La informalidad económica es definida de diferentes modos por la literatura especializada. Sin embargo, hay consenso para afirmar que las personas que pertenecen al sector informal de la economía –generalmente– sufren de mayor inestabilidad financiera y no gozan de los beneficios de pertenecer al sistema de seguridad social, lo cual se traduce en una mayor vulnerabilidad en varios ámbitos. En pocas palabras, la informalidad tiene bajos o nulos mecanismos de protección social.
Ahora bien, las personas toman la decisión de ganarse el pan diario en la economía informal por muchas razones (es la única opción que tienen para sobrevivir, los costos de formalizarse son mayores a los beneficios, optan por esquemas de flexibilidad horaria, chocan con elevadas barreras administrativas o regulatorias, entre otras).
Informalidad económica en Venezuela
De acuerdo con datos del Fondo Monetario Internacional, en 2021, 60% de la población empleada a nivel mundial lo hacía en el sector informal. Con respecto a información disponible para Venezuela, encontramos que hemos transitado de 48,5% (1994) a 84,5% (2020), es decir, casi 8.5 de cada 10 trabajadores en nuestro país se encuentran en la economía informal.
Estas cifras desnudan la vulnerabilidad socioeconómica de los/as venezolanos/as, puesto que la mayoría de las personas estarían lejos de los usuales beneficios en materia de seguridad social (seguro de salud, ahorro para la jubilación, vacaciones y licencias médicas pagadas, por mencionar algunos) y no contarían con herramientas para solventar una eventual adversidad o cambios abruptos en sus ingresos laborales.
Lamentablemente, hoy no existe ningún incentivo para asociar a la formalización con beneficios sociales. Al contrario, hoy el círculo nocivo de la informalidad tiene todas las fichas a su favor, dado que pertenecer a la formalidad no es recompensado/premiado de ninguna manera. Literalmente, ser parte de la formalidad significa percibir un bajo salario mínimo con la promesa de una baja jubilación, imposibilidad de sintonizar vida laboral y familiar, inflexibilidad horaria, entre otras desventajas. Y aquí la racionalidad no tiene pérdida para elegir lo más conveniente.
Por otro lado, hay suficiente evidencia para afirmar que un mayor nivel de informalidad laboral trae aparejado un bajo desarrollo económico (los países desarrollados tienen tasas promedios cercanas a 18%, mientras que los países en desarrollo superan 70% ampliamente).
¿Cómo superar este mal económico? Incentivos, incentivos, incentivos, dicen los economistas. Esto no es otra cosa que medidas que apunten a la simplificación de las regulaciones para la creación de empresas; al diseño de políticas vinculadas a las mejoras educativas (reducir deserción escolar, aumentar capacitaciones de formación técnica, por ejemplo); a la aplicación de subsidios por formalización; a la creación de programas de aprendizaje laboral e inclusión financiera; a la extensión de mecanismos de protección social asociadas a la salud, educación y jubilación y, por cierto, a políticas focalizadas para incorporar a mujeres y jóvenes (se ha demostrado que estos últimos son los grupos poblacionales más afectados).
Resumiendo, la informalidad es una de esas enfermedades económicas que empujan al país a la baja productividad, al estancamiento y, en definitiva, al menor bienestar social y a una baja satisfacción con la vida en general. Nuestro país es ejemplo de ello por estos días.
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