados de la nómina menor. Rodaron las cabezas de supervisores, capataces, obreros, operadores de plantas, secretarias, etc.
Por lo tanto, la gente de la estatal petrolera, en coordinación con otros sectores de la sociedad, con el apoyo de diversos medios de comunicación y de organizaciones como Súmate, convocó a la hoy legendaria marcha del 11 de abril de 2002. ¿La ruta? De Parque Cristal a PDVSA-Chuao. Ese era el plan original, pero ese plan cambió. “¡Vamos a Miraflores!”. A esa voz se cambió la ruta, y después de unas cinco horas de caminata, se soltaron los demonios y sobrevino el resto de la historia ya conocida: la emboscada en Puente Llaguno, los pistoleros, los disparos, los muertos, los heridos, la sangre, las cadenas, las pantallas divididas, la censura. El encubrimiento. Un dedo para tapar el sol.
“Los miembros del Alto Mando Militar de la República Bolivariana de Venezuela deploran los lamentables acontecimientos sucedidos en la ciudad capital en el día de ayer. Ante tales hechos, se le solicitó al señor Presidente de la República la renuncia de su cargo, la cual aceptó. Los integrantes del Alto Mando ponen sus cargos a la orden los cuales entregaremos a los oficiales que sean designados por las nuevas autoridades”.
Hasta el sol de hoy nadie sabe, nadie se explica, nadie entiende por qué el general Lucas Rincón dijo estas palabras la madrugada de aquel 12 de abril. Aparte de que nadie ha visto nunca el texto de la renuncia suscrito por Hugo Chávez, la especie sólo trajo consigo una serie de desmentidos que iban a contracorriente del manuscrito presuntamente redactado por el mismo Chávez aceptando que había sido depuesto del cargo “para el cual fui legítimamente electo”. Algunos medios impresos lo difundieron.
Lo de la renuncia quedó en agua de borrajas. Sólo fue la ficción que dio a lo inaccesible una proximidad de lejanía. Fue un vapor de la fantasía que pronto transformaría en mueca sardónica la sonrisa que amaneció en el rostro de tantos y tantos venezolanos que, apenas un día antes, habían pateado la calle en busca un cielo despejado de tanta borrasca populista.
Ya que fuera cierto, ya que fuera falso, el solo anuncio hecho por Lucas Rincón a través de los medios de comunicación bastó para justificar la tesis del vacío de poder. Con renuncia o sin ella, Chávez estaba fuera de la Primera Magistratura. Llevado primero a Fuerte Tiuna y después a La Orchila, por unas horas dejó de ser el presidente. Estaba detenido. Claro que, en ese momento, nadie sabía cuánto duraría la cesantía… ni el tragicómico sainete que veríamos todos los venezolanos en señal abierta.
Quizás por no haber certezas de nada, se precipitaron los acontecimientos y, en medio de aciertos y desatinos, el joven abogado Daniel Romero fungió como maestro de ceremonia para darle al líder de Fedecámaras, Pedro Carmona Estanga, la oportunidad de asumir(se) como presidente encargado de la República violando, supuestamente, una serie de pactos y de convenios hechos con los otros actores involucrados en la gesta. Ese ignorar lo acordado trajo consecuencias nefastas.
Papelito en mano, Carmona Estanga (se) prestó juramento: con el artículo 1° de su decreto, se autonombraba presidente; con el artículo 2°, devolvía al país el nombre de República de Venezuela. Con los artículos restantes, acababa con todo lo existente en materia de institucionalidad: el Poder Legislativo, el Ejecutivo, el Judicial, el Electoral, el Moral (Fiscalía, Defensoría, Contraloría), el Tribunal Supremo de Justicia, el Consejo Nacional Electoral… y fueron derogados los 49 decretos aprobados, en atribución de la Ley Habilitante, por el presidente Chávez. Por suerte, se salvaron del exterminio Las voces risueñas de Carayaca, los golfeados de El Junquito y los Leones del Caracas.
Dentro y fuera del país, esto fue visto con malos ojos salvo por contadas excepciones. No se suponía que las cosas terminaran así, y el interinato de Carmona duró apenas unas horas, al término de las cuales el empresario fue puesto preso. Al poco tiempo, escapó del arresto domiciliario que le había concedido el mismísimo Chávez, quien fue restituido en su cargo tras una reacción cívica y militar encabezada por Raúl Baduel.
Nicanor Bolet Peraza, Daniel Mendoza, Juan Manuel Cagigal, Fermín Toro y Pedro Emilio Coll habrían pagado con oro por la oportunidad de escribir el guión de los hechos de abril de 2002 en Venezuela… que si las consecuencias no fueran tan trágicas (porque lo siguen siendo), darían pena ajena.
Vista en el tiempo –y analizada con frialdad quirúrgica–, la cadena de esos acontecimientos lo que produce hoy es una risa amarga: esa risa de los primeros costumbristas venezolanos que, erigidos en jueces y parte, condenaban con demoledora mordacidad el concurso de las miserias humanas.
Hasta el sol de este día, muchos insisten en preguntarse por qué fracasó el golpe del 2002. La respuesta la dio en su momento, inmediatamente, uno de los más acérrimos detractores de Hugo Chávez, Jorge Olavarría. Fracasó porque el decreto de Carmona fue “uno de los más grotescos mamarrachos de nuestra historia».
Entre las sombras que arropan la reconstrucción de los hechos en comento, están las que oscurecen la autoría del decreto que tan divinamente leyó Carmona sintiéndose ya pagado por la gloria de la Primera Magistratura. Se especula que en la redacción del “mamarracho” intervino el sector más conservador del Opus Dei venezolano. Se especula que el tremendismo apocalíptico del articulado hizo entrar en pánico a Efraín Vásquez –para entonces jefe de las Fuerzas Armadas– quien, tras haber secundado la rebelión civil, vio venir que sería peor el remedio que la enfermedad.
Hugo Rafael Chávez Frías nunca fue un hombre humilde. Quizás lo pudo haber sido en los primeros años de su temprana adultez, pero se hizo militar –en lugar de hacerse pelotero o declamador– porque ansiaba tener el poder y, literalmente, comprometió su vida en ello.
Tras haber sido depuesto, detenido y llevado a Fuerte Tiuna donde, según se especula, tuvo un episodio con la pérdida del control de enfínteres, Hugo Chávez fue llevado a La Orchila. En una de las primeras conversaciones que tuvo con algunos oficiales, luego de un breve período de incomunicación, tildó de cobardes a Efraín Vásquez, a Manuel Antonio Rosendo, a Lucas Rincón y a García Carneiro por haberse escondido y por haberse negado a activar el Plan Ávila. “¡Cobardes! ¡Me traicionaron!”. Después de eso, y tras la autojuramentación de Carmona Estanga, el presidente fue devuelto a Miraflores tal día como hoy, 13 de abril.
Volvió a Miraflores después de haber llorado sobre la sotana del Arzobispo Ignacio Velasco. En La Orchila se mostró arrepentido y pidió perdón. El arzobispo tomó por buenas sus palabras, y le concedió el perdón en nombre de Dios y de los muertos de la cruzada… Perdió la vida mucha gente esos días en busca de una Venezuela libre.
Ya en Palacio, Chávez –con un crucifijo en la mano– pidió otra vez perdón. “A partir de este momento, vamos a reflexionar. Vamos a poner a Dios por delante. Invoquemos a Cristo, a Dios, a Nuestro Señor, y llenémonos de paz. Hago un llamado a que volvamos a la reunión del país. Estos acontecimientos que trajeron sangre y dolor son, sin embargo, y deben serlo, una gigantesca lección para todos nosotros […] Pongamos las cosas en su justo lugar para el bien de Venezuela”.
Alguna gente le creyó a Chávez. Mucha gente le creyó. Otros intuyeron en sus palabras el presagio de lo que sería el curso por venir de su gobierno. Muchos previeron que, tras ese mea culpa, vendría el desquite del hombre que no olvida una afrenta… Su “arrepentimiento” fue el repliegue de la playa para dar paso al tsunami.
Poco tiempo después, a Chávez se le vio (y se le escuchó) diciendo: “Lo que no me parece bien es que entonces los policías aparezcan como unos pendejos, y los insultan y los empujan y no hacen nada. Ministro del Interior (Tareck El Aissami), ¡écheles gas! ¡Écheles gas y disuelva cualquier guarimba! Nosotros no podemos comenzar ya mostrando debilidades como gobierno. Hago responsables de esto al Vicepresidente (Ramón Carrizález), al Ministro del Interior y al Comandante de la Guardia Nacional (Fredys Alonzo Carrión). ¿O qué quieren? ¿Qué vaya yo con un pelotón a disolver la manifestación?[…] ¡Me les echan gas del bueno y me los ponen presos!”.
Para pedir perdón ciertas condiciones aplican: no basta con mostrar un crucifijo ante las cámaras. Es necesario reconocer la falta, arrepentirse de su comisión y hacer manifiesta la voluntad de no volver a sucumbir. ¡Y Chávez no era así! Sus altisonancias y sus arrebatos pronto borraron su imagen de cordero para el sacrificio… Raúl Baduel, por cierto, sigue preso desde el 2009. Primero estuvo en Ramo Verde. Hoy está en Las Tumbas… “Soy un preso de Chávez”, ha dicho.
¿Por qué falló el golpe del 2002? Porque no está bien lo que mal termina. Las ambiciones desmedidas, el cálculo de traiciones y las torpezas lograron que quienes tenían el poder para decidir se quedaran con el malo conocido y no con el bueno por conocer.
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Las opiniones expresadas en esta sección son de entera responsabilidad de sus autores