A lo largo de la historia, cuando los países sufren crisis —especialmente políticas— los líderes del pasado usualmente aparecen en la opinión pública para entregar algunas claves sobre cómo salir del atolladero o al menos intentan dibujar una ruta hacia dónde se debe transitar para afrontar los dilemas.
Sin embargo, en el caso venezolano este hecho familiar —propio de las democracias saludables— no ocurrió. Al contrario, la generación protagonista de los últimos 20 años difícilmente miró hacia atrás en busca de ideas para no `desbarrancarnos´, ni mucho menos le interesó escuchar advertencias básicas sobre el ABC de gobernar, dado que siempre creyeron que su diagnóstico sobre los males de nuestra sociedad debía prevalecer frente a cualquier mirada distinta o, dicho de otra forma, sus ideales puros validaban cualquier decisión para corregir toda injusticia y sufrimiento detectado.
Esa generación creyó —y sigue creyendo— que los países nacen repentinamente en un minuto y solo vale el fervor para actuar o el ímpetu juvenil para enmendar todos los defectos del pasado. Tenían una montaña de panfletos sobre los dolores del país, pero poquísimas ideas para construir diseños que ayudaran a remediarlo. En pocas palabras, mucha poesía, pero nula racionalidad.
Incluso más, desmenuzando los hechos con la lupa que solo permite el tiempo, se puede insinuar que fuimos presa de una generación llena de subjetividades o convicciones personales (las cuales debían obedecer al calco) que solo bastaban para llegar a la tierra prometida. Nunca importó las reglas, tampoco las formas y, claro está, de ningún modo consideraron por un segundo que tal vez su concepción del mundo podía ser complementada con otras.
Por esta y otras razones, la dirigencia gobernante no fue capaz de hacer ese sano ejercicio de pedir auxilios cuando precisamente se está desorientado, puesto que estaban convencidos de que sus pulsiones o la mera voluntad era suficiente para encontrar las respuestas curativas a las desigualdades, abusos e inmoralidades que denunciaban.
En resumen, siempre miraron al pasado —sobre todo la segunda mitad del siglo XX— como un período donde no existía nada rescatable y solo había impurezas. Y aquí están los frutos: hoy no tenemos procedimientos de reflexión democrática, porque quienes nos gobiernan creen que no hay nada qué consultar y, desgraciadamente, estamos ausente de los debates parlamentarios (lugar natural de la deliberación nacional), porque solo sus ideas estarían libres de pecado.
En fin, seguimos navegando con líderes que glorifican cualquier acción y aseguran tener solo certezas en su accionar. Desgraciadamente, de esta manera, seguimos profundizando esa vieja contrariedad que Bertrand Russell la identificó con agudeza: «El problema de la humanidad es que los estúpidos están seguros de todo y los inteligentes están llenos de dudas». Juzgue usted.
***
Las opiniones expresadas en esta sección son de entera responsabilidad de sus autores.
Del mismo autor: Los vaivenes de la democracia
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Sin embargo, en el caso venezolano este hecho familiar —propio de las democracias saludables— no ocurrió. Al contrario, la generación protagonista de los últimos 20 años difícilmente miró hacia atrás en busca de ideas para no `desbarrancarnos´, ni mucho menos le interesó escuchar advertencias básicas sobre el ABC de gobernar, dado que siempre creyeron que su diagnóstico sobre los males de nuestra sociedad debía prevalecer frente a cualquier mirada distinta o, dicho de otra forma, sus ideales puros validaban cualquier decisión para corregir toda injusticia y sufrimiento detectado.
Esa generación creyó —y sigue creyendo— que los países nacen repentinamente en un minuto y solo vale el fervor para actuar o el ímpetu juvenil para enmendar todos los defectos del pasado. Tenían una montaña de panfletos sobre los dolores del país, pero poquísimas ideas para construir diseños que ayudaran a remediarlo. En pocas palabras, mucha poesía, pero nula racionalidad.
Incluso más, desmenuzando los hechos con la lupa que solo permite el tiempo, se puede insinuar que fuimos presa de una generación llena de subjetividades o convicciones personales (las cuales debían obedecer al calco) que solo bastaban para llegar a la tierra prometida. Nunca importó las reglas, tampoco las formas y, claro está, de ningún modo consideraron por un segundo que tal vez su concepción del mundo podía ser complementada con otras.
Por esta y otras razones, la dirigencia gobernante no fue capaz de hacer ese sano ejercicio de pedir auxilios cuando precisamente se está desorientado, puesto que estaban convencidos de que sus pulsiones o la mera voluntad era suficiente para encontrar las respuestas curativas a las desigualdades, abusos e inmoralidades que denunciaban.
En resumen, siempre miraron al pasado —sobre todo la segunda mitad del siglo XX— como un período donde no existía nada rescatable y solo había impurezas. Y aquí están los frutos: hoy no tenemos procedimientos de reflexión democrática, porque quienes nos gobiernan creen que no hay nada qué consultar y, desgraciadamente, estamos ausente de los debates parlamentarios (lugar natural de la deliberación nacional), porque solo sus ideas estarían libres de pecado.
En fin, seguimos navegando con líderes que glorifican cualquier acción y aseguran tener solo certezas en su accionar. Desgraciadamente, de esta manera, seguimos profundizando esa vieja contrariedad que Bertrand Russell la identificó con agudeza: «El problema de la humanidad es que los estúpidos están seguros de todo y los inteligentes están llenos de dudas». Juzgue usted.
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