OPINIÓN · 16 MARZO, 2022 05:45

¿Por qué las mujeres no van a la guerra?

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Susana Reina | @feminismoinc

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QUÉ CHÉVERE
QUÉ INDIGNANTE
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QUÉ CHIMBO

Esta es una pregunta que nos hacen a las feministas cada vez que surge un conflicto bélico en cualquier parte del mundo. Suele ir acompañada de un reclamo por la “verdadera” igualdad: si los hombres son carne de cañón, las mujeres también deberían serlo y no mandarlas a irse con sus hijos mientras ellos quedan en la batalla, como se está haciendo ahora en la guerra de Rusia contra Ucrania.

Mi respuesta inmediata a esa pregunta resume más o menos estas ideas: 1) A las mujeres, por estereotipos asignados a nuestro sexo, nos formaron para la sumisión, la armonía, la colaboración, la paz y el silencio. 2) A los hombres, también por estereotipos asignados a su sexo, los entrenaron para la lucha, la agresión, el conflicto, la guerra y la palabra. 3) Las decisiones que se toman en el seno de un gobierno para ir o no a una guerra, usualmente no cuentan con representación femenina, por lo que las voces de las mujeres no son tomadas en cuenta para decidir quién va y quién no al frente. 4) No hay nada más patriarcal que una guerra, por lo que en lugar de reclamar que más gente se sume, lo que tenemos que hacer es evitarlas. 5) A pesar de todo lo anterior, las mujeres sí vamos a la guerra, quizás no como miembros de infantería, pero como insurgentes o rebeldes, como operadoras de fábricas que construyen bombas, enfermeras, prostitutas que “alivian” a los soldados, o usando armas para defender a la comunidad y la prole. En la mayoría de los casos sus aportes son invisibilizados en la narrativa del héroe. Esto, sin mencionar la eterna guerra que las mujeres vivimos a diario, al ser acosadas, violadas y discriminadas en plena calle y sin un ejército dispuesto a defendernos.

Si nos quedamos en el marco de la militarización, es curioso constatar que existen muy pocas mujeres generales o comandantes, casi ninguna diría yo, y una que otra ministra de defensa en la historia reciente. Una posible explicación sería que la jerarquía militar, con su arraigada base patriarcal, no pondría al frente a una mujer a comandar una guerra. Ya sabemos que el patriarcado defiende razones de tipo cultural que preservan para los hombres esas y otras posiciones de mando.

Como producto de esta lógica y dentro de esa valoración político-jerárquica de la diferencia sexual, las mujeres quedan para la labor humanitaria, para reproducirse, para cuidar a las crías y ponerlas a salvo del enemigo, o para pasar a ser el botín de guerra en caso de perderse la contienda. El rol de protectoras cuidadoras indefensas se amarra a la identidad femenina, así como el rol de luchador poderoso a la identidad masculina.


Las mujeres también juegan a la guerra

En 1996 hice un curso sobre liderazgo político dirigido a mujeres en Kfar Saba, Israel. En ese momento, las soldados que servían en el ejército israelí protestaban porque querían ir al frente. Exigían tener el mismo rol que sus compañeros y pedían que no las relegaran a hacer papeleo administrativo o de apoyo. Era una cosa que yo no podía comprender, porque tenía esa idea (aun la tengo), de que ir a una guerra es un acto suicida que nadie puede desear fervientemente.

Pero al hablar con ellas en el marco de esa formación, entendí que las mujeres, como cualquier ser humano, pueden impulsar medidas agresivas al igual que los hombres, solo que no tienen las mismas oportunidades para demostrarlo como ellos, por su escasa participación y presencia en las cúpulas de poder. Basta recordar el caso Tatcher y su respuesta ante las Malvinas, o el caso Hillary Clinton y su participación en el ataque a Bin Laden cuando fue Secretaria de Estado.

En un reciente artículo en la página de Women Now, la articulista Elena de los Ríos, menciona un estudio de las investigadoras Abigail Post y Paromita Sen donde reportan que: “Las mujeres con poder tienen un 17% más de probabilidades de escalar militarmente una disputa que sus equivalentes masculinos, según el análisis de conflictos internacionales suscitados entre 1980 y 2010. Fueron presidentas impelidas a las armas también para sortear el estereotipo de la líder débil Indira Gandhi, Benazir Bhutto o Gloria Macapagal-Arroyo, casos que demuestran que el sexismo de las estructuras de poder pesa a la hora de tomar decisiones tan graves como acudir a la violencia para resolver un conflicto”.

Estas contadas mujeres que han formado parte protagónica de situaciones de conflicto y que se han mostrado abiertamente pro guerra, han sufrido procesos de adaptación (masculinización) para poder mantenerse en una estructura que por definición patriarcal se basa en las jerarquías, la dominación, el control, la apropiación de recursos, los enfrentamientos y las acciones desafiantes. El sistema las impele a demostrar que están hechas para la batalla, contraviniendo así el estereotipo común, que las encasilla en el lado débil.


Las mujeres no somos esencialmente pacifistas

Cuando se afirma que las mujeres somos más conciliadoras, que construimos puentes y protegemos más la vida, como si esto fuese una condición innata y hasta universal, se está cayendo en esencialismo o biologicismos que dejan de lado el potente condicionamiento cultural al que somos sometidas desde que nacemos. El viejo mito dicotómico y sexista entre lo masculino y lo femenino persiste aún en estos escenarios de emergencia, constituyéndose en una verdadera barrera que limita a las mujeres el acceso a todos los espacios públicos y decisorios, y si lo logran, se comportan como el sistema espera: patriarcal.

Pero si las mujeres no somos esencialmente pacifistas, el movimiento feminista sí lo es, porque intenta promover una psiquis inclusiva que valora la equidad, la justicia, el respeto y la ética. Estoy segura de que mientras más mujeres y hombres feministas en paridad, ocupemos los puestos políticos, una transformación cultural podrá ser posible y menos situaciones de arreglos patriarcales en favor de las guerras surgirá. Este feminismo antibélico, sin masculinidades ni feminidades, será posible gracias al balance de poder entre ambos sexos, condición imprescindible para evitar las habituales tentaciones de talante de confrontación con el consecuente e innecesario sufrimiento de las mayorías.

***

Las opiniones expresadas en esta sección son de entera responsabilidad de sus autores.

De la misma autora: Una muy completa guía de cine feminista (Parte II)

 

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Mi respuesta inmediata a esa pregunta resume más o menos estas ideas: 1) A las mujeres, por estereotipos asignados a nuestro sexo, nos formaron para la sumisión, la armonía, la colaboración, la paz y el silencio. 2) A los hombres, también por estereotipos asignados a su sexo, los entrenaron para la lucha, la agresión, el conflicto, la guerra y la palabra. 3) Las decisiones que se toman en el seno de un gobierno para ir o no a una guerra, usualmente no cuentan con representación femenina, por lo que las voces de las mujeres no son tomadas en cuenta para decidir quién va y quién no al frente. 4) No hay nada más patriarcal que una guerra, por lo que en lugar de reclamar que más gente se sume, lo que tenemos que hacer es evitarlas. 5) A pesar de todo lo anterior, las mujeres sí vamos a la guerra, quizás no como miembros de infantería, pero como insurgentes o rebeldes, como operadoras de fábricas que construyen bombas, enfermeras, prostitutas que “alivian” a los soldados, o usando armas para defender a la comunidad y la prole. En la mayoría de los casos sus aportes son invisibilizados en la narrativa del héroe. Esto, sin mencionar la eterna guerra que las mujeres vivimos a diario, al ser acosadas, violadas y discriminadas en plena calle y sin un ejército dispuesto a defendernos.

Si nos quedamos en el marco de la militarización, es curioso constatar que existen muy pocas mujeres generales o comandantes, casi ninguna diría yo, y una que otra ministra de defensa en la historia reciente. Una posible explicación sería que la jerarquía militar, con su arraigada base patriarcal, no pondría al frente a una mujer a comandar una guerra. Ya sabemos que el patriarcado defiende razones de tipo cultural que preservan para los hombres esas y otras posiciones de mando.

Como producto de esta lógica y dentro de esa valoración político-jerárquica de la diferencia sexual, las mujeres quedan para la labor humanitaria, para reproducirse, para cuidar a las crías y ponerlas a salvo del enemigo, o para pasar a ser el botín de guerra en caso de perderse la contienda. El rol de protectoras cuidadoras indefensas se amarra a la identidad femenina, así como el rol de luchador poderoso a la identidad masculina.


Las mujeres también juegan a la guerra

En 1996 hice un curso sobre liderazgo político dirigido a mujeres en Kfar Saba, Israel. En ese momento, las soldados que servían en el ejército israelí protestaban porque querían ir al frente. Exigían tener el mismo rol que sus compañeros y pedían que no las relegaran a hacer papeleo administrativo o de apoyo. Era una cosa que yo no podía comprender, porque tenía esa idea (aun la tengo), de que ir a una guerra es un acto suicida que nadie puede desear fervientemente.

Pero al hablar con ellas en el marco de esa formación, entendí que las mujeres, como cualquier ser humano, pueden impulsar medidas agresivas al igual que los hombres, solo que no tienen las mismas oportunidades para demostrarlo como ellos, por su escasa participación y presencia en las cúpulas de poder. Basta recordar el caso Tatcher y su respuesta ante las Malvinas, o el caso Hillary Clinton y su participación en el ataque a Bin Laden cuando fue Secretaria de Estado.

En un reciente artículo en la página de Women Now, la articulista Elena de los Ríos, menciona un estudio de las investigadoras Abigail Post y Paromita Sen donde reportan que: “Las mujeres con poder tienen un 17% más de probabilidades de escalar militarmente una disputa que sus equivalentes masculinos, según el análisis de conflictos internacionales suscitados entre 1980 y 2010. Fueron presidentas impelidas a las armas también para sortear el estereotipo de la líder débil Indira Gandhi, Benazir Bhutto o Gloria Macapagal-Arroyo, casos que demuestran que el sexismo de las estructuras de poder pesa a la hora de tomar decisiones tan graves como acudir a la violencia para resolver un conflicto”.

Estas contadas mujeres que han formado parte protagónica de situaciones de conflicto y que se han mostrado abiertamente pro guerra, han sufrido procesos de adaptación (masculinización) para poder mantenerse en una estructura que por definición patriarcal se basa en las jerarquías, la dominación, el control, la apropiación de recursos, los enfrentamientos y las acciones desafiantes. El sistema las impele a demostrar que están hechas para la batalla, contraviniendo así el estereotipo común, que las encasilla en el lado débil.


Las mujeres no somos esencialmente pacifistas

Cuando se afirma que las mujeres somos más conciliadoras, que construimos puentes y protegemos más la vida, como si esto fuese una condición innata y hasta universal, se está cayendo en esencialismo o biologicismos que dejan de lado el potente condicionamiento cultural al que somos sometidas desde que nacemos. El viejo mito dicotómico y sexista entre lo masculino y lo femenino persiste aún en estos escenarios de emergencia, constituyéndose en una verdadera barrera que limita a las mujeres el acceso a todos los espacios públicos y decisorios, y si lo logran, se comportan como el sistema espera: patriarcal.

Pero si las mujeres no somos esencialmente pacifistas, el movimiento feminista sí lo es, porque intenta promover una psiquis inclusiva que valora la equidad, la justicia, el respeto y la ética. Estoy segura de que mientras más mujeres y hombres feministas en paridad, ocupemos los puestos políticos, una transformación cultural podrá ser posible y menos situaciones de arreglos patriarcales en favor de las guerras surgirá. Este feminismo antibélico, sin masculinidades ni feminidades, será posible gracias al balance de poder entre ambos sexos, condición imprescindible para evitar las habituales tentaciones de talante de confrontación con el consecuente e innecesario sufrimiento de las mayorías.

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