Vivir en Venezuela: las historias de Ricky y Ray
Caracas, la capital del país. Foto: EFE.

Para un venezolano que ha vivido fuera de su país por varios años, el regreso voluntario es un reto.  Hay que desprenderse de prejuicios negativos, temores generados por comentarios en las redes, en conversas con congéneres y por el propio conocimiento y abrirse a lo que se va a encontrar.

La  vuelta a Venezuela es una caja de Pandora en la que puede encontrarse cualquier cosa.  La única certeza es que veremos las consecuencias de la profunda crisis económica, política y social que el país viene sufriendo por años a la que se ha sumado más devastación por una pandemia que no ha terminado completamente. 

Pero también, sorpresas te da la vida, con expresiones de una riqueza inusitada, concentrada en un grupo muy pequeño, pero muy rico y poderoso. Los contrastes son abismales.

El testimonio de quienes se han quedado en Venezuela es fundamental para tener idea de lo que está pasando en ese país. Nada más que una idea porque la situación es tan compleja que resulta inexplicable, incomprensible, tanto para quien ha vivido en este país  como para quien lo desconoce.  Aquí, dos testimonios de residentes, a ver si ayudan en algo a esa necesaria comprensión.

La Venezuela que vive Ricky

Con ojos vivaces, cuerpo estilizado, ropa cuidada, Ricky se mueve con agilidad entre las mesas del restaurante en el que trabaja como mesero. Atiende a los comensales con esmero y les brinda su sonrisa permanente.  Tiene la frescura de 25 años. Toda su vida ha transcurrido bajo el chavismo (los gobiernos presididos por Hugo Chávez y Nicolás Maduro). No conoció la Venezuela anterior. Habla por su propia y precaria experiencia.

Cuando la mayoría de los comensales se ha retirado y Ricky trae la cuenta a nuestra mesa, le preguntamos por la forma de darle la propina. Dice que tiene que ser en dólares y en efectivo. En su caso, no se pueden agregar propinas al pago del restaurante nos explica por qué. Esto da pie a conversar sobre la situación laboral de un joven en Caracas, la capital del país, y lugar de ventajas de todo tipo con respecto a otras ciudades venezolanas.

Ricky trabaja ocho horas diarias, seis días a la semana, le pagan 5 dólares diarios, 30 a la semana, $120 al mes (el salario mínimo en Venezuela, para mayo de 2023, es cercano a los $5, el cuarto más bajo del mundo, y se devalúa al ritmo de la inflación, también una de las más altas mundo). 

Ricky está «sobrepagado» porque gana un miserable sueldo muy superior al salario mínimo oficial.  El restaurante compensa el sueldo dándole desayuno y almuerzo y Ricky se «redondea» con las propinas de los clientes.

La esposa de Ricky también gana $120 al mes como obrera en una fábrica, pero allí no le dan comida ni tiene posibilidad de recibir propina. La pareja obtiene, aproximadamente, $250 mensuales y con ello se mantiene junto a su hija de tan solo cuatro años.

“De aquí hay que irse,” afirma Ricky, con vehemencia, y los ojos se le iluminan como con rabia y entusiasmo.  “Hace un mes, iba a emigrar para Estados Unidos con mi esposa y mi hija, cruzando el Darién”, se refiere a una peligrosa selva, ubicada en la frontera entre Colombia -país de obligado paso- y Panamá, el primero de los países de Centroamérica que hay que atravesar para llegar a México, donde comienza otro largo y duro periplo, antes de llegar al ansiado destino: los Estados Unidos.

“Yo sé que irse por el Darién es peligroso, pero aquí no hay futuro. Yo quiero un futuro para mi hija”, enfatiza Ricky, con esta frase se hace vocero de millones de compatriotas que han emigrado, en años, meses y días recientes, hacia otros países latinoamericanos con la mira en los Estados Unidos. 

Ricky hace una pausa, pareciera que recapacita en lo que acaba de decir y agrega: “Menos mal que no nos fuimos porque la mayoría de mis amigos que iban en ese viaje están presos, por allá, en Centroamérica. Pero el año que viene, sí nos vamos. Esta vez para España. Allá tenemos familiares», expresa.

«Mi hija tiene que tener un futuro mejor que el mío. Mi madre me crió sola, a papá lo mataron por un asunto de drogas, a algunos de mis amigos también, pero yo me salvó de esta como sea, al igual que lo hice antes”, dice convencido. La sonrisa nunca le ha abandonado durante la conversación.

La historia de Ray

Al entrar al taxi me llama la atención lo joven que parece Ray.  No lo es tanto: “Tengo 42 años” y agrega “dos títulos de carreras técnicas, una esposa y un hijo de 8 años”.  Conduce con calma mientras chequea el GPS y los mensajes en el teléfono. Habla sin dejar de hacer las tres cosas simultáneamente. 

¿Has pensando en irte?  “Ya me fui y regresé”, dice como si no dijera nada. “En el 2014 fui a explorar una nueva vida en los Estados Unidos.  Me fui en avión con mi esposa y mi hijo, nos dieron la visa de turismo que le dan a todos los venezolanos con permanencia de seis meses, fue tiempo suficiente para darme cuenta que eso no era lo mío”.

En EEUU, Ray trabajaba la semana entera, con un solo día libre, para poder reunir lo que necesitaba para vivir.  “Mi esposa solo consiguió trabajos temporales, además ganaba muy poco. Tú sabes que a las mujeres le pagan menos que a los hombres, por lo menos en esos trabajos, y cuando el niño salía del colegio, o no tenía clases, ella o yo teníamos que ausentarnos del trabajo y ese día no nos lo pagaban.  Era muy fregado (duro), sin nadie que nos ayudara con el niño”, afirma.

“En EEUU se vive para trabajar. No paras y siempre te quedas corto. Yo ganaba $2000 en una empresa de automóviles y mis gastos fijos eran como de $1900. Si mi esposa no trabajaba se hacía más dura la cosa. Cuando llegué a Estados Unidos llevaba $20.000 de mis ahorros y, seis meses después, cuando regresé a Venezuela tenía solo $7.000 y con eso compré este automóvil para hacer taxi.  Aquí no se puede vivir como empleado”, agrega.

“Regresé de EEUU, en el 2016, cuando en Venezuela había mucha escasez de alimentos, la cosa estaba muy fea, muchas protestas, lío con la gasolina. La cosa estaba dura y aun así no me quejo, pude trabajar, ahorrar. Nosotros habíamos dejado nuestro departamento listo, por si acaso. Mi esposa consiguió trabajo, mi mamá, nos cuidaba al niño y yo pensé: si estando las cosas mal, me va bien, cuando estén mejores, me irá mejor”, recuerda.

“En estos años he comprado otros dos automóviles que los tengo trabajando en esta misma empresa y aunque reconozco que las cosas están difíciles, yo prefiero pasar las verdes y las maduras en mi país y no afuera”, concluye.

Le agradezco a Pablo su conversación, pero no deja de ver el teléfono como buscando qué le depara el futuro, el inmediato. 

Uno escucha y piensa.

***

Las opiniones expresadas en esta sección son de entera responsabilidad de sus autores.

Del mismo autor: La homofobia tiene cura

</div>