¿Hacia dónde nos llevan los líderes ciegos? ¿Hacia dónde aquellos que solo piensan en sus propios intereses? ¿Qué hacer con un liderazgo que no se encuentra a la altura de los tiempos? Nos encontramos ante un dilema crucial. Las crisis políticas de nuestra historia republicana solo fueron resueltas cuando hizo aparición un liderazgo fuerte, capaz de actuar con unidad de propósito, capaz de establecer un proyecto de país coherente e inclusivo, con la tesitura moral para asumir con honestidad los procesos de transformación que planteaban para la sociedad venezolana y para implementarlos con relativa eficiencia.
Ya es bastante malo que nos movamos entre las dinámicas de la escasez y de la inseguridad, pero esta lógica perversa de la incertidumbre en la cual estamos nos hace mucho daño. Es interesante la manera como nos conjugamos en tiempo presente, hemos dejado de percibir que el futuro es posible. Así el tiempo transcurre sin que pase nada, como si nos encontrásemos estáticos. Es lo propio de una sociedad que se mueve al término de su necesidad por sobrevivir una cotidianidad en la que las cosas no funcionan bien.
Creo que enfrentamos una pregunta vital. ¿Cómo nos modelamos de cara a la construcción del futuro? Desde allí derivan algunas preguntas imprescindibles: ¿Cómo construimos un espacio político que garantice una convivencia coherente entre nosotros? Una convivencia que nos permita tomar en cuenta a los demás, reconocernos como un país de ciudadanos y no de clientes, dejar a un lado las prácticas populistas que nos caracterizan, relacionarnos desde la comprensión del otro como un sujeto equivalente, valorar positivamente las diferencias que entre nosotros puedan existir, entender que en este país podemos y debemos caber todos.
Estos parecen ser algunos de los retos que enfrentamos como sociedad en este momento particular en el que vivimos. Es imprescindible que superemos los retos que estos tiempos de transformación nos imponen. Vivimos una de las crisis más profundas de nuestra vida republicana, lo hacemos de manera desbordada.
Parecemos no comprender que al final de la historia situaciones tan dramáticas como estas que vivimos no pueden resolverse desde miradas parciales de una realidad que es demasiado compleja. Acá lo que esta en juego es el futuro de un país que se juega en las calles a un precio demasiado alto. Ver la destrucción sistemática en la cual estamos atrapados causa dolor y desaliento.
Las apuestas suenan absurdas. De un lado se nos plantea una constituyente que a todas luces no cuenta con el consenso necesario. Se plantea un cambio del contrato colectivo que no será el resultado natural de una negociación sino, más bien, de una imposición de la fuerza. Tal y como están las cosas tendremos un proceso constituyente, eso para mí está bastante claro, más allá de lo que pueda o no estar oculto a nuestra mirada; lo importante es que no se ha consensuado suficientemente un modelo de sociedad por el cual apostar.
De otro lado se nos plantea una salida orquestada a fuerza de marchas y manifestaciones, como si lo que acá se estuviese discutiendo fuese pura y simplemente un cambio en el ejercicio de las instancias del poder. Como si sustituir a un grupo gobernante por otro pusiese fin a todos nuestros problemas. Lamentablemente, el asunto que tenemos entre manos es mucho más complejo. No se trata pues de imposiciones o de conspiraciones, de ver a buenos y a malos enfrentados, de devorarnos entre nosotros mismos, se trata de constituirnos como una sociedad viable, capaz de generar bienestar y satisfacer nuestros intereses individuales y colectivos.
La democracia requiere que prevalezca la pluralidad, que muchas voces tengan la capacidad de ser expresadas y valoradas adecuadamente, que tengamos la posibilidad cierta de escucharnos de manera respetuosa, de aceptar las diferencias. No hacerlo así nos coloca frente a frente con la violencia. La violencia es siempre dolorosa. Hemos experimentado ese dolor en quienes han sido victimas mortales de la violencia. Muertes que no se resuelven colocando a las calles de la ciudad los nombres de los fallecidos o levantando altares.
El asunto es, como suele suceder, mucho más complejo de lo que quisiéramos. Resolver esta situación amerita que prevalezca la racionalidad, que actuemos como ciudadanos, que tengamos mayor capacidad para la contención de nuestras pasiones. Por otro lado requiere de un liderazgo con una visión mas amplia, capaz de reconocer que se equivoca, más dispuesto a una acción política construida desde un ideario político que incluya. Un liderazgo que reconozca que el país no le pertenece, que no merece gobernar por definición, sino que lo hace como resultado de la Voluntad General de la Nación. Voluntad que tiene el deber de respetar. Vivimos un momento crucial.
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Las opiniones emitidas en los artículos publicados en esta sección son de la entera responsabilidad de sus autores. Efecto Cocuyo.
Su reflexión, estimado Dr. Latouche, nos la hacemos muchos hoy en día. Y las interrogantes surgen con mayor facilidad que las fórmulas para resolver esta crisis sociopolítica:
¿Cómo consensuar un nuevo modelo de gestión gubernamental en una sociedad que tiene la división tatuada a la fuerza en su ADN?
¿Realmente nos interesa resolver nuestras diferencias o simplemente queremos cambiar nuestro rol protagónico y conservar la mirada enemiga mutua?
¿Somos realmente capaces de reinventarnos como sociedad?
¿Es necesario que aparezca un nuevo mesías, tal como lo representó Hugo Chávez en su momento?
¿Estamos siendo conscientes del impacto que puede tener nuestro accionar en el corto, mediano y largo plazo?
Creo que el asunto radica en que comprendamos todos la magnitud de nuestro problema. Esa es la piedra angular de todo cambio.