Desde que los griegos comenzaron a hablar de política en el siglo IV (a.C.) -preocupados por organizar la sociedad para concienciar sus derechos y el cultivo de valores morales de categórica necesidad- el concepto de democracia empezó a arraigarse no sólo en el pensamiento de la gente, sino también en el orgullo del absolutismo de gobernantes dominados por la rapacidad. Aunque su concepción degeneró por la ambición desmedida de quienes no alcanzaron a comprender que gobernar no era un problema de naturaleza únicamente fáctica. También era de carácter moralizador. Platón explicaba que “donde el mando es codiciado y disputado, no puede haber buen gobierno ni reinará la concordia”.
Que la democracia en sus inicios se haya topado con conflictos, no significaba otra cosa distinta de la zozobra que produjo entre quienes presumían que gobernar era un asunto de imposiciones; o que coartando las libertades podía llegarse a resultados más acordes. Nada más alejado de tales presunciones.
Sin embargo, con el discurrir de los tiempos, especialmente aquellos caracterizados por enfrentamientos incitados por el poder político y económico, fue transfigurándose el concepto y praxis de la democracia.
Hoy día, la democracia no sólo llegó a remozarse en sus más internos fueros, también, con su excusa, se pervirtió logrando que en su nombre se cometieran los más atroces desatinos. No sólo de índole humanitario. Igualmente de fondo moral toda vez que la corrupción consiguió en su recorrido el discurso, las oportunidades y los pretextos para transgredir sus fundamentos de manera sigilosa y encubierta.
El caso Venezuela es el ejemplo más patético, aunque desvergonzado, del cual se tenga razón para escribir otra historia. Una historia inducida por anti-valores. Una historia discordante ante la que se describe cómo se forjó la Independencia que fecundó a Venezuela el 5 de julio de 1811.
Dos siglos después, la tragedia embargó al país convirtiéndolo en receptáculo de inquinas. De animosidades que, desde los cenáculos del poder político, lograron fracturarla en partes de difícil reconciliación. Tanto así, que las nuevas realidades que el socialismo del siglo XXI inoculó, sirvieron para trastocar y hasta borrar el temperamento que siempre caracterizó al venezolano tradicional. O sea, su condescendencia, hospitalidad, solidaridad y sencillez.
El país se extravió al dilapidar el régimen bolivariano no sólo recursos financieros, sino su talento humano, sus capacidades y potencialidades cognoscitivas. Ahora Venezuela ha comenzado a vivir en un plano de oscuridad, donde podría vaticinarse un furioso retroceso con respecto a los países de la región. Países vecinos que en otrora se valieron de las utilidades del negocio petrolero venezolano y del populismo que ello convalidó, para subsistir y crecer entre las dificultades que incita el desarrollo.
La gobernabilidad del país, entendida como el equilibrio que debe concebirse entre las demandas de la sociedad y la capacidad de respuesta del sistema político imperante, fue ignorada. Poco o nada fue entendida y atendida. Muy lejos de tan especificas intenciones, con el cuento de la revolución “pacífica pero armada”, el gobierno concentró atención y recursos a la elaboración de una estrategia de poder cuyos escarceos apenas se tradujeron en fríos planes socialistas, programas bolivarianos y propuestas revolucionarias. Así, descuidó la estrategia de orden que requería el hecho de asumir la responsabilidad de gobernar. Por tanto, la oferta electoral y el discurso político se transformaron en desnudas promesas y letra muerta que incitó la indignación que hoy vive la sociedad venezolana.
Así que frente a tantas contradicciones encubiertas es absurdo seguir convocando a un pueblo a apoyar un régimen para el cual la acepción de democracia fue reducida a ilusorias realidades. ¿O acaso es posible gobernar un país obligándolo a soportar hondas penurias disfrazadas de falsas libertades y escuetos derechos? O sea, padeciendo una ¿democracia autoritaria y adulona?
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