Hablemos de hace ocho días: Es Domingo cerca de media noche, el país se mueve al ritmo de una expectativa de resultado. Ha sido una jornada larga, tan larga como los días previos, esos que nos han traído hasta acá en medio de una profunda controversia de difícil resolución. En la teoría política clásica se señala que un Estado existe cuando hay un territorio, una población y un Gobierno. Se olvidaron de contarnos que un país necesita unidad de propósito, claridad en los contenidos del Bien Común.
Un país es sobre todo, una idea que construimos juntos, que nos permite avanzar hacia el futuro incorporando a los demás, respetando las diferencias, bajo el imperio de la Ley. Los países que funcionan construyen confianza, poseen valores compartidos, comparten una comprensión de la historia. En fin, se trata de espacios cívicos en los cuales prevalece la capacidad para establecer acuerdos, para reproducirlos en el largo plazo, para ajustarlos a las necesidades de cada momento histórico.
En ausencia de esas capacidades sólo nos queda la montonera y el conflicto generalizado. No es auspiciosa una situación en la cual prevalece la desconfianza y el odio. Esas condiciones nos llevan, por necesidad, a transitar por el mal camino. La jornada electoral del domingo pasado es una muestra del mal que nos habita, no por el proceso mismo, sino por las condiciones sociales en las cuales se produce. Sin duda, se trató de un proceso lleno de críticas importantes que ya han sido discutidas hasta el hartazgo. Yo no tengo ánimo para la redundancia. A mí me preocupan otras cosas, más allá de los discursos que no nos llevan a ninguna parte.
Vivimos, por las razones perfectamente justificables, en medio de una profunda desconfianza. La verdad es que acá nadie cree en nadie. Lo del domingo es digno de ser colocado en los anales de nuestras contradicciones patrias. Mientras unos insistían en demostrar que las colas en los centros electorales estaban vacías, que la gente no había asistido a la convocatoria, que el proceso electoral no tenía apoyo popular; los otros se dedicaron a demostrar exactamente lo contrario. Nos encontrábamos inmersos en una discusión inútil.
Inútil porque en lugar de estar fundamentada en criterios de verdad, lo estaba ideológicamente. Mientras la ceguera de los ojos no nos permite ver objetos, la ceguera ideológica no nos permite ver la realidad. Cuando cada uno de nosotros ve solo lo que quiere ver, en realidad no está viendo absolutamente nada más que sombras. Las miradas sesgadas son siempre dañinas. ¿Nos damos cuenta de que estamos frente a frente con una situación de violencia desbordada que puede causar muchas muertes? El domingo fue revelador. Se incrementan las tensiones sin que mostremos la disposición de discutir un proyecto de país que nos incorpore a todos desde las diferencias que tenemos.
Creo que en medio de todo el odio que se posiciona entre nosotros tenemos la responsabilidad de alertar acerca de la ruta que transitamos. No es la ruta adecuada. Debemos aprender a ser más humildes en el tratamiento de nuestras razones y en el de las razones de los demás. No se puede construir un país si uno no tiene la disposición a escucharse con sinceridad. No tiene sentido meterse en una ruta sin retorno sin haber sopesado adecuadamente las consecuencias de largo plazo. Hay que hacer un llamado a un entendimiento nacional, a una salida razonable a esta coyuntura antes de que tengamos que sufrir un dolor mayor.
Yo creo que el domingo, más allá de los resultados verificables o no, no hubo ganadores. En realidad perdimos todos. Esa es una verdad evidente sobre la base de los heridos y los caídos en esa jornada. Es triste que se detenga gente por tomar fotografías, lo es que se presione a la prensa, que se descalifique al que piensa diferentes, que se quemen unidades de transporte público por el simple hecho de estar en la calle o que se nos encierre en un trancazo; pero también lo es que estemos en la situación de enfrentar aparatos explosivos como los de la Plaza Altamira, allanamientos sin la orden respectiva, o la militarización del proceso judicial.
El país funciona como una montonera. A mí me hace pensar, con los matices necesarios, en las situaciones de anarquía que caracterizaron nuestro siglo XIX. Vivimos un momento peligroso que amerita una mayor racionalidad. Acá hay demasiada gente hablando de guerra civil como si se tratase de un paseo en el parque a recoger flores, sin contabilizar los muertos probables, eso es demasiado irresponsable para mi gusto.
Así pues uno se gana enemigos de lado y lado por su empeño en solicitar un poco de cordura, por decir que es necesario reinventar nuestra construcción colectiva. Yo le tengo miedo, lo digo en tono de confesión, a una confrontación que nos lleve hacia una dinámica más violenta, a un mayor número de fallecidos. Por supuesto que el gobierno no funciona, de eso no cabe dudas, pero no creo que uno pueda sustituir a un mal gobierno a la fuerza sin pagar un precio muy alto. Yo no creo que la violencia sea la partera de la historia.
Foto: Gladys Burgazzi
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