La palabra ha sido casi todo. Nada está más vivo que la palabra. Tiene el poder para herir más extremadamente que una espada. Es capaz de encadenar o de liberar. Para la dilecta escritora francesa Madame de Sévigné, `hay palabras que suben como el humo, y otras que caen como lluvia´. Por eso, el discurso debe cuidarse de la fuerza, sentido o acepción de las palabras que contiene.

El discurso del presidente de Fedecámaras, Carlos Fernández, en la Universidad de Los Andes como orador de orden en el acto central de su aniversario, el 29 de marzo, se caracterizó por escasos trazos institucionales.

Aunque se diga que la Universidad y la empresa privada son los entes que mayor impacto suscitan si encauzan sus capacidades por la ruta del desarrollo, en las palabras de Fernández no hubo alguna referencia sobre cómo emprender dicho camino. Partiendo de un lugar que aproximara la significación de Universidad a la noción de empresa. Quizás, hubiese podido despertar el interés necesario por construir alguna teoría social que resolviera tan ingente problema.

Lejos de aproximar diferencias, Fernández las enmarcó en su léxico mercantil. Su discurso apostaba a que los recursos que requiere la reivindicación de la autonomía universitaria, deben transitar procesos de ajustes propios de Fedecámaras. Porque (según un nuevo modelo de desarrollo aupado por dicho ente corporativo) «(…) juntos podemos crear los fundamentos ejecutivos del sistema educativo que le den sustancia y convencimiento a la sociedad de que ese es el modelo que haya que acompañar«.

Su discurso fue un mecanismo de acción política para lograr el rumbo inicialmente trazado. Hizo ver que la situación de Venezuela se ha modificado, gracias al concurso de empresarios cuya “heroicidad” permitió «(…) con el empeño de todo un sistema de valor, los bienes y servicios no han dejado de llegar a los sitios más apartados del país«.

El costo de algunos logros

El presidente de Fedecámaras no dijo a qué precio fue eso posible. Y que tampoco el territorio nacional fue totalmente servido. Además, su discurso no hizo referencia al problema que situó a Venezuela en el primer lugar en materia de hiperinflación entre las naciones del mundo. (Y continúa estando cerca). Tampoco mencionó que -entre las razones de tan denigrante situación- habrá que sumar la obstinación de empresarios para quienes la noción de “liberalismo económico” consiste simplemente en el resguardo y crecida egoísta de su peculio. (Vaya paradoja)

En el modelo de desarrollo que planteó Fernández, y que no es distinto del actual en cuanto al aprovechamiento de la infraestructura vigente, dijo que «la Universidad puede ayudar (…)» en la última parte de su aplicación. Así que, al comparar el resultado de la actividad económica reservada para el Estado venezolano, con la actividad privada permitida, infirió que esos espacios deben abrirse a todos los sectores. «Y todos los sectores tienen que servir a la iniciativa privada. Pero que debería decirse mejor: la iniciativa privada«.

Fernández dejó ver su sectarismo en su discurso, porque por encima de la Universidad prevalece el empresario como actor con el conocimiento necesario «(…) para la aplicación productiva de nuevas maneras de trabajar, de nuevas maneras de hacer las cosas«.

Aunque Fernández hace gala de un sincretismo bastante timorato, mediante apurados halagos a la Universidad en virtud de lo que significa su autonomía (vista como fundamento de la libertad necesaria para actuar con base en sus capacidades y potencialidades), podría decirse que como orador de orden del acto aniversario de la Universidad de Los Andes, bien representó el papel de un mercader de ilusiones.

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