¿Es necesario que transitemos a lo largo de un proceso constituyente en estos momentos? La verdad es que yo diría que sí. Haría, claro, la salvedad de que el proceso constituyente que necesitamos no es precisamente el que nos está planteando el gobierno. A saber: La Constitución es un cuerpo de normas que estructura los contenidos de nuestra convivencia colectiva. La definición de esas normas responde a un problema de técnica legislativa a través del cual -si las cosas se hacen bien- uno tendría entre manos un articulado coherentemente tejido, mediante el cual se regulan los diferentes ámbitos del quehacer de la sociedad, en un momento determinado.
El problema constituyente, entonces, no se define en la construcción técnica de la norma, sino en el momento previo. Es decir, cuando hablamos de establecer un arreglo constitucional debemos preocuparnos, en realidad, por aquello que pasa en el momento pre-constitucional. La Constitución, a fin de cuentas, es un contrato que es suscrito (o no) por la totalidad de los miembros de una sociedad. Dentro de éste se encuentra definida la naturaleza del arreglo político que tiene un alcance en el presente pero define nuestro futuro; establece los contenidos de lo que somos como sociedad, de nuestras aspiraciones públicas, de nuestras interacciones e intercambios de carácter social. No es poca cosa esa de ponerse a escribir una constitución.
Cuando uno lanza una mirada sobre el país se da cuenta de que las cosas, tal y como están planteadas, no funcionan. No funcionan en los términos de nuestra convivencia colectiva. Así como la Constitución de 61 se había deslegitimado, víctima de los múltiples desmanes de nuestra clase política de aquellos tiempos, la del 99 ha sido devorada por la mala administración, la corrupción y por nuestra incapacidad de alcanzar acuerdos mínimos, de conversar, de avanzar en la construcción de un futuro común que nos incluya a todos. No es casual que, luego de casi 20 años de polarización, los niveles de conflictividad social hayan aumentado hasta el absurdo.
Vivimos en una sociedad excluyente, resentida, problematizada. Nuestro contrato colectivo está roto lo que nos coloca ante una situación potencialmente peligrosa y violenta. Nos encontramos ante una ruptura de la moralidad que no se resuelve pura y simplemente con un cambio de gobierno. Acá es imprescindible que se plantee una transformación profunda de nuestra institucionalidad, que se redefinan los sistemas de incentivos y la manera como nos interrelacionamos. El asunto es tan grave que es necesario iniciar un proceso de reconocimiento del otro, de su derecho a existir. Acá se hace necesario reinventarnos como sociedad, revalorizar nuestro pasado, revisar aquello que es común entre nosotros, los valores que compartimos, vernos de cara al futuro que esperamos poder construir antes de irnos a las manos.
Se plantea entonces una pregunta crucial: ¿Cómo desmontamos la posibilidad de que transitemos hacia una situación de confrontación cuyas dimensiones pueden llegar a ser desconocidas? Si la violencia se desborda el horror que hemos vivido en los últimos tres meses podría llegar a parecernos un juego de niños. Es imprescindible que evitemos un conflicto que, más allá de los discursos irresponsables, la mayoría no quiere vivir. Hablo acá de la violencia institucionalizada, que nos viene desde el gobierno, y de la otra, que nos llega del cualquier parte.
Hace falta un nuevo contrato colectivo, pero no uno construido desde la exclusión del otro. La definición de lo que somos no puede ser materia exclusiva de quienes ejercen el poder. Debería ser posible ampliar la base de discusión de nuestro proyecto colectivo a los efectos de incorporar de manera amplia a la mayoría de los sectores que hacen vida en el país, debería ser posible considerar de manera amplia la totalidad de los intereses que se juegan en esta sociedad en este momento de nuestra historia, debería ser posible sentarnos a conversar con el otro desde una racional constructiva, debería ser posible avanzar lejos de esta lógica de la destrucción en la cual nos encontramos.
Para ello es necesario establecer un espacio de encuentro, un espacio para hacer política. Ciertamente hemos perdido nuestro rumbo como sociedad, caminamos dando tumbos mientras la infraestructura se cae a pedazos, la gente se deprime por no tener que comer, se reducen las expectativas y crece la confrontación violenta. La cosa preocupa porque al parecer no se está considerando de manera suficiente las cosas que estamos poniendo en juego.
Transitamos a lo largo de una alocada ruleta rusa en la cual todos, en el largo plazo, podemos resultar perdedores. Uno siente que es imprescindible que nos alejemos de los extremos y reinventemos el centro. A lo mejor es posible que desde allí podamos empezar a hacer política. Es decir empezar a construir arreglos que funcionen, incluir, reinventarnos como sociedad democrática. El tiempo dirá; lo cierto es que plantearse una constituyente excluyente en medio de este marasmo no parece una buena solución porque el ‘momento pre-constituyente’ no es el apropiado.
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Excelente Dr. Latouche. Coincidimos en nuestra perspectiva desde la cual analizamos el devenir socio-político de la Venezuela contemporánea, al igual que en nuestro ideal de hacer ciudadanía y por ende de política. Los extremismos (que no la polarización) de nuestra conducta nos han conducido a esto: a blanquear el espacio de convergencia, de acuerdos y encuentros que nos permitan construir, pues nos hemos dedicado a destruirnos mutuamente y la consecuencia es lo que tenemos hoy en día. Debemos por tanto construir COMUNIDAD, y como bien usted señala, la vía para lograrlo es reconocer al otro, incluirlo. no negándolo ni tachándolo. Así, y solamente así, podríamos garantizar que la reconfiguración de nuestra estructura social (y por ende política) se traduzca en la refundición de los estatutos de nuestro contrato social.
Lamentablemente, eso parece hoy en día más una utopía que un hecho factible.