Transcurría diciembre del 2007, cuando el entonces presidente Hugo Chávez le propuso al país un proyecto de reforma constitucional para —sus palabras por delante— «acelerar la instauración del socialismo», el cual contenía el cambio de 69 artículos que, entre otras cosas, modificaba el sistema político, económico, social y territorial-administrativo en gran medida (reelección indefinida, pérdida de la autonomía del Banco Central, modificación del Poder Electoral, cambios a las formas de la propiedad privada y un largo etcétera).

Sin embargo, Chávez recibió su primera derrota electoral contra todo pronóstico, dejándolo evidentemente descolocado, a tal punto que su reacción sacó a relucir todo el espíritu antidemocrático que alguien pudiera asomar intencionalmente a través de una frase para la historia: «es una victoria de mierda». Es decir, él calificaba a la mitad más uno de los ciudadanos que rechazaron su propuesta de reforma como desperdicios que se oponían a su visión del mundo y a sus caprichos.

¿Por qué hago este recordatorio? Por la reciente elección en Chile y la reacción republicana de todos los sectores políticos (ganadores y perdedores). De hecho, rápidamente han conciliado una ruta constituyente para que a la brevedad (tal vez como máximo en un año) se tenga una nueva Constitución que una a todos los(as) chilenos(as).

En otras palabras, en los próximos días la política abrirá un camino institucional a fin de que se elija una nueva Convención o Asamblea Constituyente, la cual tiene el desafío de asumir una actitud constructiva, mostrar una vocación de unidad y alimentar las visiones políticas sin maximalismos (todo lo que estuvo ausente del proceso constituyente que se rechazó) para que ahora sí se apruebe la eventual propuesta constitucional.

Analizando un poco más, hace poco me preguntaba cuál había sido la diferencia del proceso venezolano y el chileno. Estimo que, básicamente, fue la reacción de los sectores políticos. Mientras en el primer proceso los liderazgos políticos (Hugo Chávez en particular) creyeron que lo único que importaba era materializar sus ideas a toda costa y desconocer a la mitad del país, en el otro proceso se han puesto de acuerdo para seguir creyendo en la democracia y, por cierto, hacer todo el esfuerzo para resolver sus diferencias por medio de reglas institucionales.

En simple, la discrepancia entre ambos procesos no fue si lo lideraba la izquierda o la derecha, la clave ha sido el respeto a la democracia y entender que ningún sector político tiene el derecho de construir el país bajo una única visión del mundo ni mucho menos imponer refundaciones o cancelar al que tiene otras perspectivas.

Así pues, aparentemente Chile vuelve a la moderación de los últimos 30 años, y nuevamente se sentarán a conversar todas las fuerzas políticas —sin complejos— para escribir un texto que no sea un plan de gobierno de nadie ni una lista de deseos de algunos. Porque Chile quiere cambios, pero graduales, serios, bien hechos, sin soberbias, sin resentimientos ni desquites.

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Del mismo autor:  De las aspiraciones a lo factible

Economista con un Magister en Políticas Públicas. Colaborador de varios medios nacionales.