La primera década de este siglo, nuestra región estuvo liderada por gobiernos de izquierdas que desperdiciaron —sumando y restando— varias oportunidades para emprender un camino sostenido hacia el desarrollo. Muchos de esos gobiernos se dedicaron a organizar asambleas constituyentes, intentaron iniciativas refundacionales y, claramente, procuraron cambiar las reglas del juego democrático para enquistarse en el poder.
Ahora bien, desde el 2018 la historia se está repitiendo (han ganado representantes de la izquierda en Argentina, Bolivia, Chile, Colombia, Honduras, México y, posiblemente, Brasil se suma a final de año), pero, a mi juicio, con varios matices. Me explico.
A nivel global, se viven tiempos convulsos y aquella bonanza económica ocasionada por el alza de las materias primas o buenas condiciones financieras externas, ya no están disponibles. Por lo tanto, la capacidad de financiamiento estatal para llevar a cabo los programas de gobierno ciertamente no goza de buena salud.
Por otra parte, esta nueva izquierda no cuenta con los apoyos legislativos para materializar sus promesas de campaña sin la necesidad de sentarse a conversar con las fuerzas opositoras. Es decir, las grandes reformas que proponen (salud, tributaria, educación, etc.) necesariamente serán negociadas y las partes tendrán que ceder a los maximalismos.
Igualmente, a juzgar por los discursos, no es evidente que estos líderes recién electos vengan acompañados de radicalismos o con la oferta utópica y destructiva de hacer la revolución «cueste lo que cueste» (aunque, en honor a la verdad, muchos de ellos están gobernando con sectores políticos poco confiable o tienen antecedentes peligrosos para la convivencia democrática que se debe mirar con cautela).
En el mismo sentido, estos nuevos gobiernos han entendido que no deben casarse con ese planteamiento económico que pretende desaparecer al sector privado o aprovechar cualquier micrófono para declarar que todas las causas de nuestros males es por Estados Unidos y las trasnacionales. Además, creo que han aterrizado forzosamente con la cruda complejidad qué significa gobernar por estos tiempos que corren.
Pese a lo anterior, de cualquier manera, en el corto plazo será notable el trabajo intenso que tendrán las instituciones democráticas en cada uno de estos países. Y aquí radica su principal desafío: ¿podrán resistir eventuales intentos de estos líderes de saltarse las reglas? La fortaleza de las instituciones tendrá la última palabra.
Comprendo que, como venezolanos que sufrimos las consecuencias de una obra de izquierda radical, al escuchar la palabra «izquierda» solo vemos calamidad y desgracia, pero tal vez en esta ocasión no sea una marea rosa o roja destructiva, sino que se convierta —por fortuna— en una marea amarilla que surgió por los usuales vaivenes democráticos. Veamos los próximos 1.000 días y, por cierto, por sus frutos los conoceréis. Al final del día, somos venezolanos, no videntes ni profetas.
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