Mucha preocupación sigue surgiendo en relación con los últimos avances de la inteligencia artificial, específicamente de la aplicación ChatGPT. Académicos de diferentes especialidades se agrupan en dos —o tres— bandos que advierten su continua inserción en la sociedad como «peligrosa» y «optimista» —«cautelosa» comentan otros—.

Para aquellos que advierten su peligro, básicamente argumentan que este aprendizaje automático que ofrece el ChatGPT pudiera derivar en la degradación del conocimiento; pérdida del razonamiento y desarrollo del lenguaje propio (es decir, anulación del pensamiento crítico); profundización de dilemas morales o derechamente una actuación en completa amoralidad; generación de información con bastante autonomía (en otras palabras, puede producir información por sí misma); o la creación de debates públicos con fines perjudiciales (por ejemplo, publicación de información falsa y parcializada de determinado gobierno).

En cuanto a los especialistas que señalan su optimismo, fundamentalmente se basan en la excelente herramienta de almacenamiento de información; buen instrumento para realizar actividades descriptivas y de procesos automatizados; próximamente podrá elaborar experimentos, interpretar datos o formular hipótesis complejas; ayuda ahorrar tiempo; y, finalmente, estiman que los riesgos de hoy pueden ser solucionables mañana con una debida regulación.

Mientras que los cautelosos simplemente comentan que estamos avanzando muy rápido y casi nadie (para no decir absolutamente nadie) entiende muy bien cómo resultará todo este experimento tecnológico y, en consecuencia, si definitivamente esto es una buena idea.

Ahora bien, a mi juicio, esta nueva tecnología tiene todas las características para convertirse en otras de esas aplicaciones que se instalarán en nuestra vida cotidiana, pese a todas las reseñas negativas que puedan denunciarse (así ha pasado con Uber, Facebook, Instagram, la biotecnología, el internet de las cosas, etc.).

Así pues, resultaría anacrónico intentar resucitar aquellas posturas obstructivas del progreso técnico que tuvimos antes de la Ilustración y que, de cuando en cuando, se pretende alentar con los mismos argumentos de aquellos tiempos.

Sin embargo, sí quisiera hacer énfasis en un temor que se repite por estos días —con justa razón—: estos nuevos progresos no señalan una dirección clara que reúna la confianza de la mayoría. En rigor, ese «¿para dónde vamos?» o «¿cuál es el sentido?» están ausentes, y las nuevas tecnologías, en lugar de aclarar el paisaje, pareciera que lo pone más borroso.

Sobre esto último, la propuesta del historiador Yuval Noah Harari muestra un camino cuando expresa que se debe establecer medidas preventivas con los productos asociados a la inteligencia artificial tal como sea con los productos farmacéuticos. En otras palabras, plantea que antes de poner a disposición un producto de esta tecnología de forma universal, primero debería hacerse unas pruebas regulatorias para la seguridad de todos (como se hace con un medicamento).

De lo contrario, creo que podría profundizarse la sensación actual de desconcierto, incertidumbre, incomprensión y pesadumbre que, por cierto, mucho tiempo atrás describió el escritor Isaac Asimov: «el aspecto más triste de la vida en este preciso momento es que la ciencia reúne el conocimiento más rápido de lo que la sociedad reúne la sabiduría».

En fin, las nuevas tecnologías seguirán siendo imparables, pero la pregunta es: ¿cómo regulamos su funcionamiento con prontitud? Ese es el desafío. Hoy es ChatGPT, mañana será la tecnología implantada en nuestro cuerpo y pasado mañana probablemente la impresión en 3D de órganos y tejidos elaborados en el garaje de nuestra casa. ¿Cómo no seguimos llegando tarde con este futuro tan de prisa? Difícil, porque cada vez entendemos menos, y la montaña de innovaciones nos abruman más.

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Las opiniones expresadas en esta sección son de entera responsabilidad de sus autores.

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