La vivencia de la conflictividad política actual ha permeado la mayoría de las esferas de la vida social. Nos preocupa que, ante este escenario, dejemos de ver y cuestionar otros hechos, eventos y vivencias que van dejando secuelas históricas para miles de familias venezolanas.

Las cifras oficiales reportan alrededor de 21.752 personas fallecidas de manera violenta en el 2016, según cifras emitidas por el Ministerio Público. Son estadísticas que revelan la magnitud de los eventos abrumadores y entristecedores, más aún si intentamos imaginar la cantidad de familias que se encuentran devastadas ante la pérdida de hijos, padres y hermanos.

La atención de las víctimas de la violencia es una exigencia que como ciudadanos estamos llamados a exigir al Estado. Numerosas experiencias latinoamericanas, en particular las de México, Colombia, Perú y Guatemala, nos han mostrado cómo en contextos de violencia crónica y pérdidas humanas masivas, como en el caso de esos países y el nuestro, la responsabilidad del Estado debe extenderse al plano de la reparación y protección a las víctimas de la violencia, a través de un Sistema dedicado específicamente a esta misión. Si bien los escenarios y contextos son diferentes, creemos válido y fundamental poder aprender de nuestros países vecinos respecto al acercamiento con las víctimas.

La experiencia latinoamericana nos habla de la reparación, entendiéndola como la compensación por las pérdidas, ya sea a través de indemnizaciones diversas pero siempre junto con la búsqueda de justicia. También en forma de satisfacción, haciendo un público reconocimiento a la situación de las víctimas y contribuyendo con la búsqueda de los responsables de los crímenes.

Junto con la reparación, la rehabilitación es una de las tareas de un posible Sistema de Reparación, brindando asistencia médica, jurídica y psicológica a las víctimas.

Crear un Sistema de Reparación, como lo ha dejado ver la experiencia en América Latina, exige el reconocimiento por parte del Estado de los crímenes cometidos, sea por negligencia o por exceso. Para las víctimas, no se trata solamente de encontrar alguna medida de satisfacción a sus pérdidas, cosa que no podrá alcanzarse, ya que el hijo asesinado no regresará jamás a casa; más bien se trata de buscar los medios para que no se continúen ejecutando acciones que contribuyan a la violencia y que, en última instancia, dejen más muertos. Esto es lo que se conoce como la garantía de no repetición, la acción más simbólica que puede llevar a cabo el Estado.

Hacerse cargo de las víctimas amerita reconocer que se trata de un gran problema a nivel nacional y que toca diseñar y, por supuesto, ejecutar políticas y programas que las atiendan, ese es el deber del Estado. El nuestro, como sociedad civil, pasa por organizarnos, denunciar, movilizarnos, presionar, así como participar en estas políticas y programas.

En este marco se sitúa igualmente la campaña latinoamericana Instinto de Vida– que busca reducir los homicidios en un 50% en los próximos 10 años-, que atrae a cada vez más organizaciones sociales de nuestro continente.

Reconocernos como una sociedad en donde las muertes violentas es uno de sus grandes problemas y exigir a nuestras instituciones políticas que se aboquen a resolverlo, es solo una acción necesaria que debemos promover en el gran esfuerzo por restituir la política y la democracia en nuestro país.

Puede que la instauración de un sistema de protección y reparación sea un marco en el cual el reconocimiento y el acompañamiento hagan posible que aquellos que más sufren la cruda violencia, puedan encontrar un horizonte para restituir sus vidas.

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