El tema de los curas pederastas se repite como una letanía, por los siglos de los siglos, hasta ahora y, muy probablemente, por un tiempo más. Algunos hombres que llevan la palabra de Dios a los católicos, curas o sacerdotes, han abusado sexualmente de jóvenes feligreses.
Varias investigaciones, realizadas por fiscales generales en estados y países, arrojan cifras espeluznantes sobre violaciones de niños y niñas cometidas por sacerdotes. Por ejemplo, el fiscal general de Illinois, EEUU, publicó un documento que refiere abusos sexuales y/o violaciones a más de 2.000 menores por parte de 450 clérigos, entre 1950 y 2010.
Las cifras nunca reflejan el total de los casos ocurridos dado el secreto que las víctimas, los violadores y las instituciones religiosas guardan ante esas diabólicas acciones.
Recientemente, el más prestigioso periódico de España ha informado la existencia del diario personal de un sacerdote jesuita en el cual reconoce haber violado al menos a 85 niños en Bolivia y otros países latinoamericanos, donde ejerció desde los años 70 hasta principio de este siglo cuando, imaginamos, fue llamado no por Dios sino por el diablo.
De acuerdo con la información publicada hasta ahora, el cura confiesa sus delitos, manifiesta su arrepentimiento y habla de la ayuda que buscó en sus confesores, en instancias superiores de la orden a la que pertenecía –la jesuita– y en algunos miembros de la cúpula de la iglesia católica. Al confesar los delitos sexuales que estaba cometiendo solo recibió silencio y hasta apoyo de otros sacerdotes, algunos de los cuales también han sido denunciados por casos de pederastia. Enardece leer lo leído.
Pocos días después de la noticia de la existencia del diario del cura pederasta, en Barcelona, España, estalló otro escándalo por la denuncia de exalumnos de un prestigioso colegio regentado por jesuitas que afirman haber sido abusados sexualmente por algunos de los sacerdotes.
La orden de los jesuitas es una de las más prestigiosas de la iglesia católica –la que yo, personalmente, más admiro– por la calidad de la educación que imparte en los países donde se ha instalado, lo que implica la exigente formación intelectual que le dan a sus miembros y su involucración en asuntos sociales. El actual papa es jesuita.
Por compasión con las víctimas de abusos sexuales y sus familias, la iglesia católica debería actuar con una disciplina ejemplar ante los curas pederastas, cualquiera sea la orden a la que pertenezcan.
Los abusos sexuales de algunos sacerdotes católicos a sus feligreses no tiene que ver con la orden en la que se han formado sino con el intrincado y enigmático mundo de la iglesia católica y la férrea estructura de esa institución donde, entre otras cosas, el secreto es sagrado.
Uno de los votos de quienes ejercen el sacerdocio católico es el celibato o el renunciar a los placeres de la carne y la entrega a la dicha en comunión con Dios. Pareciera que ese voto se ha perdido en el tiempo.
En instituciones católicas, iglesias, colegios, seminarios, casas parroquiales, internados donde la concentración de varones y los deseos sexuales de los curas se juntan, algunos curas, haciendo uso de su poder, abusan de algunos niños y adolescentes para saciar sus deseos. La alta jerarquía de la iglesia católica debería aprender de lo que hacen otras iglesias con los deseos sexuales de sus miembros.
El diario del cura pederasta es una prueba más, quizás de las más patéticas y fehacientes, de la corruptela que existe en las cúpulas de la iglesia católica cuando se enteran de los delitos sexuales de algunos de sus clérigos y los encubren.
La mayoría de las denuncias de víctimas de abusos sexuales por parte de sacerdotes católicos quedan en la nada. Algunas autoridades eclesiásticas se hacen las ciegas, las sordas y, en la medida que les es posible, obstaculizan las investigaciones de las autoridades. La complicidad lleva a la impunidad y la impunidad a “aquí no ha pasado nada”.
La complicidad de ciertas autoridades de la iglesia católica con sus sacerdotes pederastas golpea más a las víctimas. Los niños y adolescentes que denuncian haber sido obligados por un sacerdote a besarlo en la boca, a desnudarse frente a él, a masturbarlo, a meterse el pene del cura en la boca o voltearse para ser penetrados, quieren oír, como mínimo, el perdón de la institución, pero poco o nada se oye.
El perdón no cura pero podría aliviar algo el dolor de la herida psicológica y moral que algún cura pederasta infringió a la víctima y a su familia. Lo peor de las denuncias sobre curas pederastas es que no solo son hechos del pasado.
La alta jerarquía de la iglesia católica tiene la palabra y las familias católicas tienen que estar atentas.
***
Las opiniones expresadas en esta sección son de entera responsabilidad de sus autores.
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El tema de los curas pederastas se repite como una letanía, por los siglos de los siglos, hasta ahora y, muy probablemente, por un tiempo más. Algunos hombres que llevan la palabra de Dios a los católicos, curas o sacerdotes, han abusado sexualmente de jóvenes feligreses.
Varias investigaciones, realizadas por fiscales generales en estados y países, arrojan cifras espeluznantes sobre violaciones de niños y niñas cometidas por sacerdotes. Por ejemplo, el fiscal general de Illinois, EEUU, publicó un documento que refiere abusos sexuales y/o violaciones a más de 2.000 menores por parte de 450 clérigos, entre 1950 y 2010.
Las cifras nunca reflejan el total de los casos ocurridos dado el secreto que las víctimas, los violadores y las instituciones religiosas guardan ante esas diabólicas acciones.
Recientemente, el más prestigioso periódico de España ha informado la existencia del diario personal de un sacerdote jesuita en el cual reconoce haber violado al menos a 85 niños en Bolivia y otros países latinoamericanos, donde ejerció desde los años 70 hasta principio de este siglo cuando, imaginamos, fue llamado no por Dios sino por el diablo.
De acuerdo con la información publicada hasta ahora, el cura confiesa sus delitos, manifiesta su arrepentimiento y habla de la ayuda que buscó en sus confesores, en instancias superiores de la orden a la que pertenecía –la jesuita– y en algunos miembros de la cúpula de la iglesia católica. Al confesar los delitos sexuales que estaba cometiendo solo recibió silencio y hasta apoyo de otros sacerdotes, algunos de los cuales también han sido denunciados por casos de pederastia. Enardece leer lo leído.
Pocos días después de la noticia de la existencia del diario del cura pederasta, en Barcelona, España, estalló otro escándalo por la denuncia de exalumnos de un prestigioso colegio regentado por jesuitas que afirman haber sido abusados sexualmente por algunos de los sacerdotes.
La orden de los jesuitas es una de las más prestigiosas de la iglesia católica –la que yo, personalmente, más admiro– por la calidad de la educación que imparte en los países donde se ha instalado, lo que implica la exigente formación intelectual que le dan a sus miembros y su involucración en asuntos sociales. El actual papa es jesuita.
Por compasión con las víctimas de abusos sexuales y sus familias, la iglesia católica debería actuar con una disciplina ejemplar ante los curas pederastas, cualquiera sea la orden a la que pertenezcan.
Los abusos sexuales de algunos sacerdotes católicos a sus feligreses no tiene que ver con la orden en la que se han formado sino con el intrincado y enigmático mundo de la iglesia católica y la férrea estructura de esa institución donde, entre otras cosas, el secreto es sagrado.
Uno de los votos de quienes ejercen el sacerdocio católico es el celibato o el renunciar a los placeres de la carne y la entrega a la dicha en comunión con Dios. Pareciera que ese voto se ha perdido en el tiempo.
En instituciones católicas, iglesias, colegios, seminarios, casas parroquiales, internados donde la concentración de varones y los deseos sexuales de los curas se juntan, algunos curas, haciendo uso de su poder, abusan de algunos niños y adolescentes para saciar sus deseos. La alta jerarquía de la iglesia católica debería aprender de lo que hacen otras iglesias con los deseos sexuales de sus miembros.
El diario del cura pederasta es una prueba más, quizás de las más patéticas y fehacientes, de la corruptela que existe en las cúpulas de la iglesia católica cuando se enteran de los delitos sexuales de algunos de sus clérigos y los encubren.
La mayoría de las denuncias de víctimas de abusos sexuales por parte de sacerdotes católicos quedan en la nada. Algunas autoridades eclesiásticas se hacen las ciegas, las sordas y, en la medida que les es posible, obstaculizan las investigaciones de las autoridades. La complicidad lleva a la impunidad y la impunidad a “aquí no ha pasado nada”.
La complicidad de ciertas autoridades de la iglesia católica con sus sacerdotes pederastas golpea más a las víctimas. Los niños y adolescentes que denuncian haber sido obligados por un sacerdote a besarlo en la boca, a desnudarse frente a él, a masturbarlo, a meterse el pene del cura en la boca o voltearse para ser penetrados, quieren oír, como mínimo, el perdón de la institución, pero poco o nada se oye.
El perdón no cura pero podría aliviar algo el dolor de la herida psicológica y moral que algún cura pederasta infringió a la víctima y a su familia. Lo peor de las denuncias sobre curas pederastas es que no solo son hechos del pasado.
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