OPINIÓN · 5 SEPTIEMBRE, 2020 04:35

¿Qué es más mortal en Venezuela: sus fuerzas de seguridad o el COVID-19?

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“Para los venezolanos las fuerzas de seguridad del Estado son 5 veces más letales que la pandemia”

La pandemia del COVID-19 no solo es un problema sanitario, es también un dispositivo securitario y disciplinario de primer orden. El miedo al contagio hace que las personas en procura de su propia supervivencia se entreguen a los controles y a la vigilancia. La docilidad aumenta a medida que las evidencias médicas y científicas ratifican el peligro.

El pánico es una base sólida para ceder todos nuestros derechos al viejo y desgastado Leviatán, para que nos proteja de este nuevo mal absoluto. Nuevamente –pero ahora a otra escala- necesitará de poderes plenos para hacerle frente a esta amenaza. Tiempos excepcionales ameritan medidas excepcionales en todas las áreas, especialmente en lo normativo, lo tecnológico y lo securitario. Sin embargo, no hay que perder de vista que: a menor capacidad sanitaria y científica, mayores serán las medidas policiales, militares y propagandísticas. Siempre se harán esfuerzos para que la primera se confunda con las segundas. Cuando la salud se convierte en un tema de seguridad nacional, se impregna todo de la lógica punitiva, militar y bélica.

Una vez superada la pandemia en términos sanitarios, los mecanismos de control desplegados serán difíciles de revertir. Es posible que permanezcan entre nosotros mucho más que el propio virus que le sirve de pretexto.

Justo esta semana acaba de publicarse un análisis que hemos realizado sobre estos temas para la Friedrich Ebert Stiftung (FES), en el que nos concentramos en las lógicas securitarias que parten de los intentos de contención del COVID-19, que van más allá del virus que lo genera. Reflexionamos sobre cómo puede instrumentalizarse políticamente la pandemia, sirviendo ésta como dispositivo securitario para ejercer el poder sin límites, que reduce los derechos de la ciudadanía, que se extiende e institucionaliza. Tomamos el caso venezolano como objeto de estudio.

El caso venezolano como objeto de estudio

Venezuela lleva años viviendo en estado de excepción. En su caso la “cuarentena” preexiste al COVID-19, la pandemia opera entonces como extensión y justificación de una gubernamentalidad que lleva tiempo en marcha.

Desde 2015 hasta la actualidad, se han dictado al menos 10 declaratorias de estado de excepción a nivel nacional. El decreto de Estado Alarma del 13 de marzo de 2020 para atender la emergencia sanitaria del COVID-19 no es más que la continuidad del estado de excepción existente de manera ininterrumpida en el país desde hace más de cuatro años. Más allá de su inconstitucionalidad y de la evasión de los necesarios controles (de la AN y real del TSJ), este es un acto de facto en el que el propio presidente se da una autorización a sí mismo para tomar discrecionalmente cualquier medida que estime, entre ellas, la posibilidad de delegar este poder en funcionarios subalternos. Y en este contexto las fuerzas de seguridad pueden “tomar todas las previsiones necesarias” para hacer cumplir este decreto.

La excepcionalidad en el país no solo es político-institucional y normativa, es también parte de la vida cotidiana de los venezolanos. El deterioro de los servicios públicos básicos como agua, electricidad, salud, transporte, gasolina e Internet, es cada vez mayor. La infraestructura de servicios necesaria para satisfacer efectivamente los derechos sociales, especialmente el sistema de salud, ya se encontraba colapsada desde antes de la llegada del COVID-19.

Ante todo el escenario descrito cabe preguntarse: ¿Cómo exigirle a una población que no vive de su salario, que tiene que ganarse el pan diariamente en la calle, que se quede en casa por meses? Durante los dos primeros meses de cuarentena ya se contaban más de 1.700 protestas exigiendo derechos sociales en todo el país. También se reportaron 44 saqueos en nueve estados.

Fuerzas de seguridad: más mortales que el COVID-19

Durante los primeros cinco meses de cuarentena -período en el que se esperaba que al reducirse la movilidad social se redujera también la violencia callejera- murieron a manos de las fuerzas de seguridad del Estado más de 1.171 personas. Son ocho muertes diarias, que no escandalizan a nadie. En ese mismo lapso el COVID-19, según cifras oficiales, había acabado con la vida de 259 personas, es decir, dos personas cada día. Hasta ahora, para los venezolanos las fuerzas de seguridad del Estado son cinco veces más letales que la pandemia que azota al mundo.

Ante las violaciones al derecho a la vida que se presentan es predecible que otras violaciones de derechos caigan en cascada. Los ejemplos en el caso venezolano son múltiples, entre ellos destacan en esta coyuntura las centenas de detenciones arbitrarias (muchas de ellas motivadas por razones políticas), la situación de los privados de libertad, y la estigmatización y precariedad en la que se encuentran los migrantes retornados.

En este último caso, el discurso oficial estigmatiza y criminaliza a estos grupos humanos señalándolos como chivos expiatorios y portadores de todo tipos de males, llegando incluso a catalogarlos como “bioterroristas” o “armas biológicas” del gobierno colombiano, utilizadas para contaminar a los venezolanos. Procesos deshumanizantes que permiten violaciones masivas a los derechos humanos de estos sectores.

La pandemia genera múltiples funcionalidades para cualquier Estado autoritario, es la excusa perfecta para el estado de excepción que se extiende a nivel global. El gobierno venezolano no escapa de esa lógica, por el contrario, la aprovecha de la mejor manera que puede. Este tipo de situaciones fortalece a los regímenes autoritarios, son un instrumento para ampliar su poder y mermar los derechos de la ciudadanía. Así, por ejemplo, se acaba con reuniones, concentraciones, manifestaciones y cualquier forma de resistencia callejera.

Ante nuevas formas de dominación habrá también nuevas formas de resistencia. La libertad, igualdad, no discriminación, junto a la lucha por la redistribución de los recursos, la salud pública y nuestra relación con el ambiente son nuevamente los objetos de disputa. Estos parecen ser los retos ante esta pandemia totalitaria global, en la que ya no se distinguen claramente las diferencias ideológicas ni partidistas de los gobernantes de turno, porque finalmente coinciden en sus objetivos pragmáticos. Solo que algunos lo disimulan mejor que otros.

Informe completo aquí

* * *

Las opiniones expresadas en esta sección son de entera responsabilidad de sus autores.

Del mismo autor: Política bélica, política partidista y seguridad ciudadana

 

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Una vez superada la pandemia en términos sanitarios, los mecanismos de control desplegados serán difíciles de revertir. Es posible que permanezcan entre nosotros mucho más que el propio virus que le sirve de pretexto.

Justo esta semana acaba de publicarse un análisis que hemos realizado sobre estos temas para la Friedrich Ebert Stiftung (FES), en el que nos concentramos en las lógicas securitarias que parten de los intentos de contención del COVID-19, que van más allá del virus que lo genera. Reflexionamos sobre cómo puede instrumentalizarse políticamente la pandemia, sirviendo ésta como dispositivo securitario para ejercer el poder sin límites, que reduce los derechos de la ciudadanía, que se extiende e institucionaliza. Tomamos el caso venezolano como objeto de estudio.

El caso venezolano como objeto de estudio

Venezuela lleva años viviendo en estado de excepción. En su caso la “cuarentena” preexiste al COVID-19, la pandemia opera entonces como extensión y justificación de una gubernamentalidad que lleva tiempo en marcha.

Desde 2015 hasta la actualidad, se han dictado al menos 10 declaratorias de estado de excepción a nivel nacional. El decreto de Estado Alarma del 13 de marzo de 2020 para atender la emergencia sanitaria del COVID-19 no es más que la continuidad del estado de excepción existente de manera ininterrumpida en el país desde hace más de cuatro años. Más allá de su inconstitucionalidad y de la evasión de los necesarios controles (de la AN y real del TSJ), este es un acto de facto en el que el propio presidente se da una autorización a sí mismo para tomar discrecionalmente cualquier medida que estime, entre ellas, la posibilidad de delegar este poder en funcionarios subalternos. Y en este contexto las fuerzas de seguridad pueden “tomar todas las previsiones necesarias” para hacer cumplir este decreto.

La excepcionalidad en el país no solo es político-institucional y normativa, es también parte de la vida cotidiana de los venezolanos. El deterioro de los servicios públicos básicos como agua, electricidad, salud, transporte, gasolina e Internet, es cada vez mayor. La infraestructura de servicios necesaria para satisfacer efectivamente los derechos sociales, especialmente el sistema de salud, ya se encontraba colapsada desde antes de la llegada del COVID-19.

Ante todo el escenario descrito cabe preguntarse: ¿Cómo exigirle a una población que no vive de su salario, que tiene que ganarse el pan diariamente en la calle, que se quede en casa por meses? Durante los dos primeros meses de cuarentena ya se contaban más de 1.700 protestas exigiendo derechos sociales en todo el país. También se reportaron 44 saqueos en nueve estados.

Fuerzas de seguridad: más mortales que el COVID-19

Durante los primeros cinco meses de cuarentena -período en el que se esperaba que al reducirse la movilidad social se redujera también la violencia callejera- murieron a manos de las fuerzas de seguridad del Estado más de 1.171 personas. Son ocho muertes diarias, que no escandalizan a nadie. En ese mismo lapso el COVID-19, según cifras oficiales, había acabado con la vida de 259 personas, es decir, dos personas cada día. Hasta ahora, para los venezolanos las fuerzas de seguridad del Estado son cinco veces más letales que la pandemia que azota al mundo.

Ante las violaciones al derecho a la vida que se presentan es predecible que otras violaciones de derechos caigan en cascada. Los ejemplos en el caso venezolano son múltiples, entre ellos destacan en esta coyuntura las centenas de detenciones arbitrarias (muchas de ellas motivadas por razones políticas), la situación de los privados de libertad, y la estigmatización y precariedad en la que se encuentran los migrantes retornados.

En este último caso, el discurso oficial estigmatiza y criminaliza a estos grupos humanos señalándolos como chivos expiatorios y portadores de todo tipos de males, llegando incluso a catalogarlos como “bioterroristas” o “armas biológicas” del gobierno colombiano, utilizadas para contaminar a los venezolanos. Procesos deshumanizantes que permiten violaciones masivas a los derechos humanos de estos sectores.

La pandemia genera múltiples funcionalidades para cualquier Estado autoritario, es la excusa perfecta para el estado de excepción que se extiende a nivel global. El gobierno venezolano no escapa de esa lógica, por el contrario, la aprovecha de la mejor manera que puede. Este tipo de situaciones fortalece a los regímenes autoritarios, son un instrumento para ampliar su poder y mermar los derechos de la ciudadanía. Así, por ejemplo, se acaba con reuniones, concentraciones, manifestaciones y cualquier forma de resistencia callejera.

Ante nuevas formas de dominación habrá también nuevas formas de resistencia. La libertad, igualdad, no discriminación, junto a la lucha por la redistribución de los recursos, la salud pública y nuestra relación con el ambiente son nuevamente los objetos de disputa. Estos parecen ser los retos ante esta pandemia totalitaria global, en la que ya no se distinguen claramente las diferencias ideológicas ni partidistas de los gobernantes de turno, porque finalmente coinciden en sus objetivos pragmáticos. Solo que algunos lo disimulan mejor que otros.

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