Por estos días, la mayoría de los países cumplen con la tradición republicana que exige cada Constitución nacional en relación con la presentación de la Ley de Presupuesto. Dicho de otra manera, generalmente el último trimestre de cada año, los gobiernos entregan una formulación presupuestaria al Congreso de su país para que sea debatida por los parlamentarios, donde, en esencia, se describe cuáles serán los ingresos proyectados, cómo serán gastados cada uno de ellos, si vamos a endeudarnos un poco más o si haremos uso de algunos ahorros.
Por tanto, la Ley de Presupuesto es una carta de navegación anual para cada administración de gobierno sobre lo qué estima que podrá hacer con cada recurso que recauda de sus ciudadanos. Además, es una señal para todos los agentes económicos nacionales e internacionales para tomar decisiones en determinada dirección.
Lamentablemente, desde inicios de este milenio, nuestro país no ha tenido la oportunidad de cumplir con esa sana discusión democrática acerca de qué haremos anualmente con los recursos financieros, dónde haremos énfasis de inversión, cuál será el objetivo específico de determinada emisión de deuda, cuántos activos tenemos disponibles, etc. Ni mucho menos sabemos cuánto proyectamos crecer, si la demanda interna caerá, si el tipo de cambio se mantendrá, cuál sector económico aportará mayores ingresos tributarios, quién recibirá mayores subsidios o si las variaciones del precio del petróleo nos servirán de algo.
La administración económica y financiera del Estado es una de las tareas más básicas de los gobiernos de turno y, por cierto, una de las que necesita más transparencia, responsabilidad y mecanismos de rendición de cuenta. La legislación vigente exige el cumplimiento de aquello, pero ya sabemos que hoy las obligaciones legales son letra muerta en muchos ámbitos, porque se quebraron hace rato las garantías del cumplimiento de los principios, derechos y deberes de nuestra Constitución, las leyes y los tratados internacionales suscritos por Venezuela.
Cuando se recupere la democracia, esta debe ser una de las prioridades para promover la estabilidad política/económica que ayuden a una rápida recuperación y, claramente, para poner en el centro el quehacer de un Estado moderno enfocado en el servicio de los ciudadanos. Por lo pronto, solo resta seguir caminando con los ojos vendados, intentar sobrevivir con supuestos propios y envidiar a aquellos países que tienen este saludable debate democrático.
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Las opiniones expresadas en esta sección son de entera responsabilidad de sus autores.
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Por estos días, la mayoría de los países cumplen con la tradición republicana que exige cada Constitución nacional en relación con la presentación de la Ley de Presupuesto. Dicho de otra manera, generalmente el último trimestre de cada año, los gobiernos entregan una formulación presupuestaria al Congreso de su país para que sea debatida por los parlamentarios, donde, en esencia, se describe cuáles serán los ingresos proyectados, cómo serán gastados cada uno de ellos, si vamos a endeudarnos un poco más o si haremos uso de algunos ahorros.
Por tanto, la Ley de Presupuesto es una carta de navegación anual para cada administración de gobierno sobre lo qué estima que podrá hacer con cada recurso que recauda de sus ciudadanos. Además, es una señal para todos los agentes económicos nacionales e internacionales para tomar decisiones en determinada dirección.
Lamentablemente, desde inicios de este milenio, nuestro país no ha tenido la oportunidad de cumplir con esa sana discusión democrática acerca de qué haremos anualmente con los recursos financieros, dónde haremos énfasis de inversión, cuál será el objetivo específico de determinada emisión de deuda, cuántos activos tenemos disponibles, etc. Ni mucho menos sabemos cuánto proyectamos crecer, si la demanda interna caerá, si el tipo de cambio se mantendrá, cuál sector económico aportará mayores ingresos tributarios, quién recibirá mayores subsidios o si las variaciones del precio del petróleo nos servirán de algo.
La administración económica y financiera del Estado es una de las tareas más básicas de los gobiernos de turno y, por cierto, una de las que necesita más transparencia, responsabilidad y mecanismos de rendición de cuenta. La legislación vigente exige el cumplimiento de aquello, pero ya sabemos que hoy las obligaciones legales son letra muerta en muchos ámbitos, porque se quebraron hace rato las garantías del cumplimiento de los principios, derechos y deberes de nuestra Constitución, las leyes y los tratados internacionales suscritos por Venezuela.
Cuando se recupere la democracia, esta debe ser una de las prioridades para promover la estabilidad política/económica que ayuden a una rápida recuperación y, claramente, para poner en el centro el quehacer de un Estado moderno enfocado en el servicio de los ciudadanos. Por lo pronto, solo resta seguir caminando con los ojos vendados, intentar sobrevivir con supuestos propios y envidiar a aquellos países que tienen este saludable debate democrático.
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Las opiniones expresadas en esta sección son de entera responsabilidad de sus autores.
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