OPINIÓN · 3 JUNIO, 2017 20:04

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Miguel Ángel Latouche | @miglatouche

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¿Es posible establecer un proceso constitucional democrático desde una perspectiva que no sea estrictamente imparcial? Esa es una pregunta fundamental dentro de nuestra particular situación política. Nos hemos desgastado en una discusión de Derecho Constitucional, asociada con la estricta interpretación de los contenidos de los artículos 347, 348, 349 de la Constitución vigente, sin darnos cuenta de que el problema es mucho más complejo. A fin de la historia tendríamos que reconocer que el problema de Derecho tiene que ver con la interpretación de la norma y que siempre habrá, como en efecto ha habido, la posibilidad de interpretaciones diversas, algunas de ellas muy convincentes por lo demás.

Digo que nuestro problema es mucho más complejo porque se trata de un problema de filosofía política, que impacta de manera directa sobre la manera como se va a construir nuestra vida republicana en el futuro inmediato. «Los Dioses confunden a los que quieren perder». Sin duda, un hado perverso anda por allí, empeñado en confundir nuestras percepciones, en hacernos creer que el problema venezolano se limita a la distribución de espacios de poder, o la manera como los Magistrados y los Doctos «leen» el espíritu del Constituyente, o a cómo nos repartimos, y entre quiénes, la chequera petrolera. Ojalá fuese así, el asunto se resolvería de manera mucho más sencilla, por vía del consenso o de la imposición.

Llama la atención que en casi 20 años no hayamos logrado superar las dinámicas de una polarización política que es cada vez más violenta. Es evidente que algo funciona mal en los mecanismos institucionales que regulan las interacciones sociales, que distribuyen costos y beneficios entre nosotros, que definen los contenidos de nuestra convivencia colectiva. Todo esto es el resultado, en mi opinión, de pensar que una Constitución, la de 1999, es pura y simplemente un cuerpo de normas que están allí para ser observadas.

Hemos olvidado que una Constitución no es otra cosa que un contrato de carácter colectivo que nos involucra a todos, que su convocatoria desata fuerzas telúricas que nos trascienden en lo individual, que define los contenidos de nuestro presente y de nuestro futuro, que impacta sobre nuestra manera de interactuar con los demás, que define los contenidos de la vida republicana y los límites de la acción individual. Convocar esas fuerzas no es cuestión de juego, a fin de cuentas nos estamos jugando el futuro.

De allí que sea necesario entender que las consecuencias de la construcción constitucional, se juegan en el momento pre-constitucional. Es decir, en el momento previo a la conformación del cuerpo legal, en el momento en el cual se pesan los intereses individuales y colectivos, en el que se decide cuál es el proyecto de sociedad que queremos construir en el futuro, en el momento en el que nos obligamos a escucharnos sin excluirnos, sin descalificarnos, sin entredevorarnos. Hacerlo de una manera diferente, no es otra cosa que construir un mecanismo de exclusión muy peligroso que deja sin voz a demasiada gente, gente que tenemos la responsabilidad de incorporar al devenir de nuestra vida en común. No se puede borrar de un plumazo la existencia del otro sin que, eventualmente, enfrentemos las consecuencias.

Puesto de otro modo, uno debe ir a un proceso constituyente democrático lleno de dudas; dudas acerca de las consecuencias de sus actos y con plena consciencia de que el otro tiene derecho a existir en tanto que miembro pleno del acuerdo democrático. Hacerlo de otra manera nos coloca frente a otra cosa. Estamos en presencia de una ruptura profunda de los equilibrios sociales. Yo creo que enfrentamos un momento que ciertamente amerita que suscribamos un nuevo contrato colectivo. Para ello es necesario definir con imparcialidad los contenidos del proyecto de país que debemos construir a los efectos de garantizar equidad y justicia en la construcción del arreglo colectivo fundacional.

Lamentablemente no es lo que vemos en la propuesta que hace el Presidente de la República. Más bien estamos en presencia de una propuesta que parece excluir más de lo que incluye, que plantea una visión limitada e interesada del país en lugar de una múltiple.

Creo que era importante plantearse una revisión de las bases comiciales, sentarse a negociar cosas, hacer planteamientos políticos que vayan más allá de las marchas constantes, de las marchas cansonas, de las marchas que no llegan a ninguna parte. Hacer política es otra cosa.

Lamentablemente, parece que ya estamos muy tarde y nos enfrentaremos, una vez más, a la acción de una facción que juega sola. Estamos atrapados por los radicales de lado y lado: esos que no escuchan, que creen que se las saben todas, que nos llevan por «la calle de la amargura». Lo malo es que esta vez no luce posible que en el futuro cercano «se enderecen las cargas en el camino».

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¿Es posible establecer un proceso constitucional democrático desde una perspectiva que no sea estrictamente imparcial? Esa es una pregunta fundamental dentro de nuestra particular situación política. Nos hemos desgastado en una discusión de Derecho Constitucional, asociada con la estricta interpretación de los contenidos de los artículos 347, 348, 349 de la Constitución vigente, sin darnos cuenta de que el problema es mucho más complejo. A fin de la historia tendríamos que reconocer que el problema de Derecho tiene que ver con la interpretación de la norma y que siempre habrá, como en efecto ha habido, la posibilidad de interpretaciones diversas, algunas de ellas muy convincentes por lo demás.

Digo que nuestro problema es mucho más complejo porque se trata de un problema de filosofía política, que impacta de manera directa sobre la manera como se va a construir nuestra vida republicana en el futuro inmediato. «Los Dioses confunden a los que quieren perder». Sin duda, un hado perverso anda por allí, empeñado en confundir nuestras percepciones, en hacernos creer que el problema venezolano se limita a la distribución de espacios de poder, o la manera como los Magistrados y los Doctos «leen» el espíritu del Constituyente, o a cómo nos repartimos, y entre quiénes, la chequera petrolera. Ojalá fuese así, el asunto se resolvería de manera mucho más sencilla, por vía del consenso o de la imposición.

Llama la atención que en casi 20 años no hayamos logrado superar las dinámicas de una polarización política que es cada vez más violenta. Es evidente que algo funciona mal en los mecanismos institucionales que regulan las interacciones sociales, que distribuyen costos y beneficios entre nosotros, que definen los contenidos de nuestra convivencia colectiva. Todo esto es el resultado, en mi opinión, de pensar que una Constitución, la de 1999, es pura y simplemente un cuerpo de normas que están allí para ser observadas.

Hemos olvidado que una Constitución no es otra cosa que un contrato de carácter colectivo que nos involucra a todos, que su convocatoria desata fuerzas telúricas que nos trascienden en lo individual, que define los contenidos de nuestro presente y de nuestro futuro, que impacta sobre nuestra manera de interactuar con los demás, que define los contenidos de la vida republicana y los límites de la acción individual. Convocar esas fuerzas no es cuestión de juego, a fin de cuentas nos estamos jugando el futuro.

De allí que sea necesario entender que las consecuencias de la construcción constitucional, se juegan en el momento pre-constitucional. Es decir, en el momento previo a la conformación del cuerpo legal, en el momento en el cual se pesan los intereses individuales y colectivos, en el que se decide cuál es el proyecto de sociedad que queremos construir en el futuro, en el momento en el que nos obligamos a escucharnos sin excluirnos, sin descalificarnos, sin entredevorarnos. Hacerlo de una manera diferente, no es otra cosa que construir un mecanismo de exclusión muy peligroso que deja sin voz a demasiada gente, gente que tenemos la responsabilidad de incorporar al devenir de nuestra vida en común. No se puede borrar de un plumazo la existencia del otro sin que, eventualmente, enfrentemos las consecuencias.

Puesto de otro modo, uno debe ir a un proceso constituyente democrático lleno de dudas; dudas acerca de las consecuencias de sus actos y con plena consciencia de que el otro tiene derecho a existir en tanto que miembro pleno del acuerdo democrático. Hacerlo de otra manera nos coloca frente a otra cosa. Estamos en presencia de una ruptura profunda de los equilibrios sociales. Yo creo que enfrentamos un momento que ciertamente amerita que suscribamos un nuevo contrato colectivo. Para ello es necesario definir con imparcialidad los contenidos del proyecto de país que debemos construir a los efectos de garantizar equidad y justicia en la construcción del arreglo colectivo fundacional.

Lamentablemente no es lo que vemos en la propuesta que hace el Presidente de la República. Más bien estamos en presencia de una propuesta que parece excluir más de lo que incluye, que plantea una visión limitada e interesada del país en lugar de una múltiple.

Creo que era importante plantearse una revisión de las bases comiciales, sentarse a negociar cosas, hacer planteamientos políticos que vayan más allá de las marchas constantes, de las marchas cansonas, de las marchas que no llegan a ninguna parte. Hacer política es otra cosa.

Lamentablemente, parece que ya estamos muy tarde y nos enfrentaremos, una vez más, a la acción de una facción que juega sola. Estamos atrapados por los radicales de lado y lado: esos que no escuchan, que creen que se las saben todas, que nos llevan por «la calle de la amargura». Lo malo es que esta vez no luce posible que en el futuro cercano «se enderecen las cargas en el camino».

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