La concepción del término “política” no siempre calza con las realidades que circunscriben la conducta humana. Particularmente, por aquello que refirió Aristóteles cuando asintió que “el hombre es un animal político o cívico”. Y que denominó el “zoon politikón”. Con ello dejó ver que el ser humano se mueve a instancia de lo que determinan sus intereses y necesidades. Lo que define de manera bastante sencilla, el concepto de política.

Sin embargo, ante esta situación, vale exaltar lo que envuelve a dos términos de fundamental injerencia en todo esto. Y son: el bien y el mal. De marginar su comprensión, pudiera complicarse el problema en cuestión. Cabe entonces acudir al análisis filosófico. En principio, este permite inferir que se trata de un problema de cultura. Propio de tradiciones enmarcadas por la ética y la moralidad sobre las cuales se erigen y justifican actitudes y expresiones.

De manera que hablar de lo que encierra el bien y el mal, se torna en un relativismo cultural, moral, lingüístico y hasta religioso. Es decir, político. De ahí que dar cuenta de cuándo se es políticamente correcto, se convierte en un problema cuya solución va más allá de lo que puede aportar el estudio de la sociología. O de la filosofía política.

¿Acaso es posible asumir un comportamiento político correcto? Precisamente, es el propósito de estas líneas.

Indiscutiblemente, los estudios políticos, así como los sociológicos, han indagado la esencia de tan honda problemática. Las huellas de tal indeterminación configuran debates de vieja data. Más aún, a sabiendas de que es un perfecto dilema tan antiguo como el mismo ser humano y sus creencias. Sólo que como dilema, que en efecto es, no se resuelve.

El debate entre el bien y el mal

Es uno de los problemas que han trancado el debate del desarrollo. La confrontación entre el bien y el mal suele supeditarse a la postura de quien detenta el poder en la coyuntura.

Las cualidades, dotes, talentos y defectos que exhibe y oculta el hombre en su desenvolvimiento ante la vida, implican lo que lo hace capaz o potencialmente ávido para el ejercicio de lo que se proponga llevar a cabo. O demostrar. Y es lo que induce que aparezca el bien o el mal como elemento de la realidad.

Quizás es por tan compleja razón que el mundo cambia cíclicamente de visual política. Esto facilita que lo políticamente correcto sea potestativo de quien asume el poder en su elevado pedestal. Aunque eso no hace al gobernante ser políticamente correcto. Tampoco, a quienes pueden seguirlo. Bien por convicción o por adulancia. Es un problema provocado por un indigno ejercicio del poder. Y que no sólo contamina actitudes. Sino también, contagia el lenguaje descontextualizándolo de la connotación que le imprime sentido y valor al hecho político. O porque empobrece toda consideración de afecto y respeto a la relación social sobre la cual se cimienta la vida humana y el desarrollo de sus instituciones.

Y no es porque deliberar el crecimiento humano se vea constreñido a consecuencia de las implicaciones de un conflicto tan indeterminado como ambivalente. Es decir, el conflicto entre el bien y el mal asumido desde el enfoque que mejor pueda encauzarse. Inclusive, en aras de la libertad. Aunque pudiera sonar contradictorio. Pero que en su esencia, no lo es. Por el contrario, es complementario. Y hasta llega a fungir como factor constructivo de la libertad de pensamiento y de expresión. Así que a decir por lo que esta disertación ha pretendido explayar, pareciera que sí es posible darle sentido a la pregunta de si acaso se puede ¿ser políticamente correcto?

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Del mismo autor: ¿Ciudades sin ciudadanía?

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