José Jesús abandonó Lviv de noche para no hacer llorar a nadie. El 12 de agosto de 2022 abrazó al padre Gregorio, tomó un tren a Kiev y dejó atrás la parroquia San Juan Pablo II mientras todos los refugiados dormían. Acomodado en el vagón, rogó silenciosamente que la guerra terminara pronto y rezó por las personas que probablemente no volvería a ver. 

Estaba en el oeste y faltaban al menos 540 kilómetros y varias horas para llegar a la capital de Ucrania. En ese tiempo, José Jesús Pacheco hizo un esfuerzo por recordar cada uno de los rostros de los ucranianos que había apoyado en cuatro meses de guerra, pero eran más de 3 mil y le parecía difícil distinguirlos en su memoria. Solo podía rememorar claramente las caras de los 115 que aún permanecían en la casa parroquial, ajenos a su partida. 

La nostalgia lo embargó durante largos minutos y se sintió más extranjero que nunca. Venezuela, Carúpano y sus costas azules —el lugar donde nació hace 32 años— le parecieron tan lejanos como inalcanzables y se preguntó hasta dónde lo llevaría su vocación de servicio, de misionero de la iglesia católica. Llevaba 10 años viviendo en Ucrania tras ganar un sorteo para viajar a Europa en un retiro espiritual, pero había llegado a la periferia de Lviv, en marzo de 2022, algunos días después de que Rusia atacara Ucrania la madrugada del 24 de febrero. La ciudad era un lugar de paso de cientos de miles que buscaban salir del país. 

Allí, a 70 kilómetros de la frontera con Polonia, encontró un templo habilitado como refugio temporal por el párroco Gregorio Draus y ayudó a recibir a mujeres, ancianos y niños que huían del conflicto. Los abrigó, consoló y abrazó mientras ellos lloraban sus penas y describían sus miedos en  murmullos. Les enseñó a orar, extendió sus manos morenas y se hizo amigo de la mayoría. Se ganó tanto el cariño de los refugiados, que el 9 de julio todos se organizaron para cantarle cumpleaños. 

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«Aquí hay un pastel que se hace para ciertas solemnidades. Se hace en forma de un pan que parece una flor, con un mantel tejido a mano. Ellos me hicieron este gran pastel, los niños me entregaron muchos dibujos y me regalaron flores muy hermosas», cuenta el venezolano en marzo de 2023, un año después del inicio de la guerra a Efecto Cocuyo.

«Hice muchos lazos con estas personas, que me confiaron sus sufrimientos. No hay nada más bonito e importante que conocer al otro en su vulnerabilidad». 

José Jesús Pacheco

Por ello, y para evitar un adiós lleno de lagrimas, no se despidió de ninguno cuando tuvo que irse al seminario misionero diocesano Redemptoris Mater de Kiev a continuar su formación religiosa. Draus solo esbozó una sonrisa triste y lo bendijo con cuatro movimientos de su mano derecha.

Dos meses después, en medio de vidrios rotos, la oscuridad, el frío invierno, el hambre y el sonido cada vez más cercano de las bombas, José Jesús recordaría su estancia en Lviv como una de las etapas más tranquilas de su vida desde que la invasión rusa comenzó. 

El sonido de las bombas

El sistema de alarma antibombas del seminario dejó de funcionar cuando se fue la luz, a finales de octubre de 2022. Los drones y disparos dañaron gran parte del sistema eléctrico de los suburbios del noreste de Kiev. El frío entró con rapidez al edificio religioso y todos los misioneros adentro se preocuparon.

La primera vez que cayó una bomba, José Jesús sintió que había impactado a pocos metros de distancia. Una ventana explotó y decenas de cristales terminaron esparcidos en el suelo. 

«Si no tenías un teléfono con una aplicación que te avisaba que te resguardaras, no sabías cuándo iba a caer un explosivo. En el seminario una de las reglas es vivir sin celular. Allí estábamos 16 personas aproximadamente». 

José Jesús Pacheco

Entre noviembre y diciembre de 2022, la comunidad cercana al seminario vivió a oscuras, resguardada en sótanos durante las noches y con el aliento congelado, en medio de ola de gripe y neumonía. José Jesús observó ancianas sentadas en las calles, intentando vender las pocas cosechas de vegetales que habían conseguido rescatar del crudo invierno. La comida escaseaba y los niños se iban a la cama tiritando, con los labios partidos. 

«En la guerra la fe se tambalea. Muchas veces estas personas se dan cuenta de que no tienen esta fe y se les entiende. Estos sucesos que ocurren hace que la gente se replantee las cosas. Es nuestro deber como misioneros ponernos al servicio por esa razón», explica Pacheco a Efecto Cocuyo vía telefónica.

«Tener una postura cristiana ante estos acontecimientos, ante la guerra, es difícil y por eso no juzgamos a nadie». 

La negrura no solo cubría la región de Kiev: se extendía al sur, noreste y al centro. En Odesa, Sumy y Vinnytsia. El 18 de noviembre el presidente ucraniano, Volodimir Zelenski, dijo frente a las cámaras que más de 10 millones de habitantes permanecían sin suministro eléctrico debido a los bombardeos rusos. 

«Ver a abuelitas vendiendo cualquier cosa, buscando de manera desesperada un pan, buscando la forma de calentarse. Cuando no había luz ni siquiera un té se podía hacer, porque muchas cosas aquí funcionan con energía eléctrica. Es difícil afrontarlo, veías a personas moradas de frío. No sabes qué hacer, qué ofrecer. Tienes una palabra, un mensaje que dar, pero físicamente eso no es suficiente para calentar a una persona», comenta José Jesús.

Hacer lo mismo que en Lviv, intentar orar y dar palabras de aliento, era complejo. Las explosiones, cada vez más frecuentes, hacían que hombres, mujeres y niños contuvieran el aliento en Kiev. Rezar porue ningún misil matara a algún desafortunado solo parecía ser tarea de los misioneros, el resto de la comunidad se mantenía callada, observándolos. 

Los reclutados

El clima y el sistema eléctrico dañado no causaron tanto impacto en las familias ucranianas cercanas al seminario como el reclutamiento. José Jesús se aferraba al recuerdo de Lviv y de la solidaridad ucraniana para mantenerse tranquilo, pero las memorias de los días con el padre Draus se disolvían en cuanto se topaba de frente con un hombre joven obligado a prestar servicio militar.

En Lviv había visto el dolor en los ojos de los refugiados. El miedo, la consternación, el aturdimiento: estaba acostumbrado a vislumbrarlos en las personas que acudían a la San Juan Pablo II tras viajes apresurados. Pero en la mirada de los reclutados solo podía reconocer una cosa que le erizaba la piel de los brazos: resignación

Eran jóvenes, algunos con el rostro apenas surcados por líneas de expresión, que acudían a los misioneros para hacerles preguntas que ni siquiera ellos conseguían responder. Desde finales de febrero de 2022, ningún ucraniano mayor de 18 años puede abandonar el país, debido a que es obligatorio prestar servicio militar en el conflicto por orden del gobierno. 

«Padre, la biblia dice que no matarás. ¿Cómo voy a matar yo a un hombre? Yo no he matado a nadie en la vida», interrogaban a los misioneros. 

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Ucrania no ha ofrecido cifras claras sobre el número de soldados enlistados actualmente. Sin embargo, el país tenía medio millón de militares y más de 200 mil hombres armados para marzo del año pasado, escribió el corresponsal Cristian Segura para El País de España. Decenas de núcleos familiares se separaron por este motivo. Madres e hijas esperan a padres y hermanos que combaten en los numerosos frentes. 

«Antes había una regla de que sí tenías más de tres niños no se le llamaba al servicio militar, pero ahora por la necesidad se les llama. Es un drama constante que se vive. Te toca ver que no tienen otra salida, porque lamentablemente si no vas recibes un castigo», cuenta Pacheco.

Varios ucranianos se van a luchar y vuelven de visita al seminario con las pupilas dilatadas. Extraviados, los describe José Jesús. Perdidos en una guerra que ellos no comenzaron. Temblorosos y llenos de vivencias oscuras que se niegan a contar a sus familias, pero que confiesan a los religiosos.

«Los jóvenes que yo conozco están en el ámbito de la iglesia y ellos han tenido una formación cristiana, por lo que están entre la espada y la pared: defender una patria y lo que implica tener que disparar contra el enemigo. Matar al enemigo es matar a otro hombre y eso es un derecho que nadie tiene».

La guerra y el odio

A pesar de las reservas y diatribas de los ucranianos por tener que enlistarse y dispararle a otro ser humano, el resentimiento hacia los rusos se ha instalado en más de un pueblo. Es un desprecio corrosivo difícil de ignorar. En Lviv, las personas que conseguían huir y pasar a Polonia parecían más concentradas en escapar que en odiar a sus vecinos, pero en Kiev el rencor es evidente.

Rusia y Ucrania han estado unidas estrechamente, pues su idioma y su cultura parten de un pasado en común. La frontera terrestre entre ambos se extiende por 1.974.04 kilómetros y muchos ucranianos profesan la misma religión que predomina en territorio ruso: la fe ortodoxa.

Más de 67% de la población ucraniana es cristiana ortodoxa, documenta el Centro Razumkov en colaboración con el Consejo de Iglesias de Ucrania. Poco más del 10 % se identifica como católica y esta es la razón por la que José Jesús debe esforzarse por comunicarse con los locales.

«Esta guerra siembra un odio concreto en sus corazones y debemos luchar contra eso, darles el mensaje de reconciliación», afirma. «Constantemente me pregunto: ¿qué tengo que decir? A mí me toca pedirle a Dios que ayude a cada persona. La parte más dolorosa de la guerra es el odio. Mi país no ha vivido una guerra parecida y es difícil decirles que no pueden odiar a toda la población rusa, pero hay que intentarlo», apunta Pacheco.

Los ucranianos no tienen tiempo de reflexionar sobre la antipatía que han desarrollado por los rusos. En los suburbios, cuando no están escondidos en bunkers o sótanos, salen a las calles a continuar con sus vidas mientras hay un alto al fuego. 

«Yo los miro y me pregunto de qué están hechos los ucranianos. Me asombraba cuando había una explosión y a la hora los que podían seguir trabajando lo hacían», narra José. «No quiero hacer un ícono de los ucranianos. Pero ellos tienen claro que por la paz hay que luchar y no luchas escondiéndote en un sótano», explica el misionero.

Jesús ahora es diácono

El 4 de marzo de 2023, José Jesús Pacheco fue ordenado como diácono en la Catedral San Alejandro de Kiev, perteneciente a la Diócesis de Kiev-Zhytómyr. Fue una ceremonia sencilla, con miembros de las comunidades del Camino Neocatecumenal de la iglesia católica. Poco antes de empezar el evento, un autobús se estacionó frente al templo. 

José Jesús observó con curiosidad el vehículo por breves minutos y sus ojos se humedecieron al ver al padre Draus bajarse con una amplia sonrisa. Tras el párroco aparecieron 17 rostros conocidos: refugiados de la parroquia San Juan Pablo II, que corrieron a abrazar al venezolano. Lo estrecharon con fuerza y lo felicitaron. Habían cruzado 540 kilómetros en tren y luego media ciudad en bus, en plena guerra, solo para acudir a la ceremonia de Pacheco. 

«Para mí no hubo mayor consolación que esta. Es un momento histórico para mi vida, porque sé que mis padres y mis amigos de Carúpano no podían estar conmigo. Pero saber que hay personas que vienen a acompañarte en ese momento, personas a las que serviste, eso es muy bonito. Supe entonces que nadie está solo», cuenta el diácono. 

Mujeres y hombres que el venezolano había ayudado en Lviv le aplaudieron de pie en la ceremonia. Le tomaron fotos y recordaron los momentos de apoyo mutuo al inicio de la invasión rusa. Agradecieron sus palabras y oraciones, apretaron sus manos morenas y le prometieron visitarlo nuevamente. 

Hasta la fecha, José Jesús no ha conocido a otro venezolano entre sus compañeros de oficio. Se encuentra en la Parroquia de la Asunción de la Virgen María, en el centro de Kiev, en una iglesia a medio construir, junto con un polaco, un español y un brasileño provenientes del seminario. A pesar de que a las liturgias no asisten más de 15 personas, aprovecha el tiempo para rezar por esas personas que espera volver a ver. 

«Todos los días le pido ayuda a Dios y le pregunto por qué tengo que ser testigo de tanto sufrimiento. Pero mayormente le doy gracias, porque he podido ayudar a mucha gente», culmina. «Dios nada te quita. Muchos pueden pensar que el trabajo de sacerdocio es odioso, pero ese momento tan gratificante en marzo, a un año de la guerra, me hizo ver que en esta misión no estoy solo. Y si sigo aquí es por todos aquellos que han rezado por mí».

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