El título de esta columna le pertenece a la filósofa (aunque no le gustaba que le llamaran así) Hannah Arendt. Esta frase surgió luego de describir detalladamente el juicio del teniente coronel Adolf Eichmann (militar encargado de ejecuciones en los campos de concentración de la Alemania nazi) en su famoso libro «Eichmann en Jerusalén: Un estudio sobre la banalidad del mal».
Arendt hace una radiografía del comportamiento de Adolf Eichmann, concluyendo que, a su juicio, Eichmann no era un monstruo o un psicópata que se gozaba la muerte de miles de personas, sino simplemente un burócrata obediente que cumplía órdenes sin reflexionar ni un segundo acerca de las consecuencias de sus actos. Es decir, sus acciones fueron fruto de la ausencia de pensamiento propio.
Las actuaciones sin meditar sobre lo que se hace, sin duda, han producido las peores tragedias humanas. De hecho, la propagación del mal —en muchas ocasiones— avanza por la falta de juicio crítico o, lo que es lo mismo, la aceptación o costumbre de este.
Aparentemente, esta banalidad que identificó Arendt es la que se apodera de todos los operadores de los sistemas de violación de derechos humanos del mundo, esa misma que empuja a cada uno de sus integrantes a ejecutar obedientemente las órdenes de la autoridad o, sencillamente, esa misma que justifica los actos porque se pertenece a un sistema o una forma de hacer las cosas y, al mismo tiempo, sentir que no hay otras opciones.
Por esta razón, los sistemas totalitarios se diseñan de tal forma que el pensamiento crítico no tenga espacio, que la ética en el accionar no se alimente o que la moralidad siempre esté dormida.
Ahora bien, llegar a cometer estos horrores no es soplo de un día, al contrario, son avances casi imperceptibles que se van tragando todo a su paso y, cuando se quiere detenerlo, ya ha causado tragedias irremediables (por ejemplo, primero manifiestan que no les dejan gobernar, después que hay enemigos que solo nos desean mal, luego concluyen que hay que vigilar a estos de cerca, posteriormente deciden que se les debe castigar para atemorizar y, finalmente, el genocidio toca la puerta).
En los últimos años, pocos podrían dudar de que nuestro país ha sufrido de esta banalidad. Desgraciadamente, Maduro & Cía. se las han ingeniado para incrustar gradualmente este comportamiento en sus agentes del mal, el cual transforma el dolor del otro como insignificante o, peor aún, a la misma muerte como algo baladí. Esto lo sabemos todos, el asunto es cómo despertamos de esta hipnosis.
Arendt dice que detenerse a pensar es lo que nos podría salvar de esto. Siendo así, pregunto: ¿empezamos a estimular el pensamiento o al menos alimentar la intención de hacerlo? Esto tal vez sea el antídoto.
***
Las opiniones expresadas en esta sección son de entera responsabilidad de sus autores.
Del mismo autor: Reanudando la función de la política
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El título de esta columna le pertenece a la filósofa (aunque no le gustaba que le llamaran así) Hannah Arendt. Esta frase surgió luego de describir detalladamente el juicio del teniente coronel Adolf Eichmann (militar encargado de ejecuciones en los campos de concentración de la Alemania nazi) en su famoso libro «Eichmann en Jerusalén: Un estudio sobre la banalidad del mal».
Arendt hace una radiografía del comportamiento de Adolf Eichmann, concluyendo que, a su juicio, Eichmann no era un monstruo o un psicópata que se gozaba la muerte de miles de personas, sino simplemente un burócrata obediente que cumplía órdenes sin reflexionar ni un segundo acerca de las consecuencias de sus actos. Es decir, sus acciones fueron fruto de la ausencia de pensamiento propio.
Las actuaciones sin meditar sobre lo que se hace, sin duda, han producido las peores tragedias humanas. De hecho, la propagación del mal —en muchas ocasiones— avanza por la falta de juicio crítico o, lo que es lo mismo, la aceptación o costumbre de este.
Aparentemente, esta banalidad que identificó Arendt es la que se apodera de todos los operadores de los sistemas de violación de derechos humanos del mundo, esa misma que empuja a cada uno de sus integrantes a ejecutar obedientemente las órdenes de la autoridad o, sencillamente, esa misma que justifica los actos porque se pertenece a un sistema o una forma de hacer las cosas y, al mismo tiempo, sentir que no hay otras opciones.
Por esta razón, los sistemas totalitarios se diseñan de tal forma que el pensamiento crítico no tenga espacio, que la ética en el accionar no se alimente o que la moralidad siempre esté dormida.
Ahora bien, llegar a cometer estos horrores no es soplo de un día, al contrario, son avances casi imperceptibles que se van tragando todo a su paso y, cuando se quiere detenerlo, ya ha causado tragedias irremediables (por ejemplo, primero manifiestan que no les dejan gobernar, después que hay enemigos que solo nos desean mal, luego concluyen que hay que vigilar a estos de cerca, posteriormente deciden que se les debe castigar para atemorizar y, finalmente, el genocidio toca la puerta).
En los últimos años, pocos podrían dudar de que nuestro país ha sufrido de esta banalidad. Desgraciadamente, Maduro & Cía. se las han ingeniado para incrustar gradualmente este comportamiento en sus agentes del mal, el cual transforma el dolor del otro como insignificante o, peor aún, a la misma muerte como algo baladí. Esto lo sabemos todos, el asunto es cómo despertamos de esta hipnosis.
Arendt dice que detenerse a pensar es lo que nos podría salvar de esto. Siendo así, pregunto: ¿empezamos a estimular el pensamiento o al menos alimentar la intención de hacerlo? Esto tal vez sea el antídoto.
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Las opiniones expresadas en esta sección son de entera responsabilidad de sus autores.
Del mismo autor: Reanudando la función de la política