Sophia Kolosov cursa el cuarto grado en una escuela alemana de Sajonia durante las mañanas; al caer la tarde se conecta a las clases virtuales de su antigua escuela en Ucrania. Desde la pantalla de la computadora la maestra le dice que la extraña y que espera verla pronto; Sophia, esa pequeña venezolana de nueve años que habla ucraniano con fluidez, siempre ha sido su mejor estudiante.

La niña echa de menos a la docente y a sus amigos; también a sus abuelos, sus juguetes y un cachorro. Pero, sobre todo, añora a Dimitri, su padre.

Ya pasó un año desde que su mamá y ella cruzaron 1.668,5 kilómetros hasta llegar a Alemania con nada más que una pequeña maleta; huían de una guerra que comenzó el 24 de febrero de 2022, cuando los rusos ingresaron por las zonas fronterizas e invadieron Ucrania.

Konotop, la ciudad donde creció Sophia, cayó en cuestión de días.

Durante el último abrazo que ambos se dieron, en marzo del año pasado, su papá prometió que volverían a verse pronto. Pero las semanas corren y Dimitri aún no atraviesa la puerta del pequeño apartamento de Sajonia.

Mientras su hija está estudiando, Glenda Boscán se esfuerza por aprender alemán. Apenas sabe decir unas cuantas frases, pero se niega a rendirse a sus 32 años; necesita quedarse en Europa, volver a Venezuela, su nación de origen, no es una alternativa.

Su vida se quedó en la provincia de Sumy, en el hogar que formó con Dimitri, al noreste ucraniano y muy cerca de la frontera con Rusia. Piensa constantemente en su esposo, en el posible reencuentro y en el final de la guerra que les arrebató casi todo en un parpadeo.

Rememora también, como lo hace la mayoría de los refugiados, su huida a través de un país destrozado. Es un recuerdo cercano y muy claro; los buses que tomó, las manos amigas, las historias de mujeres solas y de niños abandonados, la desesperación por llegar a un destino seguro.

“La situación aquí, respecto de los migrantes que vienen de países latinoamericanos, no es tan fácil como lo fue para mí, que venía escapando de Ucrania. Y la verdad estoy agradecida de que Alemania nos abriera las puertas”, comenta Glenda a Efecto Cocuyo, en contacto vía telefónica.

Si hay otra a quien le tiene que agradecer es a Anetta, asegura; una amiga polaca sin la que no habría podido llegar a Sajonia.

“En el mundo todavía hay quien te tiende la mano sin esperar nada a cambio. Eso lo aprendes en medio de las peores situaciones”, afirma Boscán. A la fecha, no hay cifras oficiales de cuántos venezolanos lograron escapar del conflicto armado.

Para febrero de 2022 había poco más de 3.000 latinoamericanos en regiones de Ucrania, según los registros de los gobiernos de Argentina, Perú, Chile, Colombia y Ecuador. Este último reportó el mayor número, la Cancillería de la nación informó que tuvo que evacuar al menos a 700 ciudadanos ecuatorianos en más de 20 localidades. No obstante, Venezuela no posee ninguna representación diplomática en los límites ucranianos y el gobierno de Nicolás Maduro no informó sobre planes de apoyo para aquellos connacionales atrapados a raíz del conflicto.

Huyendo de una guerra

Glenda llevaba cuatro años viviendo en Konotop con su esposo, su única hija y sus suegros, en un vecindario tranquilo y lleno de pequeños huertos e invernaderos. Jamás había visto un tanque hasta el 25 de febrero de 2022, cuando las enormes máquinas rusas ingresaron a la ciudad dejando surcos en las calles enlodadas.

Cinco días después, los militares amenazaron con arrasar la localidad por completo si esta no se rendía. Tras momentos tensos, el alcalde alzó una hipotética bandera blanca: les exigió dejar en paz a los habitantes y a cambio no se levantaría resistencia alguna. No obstante, este acuerdo le erizaba la piel a Glenda. Sabía que en cualquier momento las cosas podrían cambiar y que los soldados cercaban la urbe.

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Ucrania entera estaba en guerra, las bombas sonaban peligrosamente cerca y los vecinos apagaban la luz al anochecer para evitar convertirse en un desafortunado blanco de pilotos enemigos.

Las opciones para salir de Konotop eran reducidas; Sophia y ella no tenían pasaportes vigentes ni la nacionalidad de Dimitri. La chiquilla nació a 9.000 kilómetros de distancia, en Venezuela; el proceso para legalizar su estancia en Ucrania se había estancado por la burocracia y la invasión de Rusia hacía imposible ir hasta alguna oficina de identificación.

Llegar hasta la frontera rusa e intentar arribar a Moscú era una idea que espantaba a Dimitri. “Te van a deportar a Venezuela con Sophia porque no tienes pasaporte”, repetía a su esposa. Volar hasta Polonia tampoco constituía una alternativa y cruzar 1.259 kilómetros (15 horas aproximadas) por tierra y sin ayuda era un suicidio.

A mediados de marzo, Boscán comenzaba a desesperarse cuando un amigo venezolano le envió un enlace para unirse a un grupo de WhatsApp, que prometía ayudar a los connacionales a salir de Ucrania.

“Cuando entré al grupo, nada más había como diez personas. Parecía más bien un grupo político. Pero una señora polaca estaba brindando ayuda, ella pertenece a un grupo religioso que se había organizado en Polonia para darle apoyo a los refugiados. ¿Cuál era la ayuda? Te acogían en sus casas, te alimentaban y en general estaban pendientes de ti. Esa mujer, Anetta, me impulsó a salir con mi hija”, cuenta Glenda.

Antes de que terminara el mes, tomó la mejor ropa de Sophia y la acomodó en una maleta ligera, mientras Dimitri permanecía en silencio. En febrero, el gobierno de Volodimir Zelenski prohibió que cualquier hombre mayor de 18 años saliese del territorio ucraniano, lo que significaba que él no podría acompañarlas y tendrían que viajar solas, por lo menos al principio.

Después de un abrazo familiar que duró largos minutos, Glenda aferró la mano de Sophia y ambas emprendieron el viaje de 127 kilómetros hasta Sumy, la capital de la región homónima, que había sido atacada con bombas de 500 kilogramos el 7 de marzo. Un corredor humanitario permanecía suspendido allí, pero Anetta le aseguró que una amiga suya recibiría a madre e hija para ayudarlas.

Rezando por no caer en una red de trata de migrantes, consiguieron llegar al destino. Un par de días más tarde abordaron un autobús directo a la frontera con Polonia.

En autobús hasta Alemania

“Cuando llegas a la frontera hay muchas organizaciones que ayudan, como la Cruz Roja. A mí me vieron con la niña y me dijeron que me quedara hasta la mañana. Te dan comida, té, cama y agua caliente. En la mañana siguiente salimos. En la estación del tren había unas 2.000 personas. Pero yo preferí tomar el autobús”, narra Glenda.

Salió de Ucrania el 26 de marzo de 2022; Anetta las esperó en uno de los terminales de bus de Varsovia, la capital polaca, y se hospedaron en la ciudad durante 15 días.

El servicio fronterizo de Polonia informó a mediados del año anterior que 5,5 millones de personas salieron de Ucrania hasta la nación vecina desde el inicio de la guerra. Para 2023 la cifra se duplicó, según las autoridades; no todos se quedan, en realidad suele ser un destino de tránsito mientras que el objetivo es ingresar a otros países de Europa como España, República Checa, Italia y Reino Unido; aunque Glenda y Sophia no lo sabían, cuando ellas pisaron Varsovia ya había 300 mil refugiados en la urbe.

“Yo me iba a ir a España, pero me recomendaron Alemania. Aquí tengo un amigo venezolano que nos recibió y nos llevó al sitio donde estaban registrando a las personas que venían de Ucrania. De ahí nos llevaron a un refugio. Fue un proceso tedioso, pero corto”, explica Boscán. A pesar de la falta de papeles, el gobierno alemán les otorgó ayuda económica a madre e hija al cabo de unas semanas.

Las dos fueron asignadas a un edificio en el distrito de Mittelsachsen, uno de los diez que conforman el estado de Sajonia, en el centro-este alemán. Es un lugar lleno de árboles y casas con los tejados naranjas, que se extiende hasta las llanuras entre Leipzig y Dresde.

“Pude inscribir a la niña en una escuela en clases presenciales acá, pero su maestra ucraniana me rogó que no la sacara de la escuela allá, ella adora a Sophia; la conoce desde primer grado. Por la guerra ahora las clases son virtuales; entonces Sophia va a la escuela en Alemania y también en Ucrania. Nos conviene, para que ella termine el grado y la podamos volver a inscribir sin problemas cuando el conflicto haya terminado”, explica Glenda.

La soledad es dura, agrega. La ausencia de Dimitri en un país donde casi nadie habla español o ucraniano es difícil de llevar.

“El proceso de adaptación es bastante complejo. La vida en Ucrania era más light; aquí son demasiado estrictos, estamos en proceso de integración, estudiando el idioma para podernos integrar en Alemania”, comenta la venezolana.

Le alivia saber que su esposo finalmente no fue reclutado para el ejército de Ucrania. Dimitri Kolosov es un hombre joven y aún fuerte, pero un accidente en su juventud le arrebató un ojo; debido a ello, cuando se presentó en la reserva militar luego de la partida de su esposa, lo rechazaron de inmediato.

“Él terminó quedándose para cuidar de sus padres y sus abuelos. Pero esperamos verlo pronto, reunirnos aquí en Sajonia”, indica Glenda.

El peligro de la trata de migrantes

Boscán habla constantemente con Anetta por teléfono. Se han vuelto muy amigas y Glenda no pierde oportunidad de asegurarle que algún día le devolverá el favor que le hizo a ella y a su hija.

Cree que en serio corrió con suerte; otras mujeres no tuvieron su mismo destino. Recuerda entonces a la joven que conoció en un terminal de autobús de Sajonia, una ucraniana de aspecto frágil que le relató una historia escalofriante.

“Era una mujer de mi edad; le pregunté qué le sucedía, porque la vi muy triste. Me dijo: Yo cuando llegué aquí, me drogaron; unas personas me abrazaron y me drogaron. La secuestraron”, narra Glenda. “Se despertó en una casa desconocida, pero se despertó sola y eso le dio ventaja. Se escapó como pudo y logró pedir ayuda a gritos hasta que la llevaron con la policía y le tomaron la denuncia”.

Si cierra los ojos, Boscán puede ver el gesto perdido de la ucraniana. La mirada vidriosa y aún asustada de alguien que se sentía abandonada. Organizaciones como Unicef y la ONU han advertido los riesgos a los que están expuestos aquellos que huyen de la guerra, en especial porque 90 % son mujeres y niños.

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En declaraciones del 12 de abril de 2022, Gillian Triggs, la Alta Comisionada Auxiliar para la Protección de la Agencia de la ONU para los Refugiados, comentó que “aunque la generosidad y la solidaridad hacia los refugiados de Ucrania han sido ejemplares e inspiradoras, los Estados deben impedir que los depredadores y las redes criminales puedan explotar esta situación”.

No hay cifras que indiquen cuántas ucranianas han sido víctimas de redes de tráfico o trata, pero los cuerpos de seguridad de los países receptores se mantienen alertas.

“Eso me marcó muchísimo. A ella la engañaron, esa mujer lloraba… que eso me pega en el alma. Cuando ella me estaba contando eso, yo decía: Dios mío, cómo es posible que pasen estas cosas. Nunca olvido esa historia”, apunta Glenda.

Un pedacito de Venezuela en Sajonia

Sophia ha asimilado el idioma alemán con tanta rapidez como lo hizo con el ucraniano. Es una niña lista, de rizos oscuros y energía inagotable. Sigue aguardando ver a su padre entrar en cualquier momento por la puerta del apartamento de Sajonia.

Glenda intenta hacer la vida más fácil para las dos. Está tramitando sus documentos de identificación. Hasta el momento, solo pueden permanecer tres años en Alemania.

«Vamos a tener una entrevista con migración para explicarles a ellos qué es lo que queremos hacer nosotros”, cuenta. Algunos alemanes le han prestado voluntariamente ayuda en algunos procesos.

En medio de la añoranza de su vida en Ucrania se cuela a veces las ganas de irse a Venezuela, a Falcón, cerca de la costa y de las dunas. Encontrar Harina Pan en supermercados alemanes no ha hecho más que alimentar el deseo de regresar al Caribe.

“En Ucrania era complicado encontrar esa harina. Me ha hecho extrañar otras cosas de las comidas de mi país. Extraño muchísimo el sabor del ají dulce, por ejemplo. El plan es reunirme con mi esposo y luego vemos qué hacemos», comenta Boscán, quien no ha perdido el acento al hablar su idioma materno.

Espera, como tantos otros, poder volver a su hogar. Su casa en Konotop, cerca de los huertos y los invernaderos.

«Ucrania es mi casa, no quiero dejarla. Cuando comenzó la guerra todos mis planes se vinieron abajo. Pero si algo sé como venezolana es que uno siempre puede volver a empezar», dice. 

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