Credit: Raúl Arboleda / AFP

En medio de una crisis energética, disputas geopolíticas, sequías, incremento de precios de los alimentos, pandemia, etc., hay una industria que no ha detenido su crecimiento y a nadie se le ocurriría declarar que hay una escasez: drogas.

A decir verdad —salvo algunos años excepcionales—, desde la famosa declaración de la «guerra contra las drogas» en 1971 del expresidente estadounidense, don Richard Nixon, el cultivo, producción, distribución, comercialización y consumo de drogas no ha dejado de prosperar.

Ahora bien, para no marearnos con datos sobre todas las drogas, enfoquémonos únicamente en la cocaína, donde, por cierto, los principales países productores se encuentran en nuestro continente (Colombia, Perú y Bolivia).

De acuerdo al último Informe Mundial sobre las Drogas 2022 elaborado por la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC), la producción mundial de la cocaína está viviendo sus mejores años, y cerró el 2020 con 1.982 toneladas (el doble del 2014). El  informe señala que aproximadamente 21 millones de personas consumieron este estimulante adictivo ese mismo año (209 millones consumieron marihuana, por si acaso).

Mientras nuestras instituciones intentan perseguir las bandas organizadas que están detrás de esta industria ilegal y se gastan miles de millones de dólares en intentar desarticularlos (sistema de inteligencia, eliminación de plantaciones, controles aduaneros, aplicación de penas, cooperación internacional, etc.), el negocio sigue siendo inmensamente lucrativo y, por desgracia, continúa sumando muertes, tanto por la violencia criminal como los problemas de salud asociados.

Además, es una industria innovadora, pues la UNODC nos informa que, en Colombia, los rendimientos por hectárea cosechada han cambiado en los últimos años y ahora son más productivos, dado que mientras en el 2019 podían cosechar 6.7 kilogramos de cocaína por hectárea, resulta que en el 2020 pudieron alcanzar los 7.9 kilogramos (la ciencia de la eficiencia es ciega).

En otras palabras, el crimen organizado vinculado a las drogas muchas veces se transforma a velocidad supersónica y las capacidades institucionales quedan pasmadas o van a un ritmo de caracol.

Por tanto, ¿qué hacemos? Asumiendo que nadie tiene la verdad revelada en ningún tema y, al mismo tiempo, reconociendo que no tenemos las mejores cifras globales para demostrar que se ha reducido las capacidades de estas actividades ilícitas, estimo que no es disparatado abrir el debate en esta materia para mirar los costos-beneficios de reducir sanciones, avanzar en despenalización o derechamente su legalización. Tal vez es buena hora para cambiar el enfoque criminal y detenerse en un enfoque de salud pública (quizás mirar al adicto como enfermo crónico en lugar de un malhechor, es decir, diferenciar de quién es víctima y victimario). A lo mejor poner sobre la mesa posturas no tradicionales que le arrebaten el dominio a los grandes carteles.

Pero esto debe ser un esfuerzo común, porque de nada vale que sea legal en Brasil, pero ilegal en España o Australia, puesto que las bandas seguirán incentivadas a luchar con sangre por el control del negocio.

En los últimos años, como sociedad global, hemos medido de todo y este tema no ha sido la excepción. ¿Por qué no ponemos los datos sobre la mesa para saber si intentamos alguna estrategia diferente para quitarle poder al mal? Si no tenemos flexibilidad para advertir este problema público, lamentablemente algunos seguirán comprando el kilo de cocaína en US$ 3.000 en Colombia y lo venderán en más de US$ 100.000 en Australia, dejando tras de sí, tragedias, pobreza, enfermedades, muertes y dolor.

 

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