Un año después de que el mundo se declarara en pandemia, más de 119 millones de personas en el planeta han enfermado de COVID-19. Más de 2,6 millones han muerto, pero más de 94 millones hoy cuentan como casos de recuperación.
Hasta el 12 de marzo, Venezuela sumaba 144.786 casos confirmados, 1.422 fallecidos y 136.710 recuperados.
Recuperarse de COVID-19 puede implicar aislamiento, hospitalizaciones y tratamientos, pero superar la enfermedad no significa únicamente tener un resultado negativo en la prueba diagnóstica o mejoría en los síntomas.
Existen distintos tiempos para la superación. El COVID-19 enseñó que hay muchas formas de recuperación no contadas en las cifras, tanto para los que se convirtieron en pacientes como para aquellos que se mantuvieron a su lado.
Estas son tres historias.
En la boca del lobo
Beatriz Cisneros decidió meterse “en la boca del lobo”. Ella —consultora en planificación estratégica— sabía que era arriesgado, pero no tenía otra opción.
A inicios de agosto de 2020, en el primer pico de la epidemia de COVID-19 en Venezuela, su cuñado comenzó a sentir malestar. Un quebranto de 37,5 °C se transformó abruptamente en una fiebre de 42 °C que lo llevó a hospitalizarse de emergencia en una clínica de Caracas. Al llegar, los exámenes mostraron que sus pulmones estaban colapsando. Cuarenta y ocho horas después fue intubado.
Tanto su cuñado como su hermana habían salido positivos en pruebas rápidas: él, al primer intento; ella, al segundo. Su hermana ya presentaba síntomas, pero con casi 74 años, con una pierna afectada por la esclerosis múltiple y con sus hijos fuera de Venezuela, no podía cuidar de sí misma.
El 12 de agosto, horas antes del día con mayor número de casos nuevos de coronavirus según las cifras oficiales (1.281 el 13 de agosto), Beatriz se mudó con ella.
Desde ese primer día ya estaba preparada: tenía mascarillas, caretas y contacto a distancia con su médico de cabecera. Su hermana estaba débil y angustiada por su esposo y casi no podía levantar la pierna. Tenía dolores y congestión. Mientras tanto, Beatriz hacía compras por delivery y buscaba el famoso medicamento Remdesivir para su cuñado.
Podían pasar hasta 24 horas a la espera de alguna noticia desde la clínica. Tuvieron que ser pacientes y empáticas. De lo contrario, podrían desesperarse y escribir a los doctores para conocer alguna actualización.
Luego de ocho días, los médicos comenzaban a ver respuestas. El 22 de agosto, tras mostrar mejoría, el corazón de ese “hermano mayor” —al que Beatriz vio crecer desde que era novio de su hermana en la adolescencia— no aguantó. Sufrió un infarto.
Desde su confinamiento, le tocó coordinar con la aseguradora y el cementerio la cremación de su cuñado. Sus cenizas fueron enviadas hasta su casa. Antes de padecer COVID-19 era saludable. Le faltaba poco para cumplir 71 años.
Pero la última semana de agosto, Beatriz —para ese entonces de 63 años— comenzó a sentirse mal. Aparecieron el dolor de garganta, la congestión ocular, la debilidad y el malestar estomacal.
Previamente se había realizado una prueba rápida que dio negativo, pero después repitió exámenes de laboratorio, como Dímero D y Ferritina, que mostraron un cambio en sus valores. Por los síntomas y el contacto con casos positivos, los médicos llegaron a una conclusión: COVID-19.
“Tengo que estar bien, tengo que estar bien”, se repetía constantemente. Su hermana seguía débil. El apartamento donde ambas permanecían en aislamiento tiene una terraza con vista hacia el Ávila, la montaña que caracteriza a la ciudad de Caracas. Desde el principio, ambas decidieron llevar el confinamiento allí. Para Beatriz y su hermana, esa terraza se convirtió en la “unidad de cuidados intensivos de Dios”.

“Ahí podíamos estar conectadas directamente con el pulmón natural que es el Ávila, podíamos recibir la vitamina D del Sol y además sentirnos mucho más cerca del cielo. Esa ‘UCI de Dios’ fue materialmente la salvación. Ahí caminábamos, hacíamos el poquito ejercicio que podíamos hacer. Fue realmente la salvación de nosotras dos”, recuerda.
Solo un día sintió que la debilidad la venció, pero en general su enfermedad fue leve. Su hermana también se recuperó. Tras 21 días, su médico de cabecera le dio “de alta”. Tenía permiso para salir del aislamiento.
A los dos días retomó sus caminatas con ritmo de ejercicio, como las que acostumbraba hacer todos los domingos en la Cota Mil, avenida que une a Caracas de este a oeste. Llevaba tres cuadras caminando cerca de su casa cuando comenzó a sentir un fuerte dolor en el pecho y opresión en la boca del estómago. Se extendía hasta su espalda. Su respiración se comenzó a obstruir. Decidió devolverse, pero sentía que no llegaba. La “boca del lobo” no la había soltado por completo.
“Tú vas a llegar, tú vas a llegar”, se decía a sí misma. Y llegó. Su tensión y oxigenación estaban bajas y el dolor era intenso. Pensó en un preinfarto. Fue al médico y le hicieron una prueba de esfuerzo, pero no la superó y presentó una alteración. Todo apuntaba hacia una angina de pecho. Así, poco después de salir del COVID-19, entró a una sala quirúrgica para someterse a un cateterismo.
Por fortuna, no hallaron obstrucción en las arterias coronarias. La hipótesis de los médicos es que se trata de una de las muchas secuelas del COVID-19, que no se limitan al sistema respiratorio, sino que también pueden extenderse al sistema cardiovascular, al sistema nervioso central y periférico. También se han documentado secuelas psiquiátricas y psicológicas, según la Organización Mundial de la Salud (OMS).
Beatriz vivió dos meses “duros”. Para ella, una de las claves de su recuperación inicial fue la actitud con la que encaró al virus: sin autosugestionarse por el contagio y sin subestimar el poder del coronavirus y su enfermedad. La segunda clave fue el seguimiento médico.
“Desde el día que decidí meterme ‘en la boca del lobo’, tomé las previsiones. Destaco dos cosas clave: ponerme bajo control médico y la actitud. Uno no debe entrar en pánico, uno debe sentirse que puede controlar la situación, sin subestimar. Estoy convencida que en la medida en que no tengamos una buena actitud, nuestro sistema inmunológico se debilita”.

En 2021 volvió a sufrir otro episodio del corazón, similar al anterior. Se siente bien, pero su recuperación total aún no termina. Los chequeos médicos siguen en su lista.
Superar el dolor más profundo
No hay que tener COVID-19 para padecer sus efectos en primera persona. Eso lo sabe muy bien Néstor Feria, arquitecto y profesor titular de la Universidad del Zulia. Desde julio de 2020, la historia de su familia, junto a la que creció en Maracaibo como uno de diez hermanos, más dos de crianza, tomó un rumbo inesperado que quisiera nunca haber tenido que contar.
El 13 de julio de 2020, su hermano Álvaro Feria, de 57 años, murió de cáncer con metástasis en el páncreas y el hígado. Su madre, Orfelina Guerrero —octogenaria y cardiópata— fue la más afectada. En paralelo, la pandemia causaba estragos en la población zuliana.
La señora Orfelina vivía al cuidado de dos de sus hijos: Juan Carlos y Nora Feria, ambos enfermeros. Él, especializado en medicina crítica y trabajador de la unidad de cuidados intensivos del Hospital Universitario de Maracaibo (Sahum), y ella, especialista en hemoterapia y parte del Hospital Chiquinquirá.
Para julio, todo el Universitario estaba dedicado a la atención de pacientes con COVID-19. Poco después de la muerte de Álvaro, Juan Carlos enfermó. Pronto fue llevado de emergencia y “completamente colapsado” al Universitario, recuerda Néstor. Sus pulmones estaban muy deteriorados y su insuficiencia respiratoria era grave. Así, entró a su lugar de trabajo, la UCI, pero esta vez como paciente. Allí permaneció intubado.
Desde entonces, Néstor aguardaba en la salita de espera de cuidados intensivos. Su familia directa no quería que estuviera allí, tan expuesto, pero sabía que alguien debía hacerlo.

Su madre estaba muy angustiada. También lo estaba otra de sus hermanas, Rosa Feria. Los nervios la afectaron hasta el punto de perder el apetito. Tenía días sin comer bien. El viernes 7 de agosto colapsó. Su hermana Nora la trasladó hasta el Sahum, donde le hicieron un chequeo para COVID-19 que arrojó resultados negativos. La refirieron a otro centro de salud.
Nora decidió llevarla a su lugar de trabajo, el Hospital Chiquinquirá. Al día siguiente la trasladarían a otro hospital, el Coromoto, pero no aguantó. Sufrió complicaciones estomacales y cardiovasculares. El sábado 8 de agosto, a sus 56 años, Rosa Feria murió.
Ese mismo sábado, Néstor acudió a la casa de su madre, que se sentía peor. La acompañaron hasta el Hospital Coromoto, donde los chequeos mostraron que su corazón seguía deficiente. “La llevamos a la casa de otro hermano para que no fuera a preguntar por Rosa. No queríamos decirle que había fallecido ese sábado”, explica Néstor.
Allí pasaría la noche. Mientras estaba ahí, acostada, se quedó dormida y sin fuerzas. Entre las 11 pm del 8 de agosto y la madrugada del 9 de agosto, Orfelina Guerrero falleció. Tenía 84 años.
Mientras los hermanos resolvían la entrega de los cuerpos, Juan Carlos Feria seguía intubado en la UCI del Universitario. No respondía al tratamiento. El 13 de agosto, el día con más casos y muertes por COVID-19 en Venezuela en 2020, murió a sus 50 años. No supo que su madre falleció primero que él.
Néstor estuvo en la salita de la UCI durante 14 días. Su hermana Nora Feria había sido el principal apoyo de la familia en materia de salud: realizó diligencias, consiguió vitaminas e incluso las medicinas que hasta ese momento recetaban como “preventivas”. Nora sentía mucha ansiedad y, según Néstor, estaba emocionalmente muy afectada. Además era cardiópata y tenía pendiente un cateterismo que no se pudo realizar. Ella también se contagió de COVID-19.
Inicialmente no la intubaron, pero poco a poco se fue deteriorando. Ahora era ella quien necesitaba ayuda. Néstor y una de sus sobrinas volvieron a la salita de la UCI y enfermeras amigas de Nora empezaron una campaña para recolectar medicinas y fondos para su tratamiento.
Pero en paralelo, el hermano mayor, Horacio Feria, comenzó a tener fiebre y malestar. Estaba preocupado y temeroso. No quería acudir al hospital. Decidió tratarse primero en su casa, hasta que finalmente fue al Universitario. Allí permaneció siete días en la emergencia.
Durante esa semana, Horacio era consciente de que Nora estaba allí, viva. Ella, a veces, mostraba mejoría, pero también problemas cardíacos serios. El 30 de agosto, hospitalizada, cumplió 54 años. Pero los medicamentos no hacían efecto. Cuatro días después, Nora Feria falleció. Estuvo internada durante 17 días, tiempo que Néstor permaneció ahí, de nuevo, en la salita de la UCI.
“Siempre me decían que el problema era emocional”, rememora. “Para ella estaban solicitando un psicólogo o psiquiatra que la pudiera atender por su vulnerabilidad por todo el contexto que estaba viviendo. Ella asumió toda la responsabilidad, y eso influyó mucho en su deterioro”.
Horacio, mientras tanto, sufría los efectos del tratamiento. Se mantenía estable, tanto que lo pasaron a hospitalización. Pero allí preguntó por su hermana Nora. “Parece que un enfermero le dijo que ella falleció”, dice Néstor. Todo, sumado a las noticias de su familia, empeoró su estado. La madrugada de domingo 6 de septiembre tuvo una crisis y un paro cardíaco. Ese día, Horacio Feria falleció.
En menos de dos meses, la familia Feria Guerrero perdió seis integrantes, tres de ellos por COVID-19. Dos se sumaron a la lista de trabajadores de la salud fallecidos por la pandemia, que solo en el Zulia son más de 70.

Néstor Feria estuvo más de 30 días en la salita al lado de la UCI para responder por sus hermanos. No enfermó, pero todavía está en proceso de recuperación emocional, ese tipo de recuperación que no incluye ninguna estadística oficial. Todavía le duele hablar de su familia, de sus hermanos, de lo que vivió en el hospital.
“Fue muy fuerte. Estuve 33 días allí, viendo más de 20 muertos, viendo a la gente llorar. Ahí trabajamos como una familia. Un aspecto positivo de la situación es que pudimos ver el nivel de solidaridad entre las personas. Muchos no tenían dinero, lo agotaban, y entre todos nos apoyamos. Allí vi mucha humanidad”, destaca.
Los hermanos que quedan y los más de 30 primos, sobrinos y nietos se mantienen unidos para fortalecerse y apoyarse. Conversan sobre la vocación de sus hermanos, conversan sobre cómo reaccionar ante la enfermedad.
“Hablamos mucho sobre manejo de la ansiedad, que tenemos que aprender a manejarla porque vimos que eso nos hizo vulnerables. Emocionalmente siempre hablo mucho sobre cómo nuestra manera de pensar nos puede ayudar a tener mayor fortaleza, mayor salud o nos hace más vulnerables ante estos eventos que están ocurriendo y de los cuales se habla de una manera tan catastrófica, tan alarmante, que la gente parece que se hace más susceptible”, dice.
La familia cree que todo va a mejorar. Para Néstor, ya de 60 años, su experiencia cambió su forma de ver la vida: “Aprendí que somos humanos y que, realmente, lo más importante en la vida es poder servir de apoyo”.
Recuperar la humanidad
Alcadio Aguilera no sabe cómo se contagió. Sospecha que alguna de las pacientes que atendió como ginecólogo obstetra en el estado Anzoátegui pudo haber estado infectada. En los ambulatorios de la Cruz Roja, institución para la que trabaja como presidente de la seccional Barcelona, tampoco estaban recibiendo personas con COVID-19.
A mediados de junio de 2020, mes en el que comenzó la flexibilización de la cuarentena en Venezuela, comenzó a padecer los síntomas más repetidos tras la confirmación de los primeros casos de COVID-19 en el país: dificultad para respirar, malestar general y tos.
Respirar se le hacía cada vez más difícil, por lo que decidió buscar atención. Se sometió a una prueba rápida, de menor sensibilidad y solo recomendada como apoyo diagnóstico, que salió positiva para IgG, aquellos anticuerpos específicos generados tras un contacto previo con el virus. Aunque aparecía que ya estaba superando la infección, la neumonía apenas comenzaba.
Su primera prueba PCR dio positivo. Fue trasladado en ambulancia hasta el Hospital Dr. Luis Razetti de Barcelona, el principal centro de salud para la atención de personas con COVID-19 en el estado Anzoátegui. Ahí entró a la terapia intensiva.
“Estaba caótico. Para esa época, cuando empezamos, no había todo el protocolo que hay ahorita y los colegas no tenían todas las medidas de bioseguridad. Los pacientes estaban complicados, no había un área específica, pero estuve dos días allí recibiendo hidratación y tratamiento que me facilitaron”, recuerda.
Pudo comer 24 horas después de su ingreso, pero algunas personas a su alrededor sumaban más horas sin haber podido ingerir alimentos. No había quién entregara las comidas debido a la falta de material de bioseguridad.
“Yo pensé que no iba a salir de allí. Cuando estaba en el Hospital Razetti pasaron muchas cosas por mi mente. Yo tengo dos hijos, una de 17 y otro de 14, y mi esposa falleció hace tres años. Yo soy viudo. No es fácil: todos en mi familia son mayores y no me podían cuidar. Pensé lo peor”, dice.
Luego de dos días, lo trasladaron hasta el Hospital Dr. César Rodríguez del Instituto Venezolano de los Seguros Sociales (Ivss) de Guaraguao, centro de Puerto La Cruz en el que también trabaja como ginecobstetra.

Allí entró en un área de aislamiento. Estaba solo en una habitación. No había enfermeras de la institución, por lo que estuvo al cuidado de una enfermera externa por parte de la Cruz Roja. La hora de aceptar las comidas era al mediodía. En la tarde, a las 6 pm, ponían un candado en la puerta y lo abrían al día siguiente, al amanecer.
Estuvo hospitalizado cinco días en Guaraguao. De allí salió cuando sus rayos X mostraron mejoría y cuando su prueba PCR y su prueba rápida salieron negativas. En su casa cumplió otro aislamiento de 14 días, y permaneció durante un mes y medio más antes de reincorporarse al trabajo.
Al salir del hospital del Ivss ya sentía más ánimo, pero no podía olvidar todo lo que vio y vivió en los dos hospitales: “Una persona puede quedar allí sin recibir comida, sin visitas, sin apoyo, con personas que no responden o sin información. Psicológicamente es fuerte. Las personas se morían al lado y pasaban 24 horas y los iban a cremar. Nadie era velado, nadie los veía”.
Fue uno de los primeros en informar a sus vecinos que tenía COVID-19. Pero el miedo y las especulaciones comenzaron a rodar en su urbanización. “Prácticamente era un campo minado”, recuerda.
Sin embargo, muchos se sensibilizaron. Después de su reporte, algunas personas que no habían revelado su situación por miedo al estigma comenzaron a decir que también estaban contagiadas. Incluso algunos vecinos de la urbanización habían fallecido.
El doctor Alcadio comenzó a escribir para desahogarse. Cada día compartía sus textos para crear conciencia entre sus conocidos. Así logró superar la tristeza que llegó a sentir.
“Con mi recuperación, mucha gente empezó a creer que sí se podía recuperar, salir adelante, y algunos empezaron a acudir al hospital”, resalta el también profesor universitario.
Todo lo que presenció lo impulsó a ayudar aún más a sus colegas y a elaborar nuevos proyectos para aplicar con la Cruz Roja. Quiere darle sentido humanitario a la pandemia en tres etapas: en comunidades, albergues y hospitales para mejorar la protección y la sensibilidad.
Tras superar el COVID-19, a sus 50 años, Alcadio Aguilera insta a todos a protegerse, a ser más humanos y más solidarios con las personas que tenemos al lado: “Si algo nos enseñó esta enfermedad es que la persona que tienes al lado es la que te puede salvar la vida, la que te puede apoyar en cualquier momento”.