No son pocas las personas que perciben una recuperación económica en nuestro país. Sin embargo, esto no es más que un cruel espejismo, dado que las principales causas de nuestros males no se han superado y, tristemente, tampoco estamos cerca. Por ejemplo, pese a que en los últimos años el gobierno ha tomado decisiones en materia económica (flexibilización cambiaria, liberación del control de precios, facilidades para las importaciones, entre otros), todavía nadie se atrevería a decir que Venezuela goza de plenas libertades económicas, políticas, sociales y, mucho menos, certeza jurídica.
Por otra parte, esa rareza de tener dos presidentes, dos congresos y dos tribunales, no le ofrecen garantías de estabilidad institucional —ni mental— a nadie para llevar a cabo las grandes inversiones productivas en los sectores que imprimen mayor dinamismo económico (léase agroindustria, construcción, manufactura, transporte, etc.). La última encuesta de Conindustria da cuenta de aquello: casi el 60% de las empresas manufactureras encuestadas no tuvo cambios en su nómina en el 2021 y tampoco cree que generará nuevas fuentes de trabajo en el año en curso.
Cuando queramos hablar seriamente de recuperación económica debemos preguntarnos cuál es la situación del capital humano, y para nadie es un secreto que ya no contamos en abundancia de ese insumo imprescindible para la reconstrucción de la nación. En otras palabras, sin talento y liderazgo productivo es muy difícil tomar las decisiones correctas para retomar la senda del crecimiento nacional. Es sabido que, más allá de las maquinarias y los activos de capital, lo más importante de un país es su recurso humano. Y en el horizonte tampoco se percibe que esto cambie, muy por el contrario, la pérdida en la calidad de la educación, el incremento de la pobreza y la desnutrición son factores que alejan posibles mejoras en este aspecto.
Otra consideración que debemos mirar de cerca al momento de convencernos de que estamos experimentando síntomas saludables de un restablecimiento sostenido de la actividad económica, es la situación de los servicios públicos para expandir las capacidades productivas o, en palabras simples, debemos preguntarnos si tenemos las mínimas condiciones para ampliar la producción. Y aquí ya sabemos que el suministro eléctrico, las telecomunicaciones o el agua no son los servicios más automáticos y fiables que tenemos.
Y, aún más, para recuperar la eficiencia de dichos servicios se requiere de grandes inversiones. ¿De cuánto hablamos? Hace dos meses atrás, el ingeniero José María De Viana (expresidente de Hidrocapital y Movilnet) estimaba que, «en agua, por ejemplo, tenemos que invertir 1.500 millones de dólares en tres años; en energía eléctrica 15.000 millones de dólares y en el caso de las telecomunicaciones, dependiendo de lo que quieras hacer, 10.000 millones de dólares». Con estas cifras, y conociendo el actual estado de la hacienda pública y la baja confianza que tiene nuestro país para que actores internos y externos se animen con este tipo de inversiones, lamentablemente a uno no se le ocurre otra cosa que decir: mucho camisón pa’ Petra.
Así pues, lo que estamos viviendo son alivios (después de tener una economía deprimida/agonizada y la pérdida cercana a un 80% del PIB), pequeños paliativos, pero el enfermo está lejos de haber superado su enfermedad. Algunos sobreestiman los signos de recuperación, pues la verdad es que se necesita un trabajo consensuado por mucho tiempo para hablar verdaderamente de un crecimiento real, inclusivo y sostenido o, simplemente, para decir: la reconstrucción goza de buena salud y está en marcha.
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