La era de Nicolás Maduro está celebrando 10 años de su inauguración. En aquel momento, muchos pronosticaban que su período de gobierno no superaría más de un mandato (otros decidían que meses o un referéndum revocatorio le pondría punto final). A la luz de los hechos, claramente eso no ocurrió.
Para evaluar situaciones, no hay nada mejor que el tiempo. Hoy los hechos han demostrado que estamos en la peor época de los últimos 100 años (tal vez más). Pese a todos los peores vaticinios, pocos podrían creer que la era de Nicolás Maduro sumergiría al 90% de la población en la pobreza; que 7 u 8 millones de venezolanos optarían por irse del país; que sufriríamos una larga hiperinflación (que amenaza con volver); que las remesas competirían con el petróleo como el principal ingreso; que desaparecería el 80% de nuestro producto interno bruto; en fin, que nos pareceríamos más a países africanos que a países europeos.
Ciertamente, Venezuela tenía problemas en diferentes ámbitos, pero la última década solo ha servido para maximizar todos esos problemas. Nadie podría negar que en Venezuela existiera corrupción, pero pocos hubiesen afirmado que podíamos ser uno de los puentes favoritos para el tráfico de drogas. Seguro que los salarios eran bajos en algunos sectores económicos, pero difícilmente trabajadores de alguno de estos percibían 10 dólares mensuales.
Nos convertimos en poco tiempo en el mejor ejemplo de todo lo que no se debe hacer. Probablemente somos caso de estudio en varios cursos de políticas públicas en diferentes facultades del mundo para explicar cómo se arruinan los países rápidamente sin padecer una guerra o desastres naturales.
Esta columna de opinión no tendría el espacio para relatar todos los hechos catastróficos que produjeron la ruina. Hemos experimentado lo peor de la política económica. Todo lo que ha podido salir mal, pues ha salido mal.
Pese a todo ello, aparentemente todavía esto no es suficiente para que las fuerzas políticas, que están llamadas a liderar un largo proceso de reconstrucción nacional, puedan ponerse de acuerdo sobre cuál es la estrategia para llevarlo adelante.
Los egos, el desconocimiento del sentido de la política, la aplicación de la estrategia suma-cero o, simplemente, la dispersión o descoordinación de los actores opositores ha hecho posible que hoy no se vea un cambio de la realidad política en el horizonte.
Venezuela se ha convertido en el mejor ejemplo de que la política importa para definir si vivimos en un país en ruina o próspero, en guerra o en paz, en calma o tempestad.
Todo apunta a que Nicolás Maduro sea el candidato para el período presidencial 2025-2031 y que el candidato opositor (producto de unas primarias) tal vez termine siendo inhabilitado. Pero nada indica que nuestros males no se profundicen mañana. A veces las tragedias pareciera que no tienen fondo.
¡Quién lo creería!
***
Las opiniones expresadas en esta sección son de entera responsabilidad de sus autores.
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Ciertamente, Venezuela tenía problemas en diferentes ámbitos, pero la última década solo ha servido para maximizar todos esos problemas. Nadie podría negar que en Venezuela existiera corrupción, pero pocos hubiesen afirmado que podíamos ser uno de los puentes favoritos para el tráfico de drogas. Seguro que los salarios eran bajos en algunos sectores económicos, pero difícilmente trabajadores de alguno de estos percibían 10 dólares mensuales.
Nos convertimos en poco tiempo en el mejor ejemplo de todo lo que no se debe hacer. Probablemente somos caso de estudio en varios cursos de políticas públicas en diferentes facultades del mundo para explicar cómo se arruinan los países rápidamente sin padecer una guerra o desastres naturales.
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Pese a todo ello, aparentemente todavía esto no es suficiente para que las fuerzas políticas, que están llamadas a liderar un largo proceso de reconstrucción nacional, puedan ponerse de acuerdo sobre cuál es la estrategia para llevarlo adelante.
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