Para el año de 1827 el jefe superior de Venezuela es un hombre nacido en el llano y llamado José Antonio Páez. La independencia del país se ha sellado seis años antes con la Batalla de Carabobo. El Libertador, en sus afanes colombianos, separa las aguas con Santander, en Bogotá. Ignora que tres años después va a morir en Santa Marta, muy cerca del mar que tantas veces surcó movido por sus anhelos. En la misma Caracas de Simón Bolívar, nace el 10 de febrero un varón al que luego bautizan con los nombres de Martín José de Jesús. Es hijo de un oficial español que llegó a estas costas como uno más de las tropas del brigadier Canterac. Se llama Antonio de Tovar y juró ante el altar amor eterno a Damiana Tovar Liendo. Había nacido en Granada y venía dispuesto a dejar sus huesos muy cerca del Orinoco, sobre la raya del Ecuador. Su esposa era hija de Martín de Tovar y Baños quien, sin duda, descendía de José de Oviedo y Baños.
El hijo de los Tovar
Martín Tovar y Tovar fue bautizado en la catedral de la ciudad donde respiró por primera vez y en la que dejó de hacerlo 75 años después. Recibe las aguas bautismales el 18 de febrero, apenas una semana después de haber nacido. Lo espera una zona del mundo depauperada por los estragos de la guerra y zarandeada por los demonios de la codicia y la desintegración. Así describe el general Ramón de la Plaza en sus Ensayos sobre el arte en Venezuela, el país al que pertenece el recién nacido: “Emancipada Venezuela de la madre patria, los elementos que dejó en pie el sistema colonial, en las artes señaladamente, y que no fueron otros que las obras rudimentarias que de España vinieron a estos dominios, la gente independiente mal pudo de ellos derivar sino exiguo aprovechamiento. Establecida la República, labor enojosa hubo de tocar a los libertadores en el empeño de implantar un Gobierno que, por fuerza, había de luchar necesariamente con las prácticas arraigadas del hábito colonial.”
Ésta es la República a la que con su vida de pintor ofrendará, años después, el hijo de don Antonio y doña Damiana. Conjunción paradójica de un oficial realista que decide quedarse después de la derrota, y una mantuana caraqueña con algunos años más de residencia y pertenencia. De hecho había nacido en Caracas y la República, recientemente creada, le atañía completamente.
La formación caraqueña
Para un joven que quisiera ser pintor las opciones educativas en Venezuela eran muy escasas. Sin embargo, al niño Martín, de 12 años, lo encontramos el año de 1839 inscrito en los cursos de dibujo que impartía el maestro Antonio José Carranza. Años antes funcionaba la llamada “Sociedad de amigos del país”. A ella pertenecían unos parientes cercanos de Martín José; Manuel Felipe y Domingo de Tovar. Este último se había formado en Europa en las artes del dibujo y la pintura y puso empeño en que esta institución divulgara estos quehaceres. Así fue como escogió al joven Carranza, el más aprovechado, para recibir la formación necesaria que luego le permitiera enseñar el oficio. Creció tanto Carranza que llegó a ser director de la Academia que auspiciaba la “Sociedad de amigos del país”. Allí recibió sus primeras clases aquel primo de los Tovar.
Para el año siguiente (1840) el adolescente hijo de don Antonio y doña Damiana ingresa en el Colegio La Paz. Allí recibirá la instrucción necesaria para obtener el título de bachiller. Pero, además, la destreza que había demostrado para el dibujo, certificada por Carranza, le hizo propicio el camino en el colegio. Allí el profesor de dibujo era Carmelo Fernández, sobrino del general Páez y a quien, junto a Carranza, se le tiene como uno de los iniciadores de la enseñanza artística. La obra que logra hacer Fernández es de gran importancia para el país, pero no es objeto de estas líneas. No hay duda de que fue fundamental para la formación de Martín José en el colegio que regentaba don José Ignacio Paz del Castillo. Años después el profesor Fernández, estimula a Tovar y Tovar en el sueño de irse a Europa a completar su formación.
Influye también en la formación de aquellos años iniciales el profesor Celestino Martínez. Éste daba sus clases en el colegio Roscio, institución a la que asistió Martín José a recibir enseñanza. Allí trabó amistad con Arístides Rojas, Antonio Guzmán Blanco y el padre del pintor Cristóbal Rojas, mientras seguía las prescripciones del maestro Martínez. Años después, su compañero Arístides Rojas deja sentado en un escrito que Tovar y Tovar frecuenta la casa del médico francés Lebeau, quien, según Rojas: «ejerció grande influencia en sus estudios». No hay motivos para dudar de la palabra de don Arístides y, aunque no consta en ninguna parte, debe suponerse que conoció y recibió el influjo de Lewis Brian Adams y del francés Armand Paillet, ambos residentes en la Caracas de entonces y ambos aficionados a la pintura.
Quizás apremiado por su situación económica, a la edad de 17 años, el bachiller Tovar y Tovar establece una empresa de servicios litográficos. Meneses y Tovar se llama la firma que adquiere las máquinas a Stapler y Müller y comienza a funcionar en casa de Antonio Damirón. Este último, conocedor del negocio y del oficio. Martín Tovar y Tovar cuenta 23 años y el horizonte de su país se le hace estrecho. Sus primeros años de formación han concluido. El destino es Europa.
Los aires de Europa
Los consejos de Carmelo Fernández, el sacrificio económico de sus padres y su voluntad lo embarcan rumbo a Madrid. Corre el año de 1850 y el puerto de La Guaira se va haciendo imprecisable a la distancia. Cinco años largos lo esperan más allá del Atlántico. La Venezuela que abandona Tovar está diezmada por la desolación y las deudas. Sin embargo, con lo poco que produce la hacienda Mopia de don Antonio Tovar el joven pintor emprende el viaje con las cartas que le facilita el embajador de España en Caracas. Entre ellas va una dirigida al marqués de Remisa con la que pretende abrir las puertas de la Academia de San Fernando. Felizmente así fue y en ella logra inscribirse. Fue alumno de José de Madrazo en colorido y composición; de Federico de Madrazo en arqueología y ropaje; de Antonio Esquivel en anatomía pictórica; de Patricio Rodríguez en perspectiva, y de Francisco José Fabre en historia y costumbres.
De la situación de la pintura española de entonces Enrique Planchart hace un dibujo exacto, leamos: “Dos tendencias dividían entonces la pintura española. De una parte los afrancesados, con algo de la manera de David, uno de cuyos campeones era precisamente don José de Madrazo, y de otra, los tradicionalistas españoles, que, recogiendo de la herencia de Goya sólo lo superficial, iban derivando hacia la representación romántica de lo popular y lo local.”
Más adelante Planchart, refiriéndose a Tovar y Tovar en el ensayo biográfico que le dedicó, afirma: “El joven venezolano, ya obediente al sentimiento de ponderación que lo caracterizará siempre, no se deja alucinar por ninguna de estas tendencias; atiende principalmente las enseñanzas de Madrazo; pero más que de éste aprendió de su hijo, Federico de Madrazo, y del ejemplo de Vicente López, el arte del retrato: la simplificación de los medios para obtener la expresión y aquella gracia particular para intensificar el trazo lineal, que cierra la figura en armonioso conjunto, sin aislarla de los accesorios del cuadro.”
Como suele suceder, la formación madrileña de Tovar no se circunscribe exclusivamente a la Academia. Es un asiduo de los museos, donde desentraña el arte de los clásicos, y los usos de sus contemporáneos. Coincide en la Academia con otro venezolano, Pedro Lovera, hijo del pintor Juan Lovera, y debemos suponer que fueron juntos a estos recintos del arte hasta que en 1852, dos años después de su llegada, nuestro pintor decide mudarse. Ya los viajes, lejos de intimidarlo, le gustan. Se ha acostumbrado a que el mundo es ancho, pero transitable. Hace maletas y se va a París: allí las puertas de su formación se harán todavía más vastas. De estos años madrileños es su obra titulada La Vendimia (1851, circa) donde pueden apreciarse las influencias de sus maestros españoles. Los años parisinos que se inician serán fundamentales en la biografía del pintor. Así como en el cuadro unas mujeres recogen las uvas, años después Tovar recogerá los frutos de su siembra europea.
Al llegar a París nuestro pintor se inscribe en la Academia particular de León Coignet. La influencia de este maestro en la pintura de Tovar es evidente. Y no le falta razón a Enrique Planchart cuando le resulta lógico que Coignet y Tovar congenien enseguida. En verdad, son espíritus que se avienen fácilmente. Alfredo Boulton le atribuye a estos años con Coignet una importancia decisiva: “Durante esos años se inicia en verdad su formación académica y se revela el talento que luego habría de demostrar en los lienzos que vamos a comentar y que son algunos de los que han dado justificada fama a su nombre.”
Al año siguiente de su llegada a París ya debe haber recorrido los museos y los salones. Seguramente lo ha hecho con el maestro Coignet y con su condiscípulo Jean Paul Laurens. Ha visto los lienzos de Ingres y de Delacroix, de este último toma su impronta para pintar un cuadro extraño en el conjunto de su obra: Paisaje en Egipto (1953) se titula y, seguramente, es una alegoría de otro porque jamás fue el pintor hasta las tierras que surca el Nilo.
Del año 1854 es una obra capital para el conocimiento de su pintura. Autorretrato se titula el lienzo donde un hombre de 27 años se ve, por primera vez, a sí mismo. Va mucho más allá de lo evidente porque persigue fijar su propio rostro. La obra, además de su valor intrínseco, representa la primera interpelación a la que se somete el artista. Ya sabemos lo importante que son los autorretratos para el conocimiento de sí mismo y para pulsar las posibilidades que tiene cada quien en el ejercicio de sus saberes y oficios. En el autorretrato se ve un hombre con barba, con la mirada profunda y la mitad del rostro iluminada y la otra en tinieblas. La dureza de la línea de la nariz le da un aire de gran adustez, aunque no llega a ser severo. Es un romántico.
De la formación parisina de Tovar, Enrique Planchart afirma: “De los pintores venezolanos que han estudiado en París, sin duda alguna ha sido Tovar quien lo ha hecho con mayor independencia, gracias a la ponderación de su carácter. Guiado por el ecléctico Coignet no olvida el verismo propio de la escuela española donde dio sus primeros pasos, y se abstiene de seguir francamente las huellas de un pintor o de una secta determinada.” Hay que señalar que el ensayo biográfico de Planchart data de 1952. Es muy probable que, si lo hubiera escrito hoy, su opinión habría sido matizada.
Han pasado cinco años y la primera experiencia europea del artista concluye. Regresará a París en varias oportunidades, pero esta primera estadía marcará los años por venir. No se ha unido sentimentalmente, de manera definitiva, con nadie. Es un hombre joven que quiere hacer su trabajo.
Vuelta a la patria
El costo de cinco años en Europa ha debido pesar en el patrimonio de los padres, el pintor emprende el regreso en la goleta danesa Isabel. El día 22 de enero de 1855 pisa el suelo de La Guaira. El ambiente artístico caraqueño no es el más estimulante para un hombre que viene de París. Pero Tovar trae un proyecto: le propone al Gobierno Nacional irse a Europa, por cuenta del Estado, a copiar obras clásicas para luego traerlas y formar un museo. La respuesta fue lacónica y contundente: “las arcas están vacías”. La vida política y la guerra no dejan espacio ni recursos para el arte. La muestra que traía para convencerlos quedó solitaria. Se trataba de Ecce Homo de Murillo. Con la carencia de recursos fallecía su proyecto.
El camino que toma es relatado por su alumno Antonio Herrera Toro en un artículo para El Cojo Ilustrado, dice: “se dedicó a hacer lo único que en materia de arte le ofrecía el estrecho escenario de la capital; es decir, retratos. Retratos que maravillaron por la extraordinaria semejanza, por la frescura del colorido, por la manera nueva, enteramente diferente de las que hasta entonces eran aquí conocidas.” Pero los primeros encargos no fueron muy reconfortantes: le solicitaban la reconstrucción fisonómica de un difunto, a partir de un daguerrotipo difuso, otras veces le solicitan la reproducción de imágenes religiosas. Y, para colmo, no eran demasiados los encargos.
Los primeros retratos
La vida no le sonríe a Tovar en Caracas. En cambio, acomete sus primeros retratos de significación teniendo a sus parientes como modelos. Ha debido contribuir con su oficio el tiempo sosegado de la capital de entonces y, seguramente, sus familiares han posado con paciencia para el joven pintor.
En 1856 ejecuta el retrato de su padre, don Antonio Tovar, que bordea los 60 años. Sobre esta obra Boulton afirma: “En este sobrio lienzo, resaltan con indudable verismo los severos rasgos que reflejan el carácter y la personalidad del modelo. La materia está trabajada con una pasta bastante diluida, como amasada en varias capas superpuestas, para obtener ciertas transparencias. Tales veladuras alcanzan a dar al rostro un magnífico modelado. El tiempo pasado en Madrid y en París fue indudablemente muy bien aprovechado. Esto indica también un hecho que vale la pena destacar, pues revela que el artista hubo de recibir en su ciudad natal una esmerada educación plástica que le permitió asimilar tan rápidamente las lecciones europeas.”
Esta última opinión contrasta con la de Planchart, quien se refiere despectivamente a la instrucción que recibió de Carmelo Fernández, y anota cierta informalidad en los estudios caraqueños de Tovar. Pero al margen de estas diatribas, el retrato está centrado en el rostro del padre. La luz enfoca el ojo izquierdo e importa muy poco todo lo que no sea su rostro. De mirada adusta, su padre es un hombre mayor con rasgos faciales similares a los de su hijo. No deja de ser interesante que después del Autorretrato, la obra que emprende Tovar sea la del rostro de su padre.
Dos años después (1858) culmina el retrato de su hermana Doña Ana Tovar y Tovar de Zuloaga. A esta obra Boulton la considera como “el mejor ejemplo del género dentro de nuestra historia pictórica”. En verdad, es un retrato extraordinario por varias razones: el juego de las tonalidades del rojo que se forman entre el traje de la joven señora, el sofá donde está sentada y la cortina del fondo. Y como surgida de estas modalidades del color de la sangre, su cara blanquísima apoyada sobre su mano derecha. No han faltado quienes hallen altivez en esta obra, pero yo no la encuentro por ninguna parte. La expresión del rostro es serena, como si ex profeso ni la hermana ni el pintor se permitieran traiciones en su tranquilidad. La pose no es majestuosa, por el contrario, es doméstica y si no fuera por la columna con la enredadera en su base, se podría pensar que fue espontánea la escogencia del decorado. Allí está, en el ángulo superior izquierdo, como haciendo un guiño, el telón de fondo que usaban los pintores de la época. Quizás lo más importante que propone esta obra sea el trabajo de conjunto entre el vestido y el rostro, propiamente. Tovar se le escapa al imán del rostro y atiende al entorno, se detiene gozoso en las caricias de la luz sobre el traje.
De este retrato Juan Calzadilla afirma: “Obra, en justicia, considerada como el mejor retrato de la pintura venezolana.” Sin duda, no exageran los críticos al ponderarla de tal manera. Es un retrato extraño, fino, en cierta medida inquietante, aunque no se propone provocar ningún desasosiego. Pero tanta naturalidad asusta, interpela, llama la atención.
En 1859 regresa Tovar y Tovar al colegio Roscio, pero esta vez no en su condición de alumno sino como profesor. Atrás quedaron los años en que allí fue tallándosele el gusto y la ponderación que tanto se han señalado. Ahora imparte clases de dibujo natural, lineal y topográfico a un poco más de doce alumnos.
El año siguiente hace un paréntesis en su afán retratístico y acomete una obra singular: La escena llanera, que comentaremos en el capítulo dedicado a su obra paisajística. La figura ecuestre del General Manuel Vicente de las Casas lo ocupa durante todo el año de 1861. El general es el padre de un pintor que descollará a finales del siglo que corre, se llama Jesús María de las Casas. Si el padre se entregó a las superficies pulidas de las armas blancas, el hijo se dio por entero al paisaje. El retrato ecuestre de Las Casas está fuertemente influido por la pintura europea que frecuentó recientemente el pintor. Si no fuera por una palmera que se alza en el follaje, bien podría ser una campiña francesa la que se ve al fondo. La pose marcial, si bien no es napoleónica, le da un aire de ingenua impostación al personaje. No es de sus mejores obras.
El año de 1862 Tovar regresa a París. Allí estará por un año y medio y, según Boulton: “se encontró con su compatriota Valentín Espinal, quien acudió al Museo de Luxemburgo a ver los cuadros que Tovar había copiado. Luego viajó a Londres, donde expondría dos lienzos en la Exposición Internacional del Crystal Palace. Los comentarios de la prensa londinense fueron elogiosos para el artista venezolano.” Sin embargo, Planchart en una nota al pie de página de su ensayo biográfico explica: “investigaciones recientes llevadas a cabo con toda escrupulosidad en Inglaterra, permiten afirmar que Tovar no exhibió su cuadro en ninguna de las exposiciones anuales organizadas por las sociedades artísticas londinenses, sino tal vez en otra de carácter menos oficial, como las del Crystal Palace, por ejemplo, o una de las llamadas Exposiciones de Invierno.»
Como el apunte de Planchart es anterior al de Boulton, suponemos que este segundo verificó que la muestra ocurrió en el Crystal Palace. Pero, en todo caso, las obras del pintor fueron admitidas, el pintor tocaba la puerta y esto es lo significativo. Al regreso de París le esperarían, como veremos, nuevas empresas.
La empresa Tovar y Salas, el Instituto de Bellas Artes y la primera exposición artística en Venezuela
Regresa en 1864 a Caracas y se asocia con José Antonio Salas para instalar en la esquina de Principal, en la Plaza Bolívar de la capital, un comercio llamado “Fotografía Artística de Tovar y Salas”. En el anuncio que promovía la firma podía leerse: “En este establecimiento frente a la casa de gobierno, se hace todo género de trabajos fotográficos, desde las más pequeñas dimensiones hasta el tamaño natural, iluminaciones al óleo, a la aguada, al pastel, a la tinta china, etc., etc. Retratos al óleo hasta el tamaño natural y de cuerpo entero, pintados sobre tela expresamente preparada y no sobre papel entelado. Se hacen también toda clase de reproducciones aumentadas o disminuidas. Se garantiza toda obra que salga del establecimiento. Parecido perfecto en todo retrato.”
Y así fue como nuestro pintor, en asociación con la fotografía, reinició su labor caraqueña. El sitio, poco a poco, se fue haciendo el punto de reunión de escritores, políticos y hombres de gobierno. Cuentan que hasta el propio Antonio Guzmán Blanco asistía a departir con propios y alejados, siempre arbitrados por la mesura de Tovar y Tovar. El atelier del pintor estaba en el piso de arriba pero, a juzgar por la producción pictórica de estos años, su labor no fue todo lo fértil que hubiera deseado. Los apremios económicos que implicaban la atención del negocio no lo dejaron plantarse a diario frente al lienzo. Está en la mitad de la vida, se acerca a los cuarenta años y aún no ha contraído matrimonio.
El 28 de octubre de 1868 se crea el Instituto de Bellas Artes y el Museo de Historia Natural. Al año siguiente, Tovar y Tovar dirige el Instituto y tiene entre sus alumnos a Antonio Herrera Toro, quien con los años, va a ser uno de sus más cercanos discípulos y hasta continuador de sus bocetos. En la situación política de aquellos años irrumpe en 1870 el general Antonio Guzmán Blanco con el triunfo de su Revolución Federal. Se inicia el gobierno del caudillo que se empeñó en modernizar al país. Las consecuencias de esta llegada al poder, en la vida de Tovar, van a ser determinantes, como veremos más adelante.
El llamado café del Ávila era el sitio de reunión de la sociedad caraqueña. Lo regentaba el señor Meserón y Aranda, cuando un pionero, viajero y empresario, James Mudie Spence, residenciado temporalmente en Caracas, organiza con la asesoría de Ramón Bolet, lo que se tiene como la primera exposición artística que se montó en Caracas. Pues a esta exhibición concurrió Tovar con tres obras al óleo: La miseria, Retrato de Isaac J. Pardo y un Estudio del natural. Junto a las suyas estuvieron, también, colgadas de las paredes, las piezas de Celestino Martínez, Anton Goering, Nicanor y Ramón Bolet Peraza, Ramón de la Plaza, entre otros. La afluencia de público fue inusitada y se estima en cerca de doce mil personas. Al recogerse la muestra, el viajero Spence regresó a Inglaterra y llevó consigo muchas de las piezas que había generosamente adquirido.
El año 1872 fue pródigo en acontecimientos. En él es decretada la construcción del Palacio Federal por parte de Guzmán Blanco. Esto fue decisivo para la consolidación del Tovar y Tovar que estimamos hoy, y de quién llevamos sus restos al Panteón Nacional en el año de 1983. Allí descansan desde entonces. El Palacio Federal es obra del ingeniero Luciano Urdaneta. Se previeron dos cuerpos: el sur, donde quedaban las cámaras de senadores y diputados, y el norte, donde se encuentra el Salón Elíptico. Primero se construyó el cuerpo sur y luego el norte, en ambos, como veremos, la mano diestra del pintor aportó lo suyo.
Teotiste Sánchez se convierte en su esposa el año de 1873. Planchart, en un párrafo atrevido, afirma: “El espíritu poco combativo de Tovar se hallaba francamente decaído, preparándose tal vez para una posible derrota, y en este estado de ánimo, después de una aventura mal conocida, contrajo matrimonio en 1873 con Teotiste Sánchez, hermosa mujer de temperamento vivo, inquieto y emprendedor; voluntariosa y no exenta de algunas extravagancias. Desde entonces Tovar vivió siempre en su compañía, quizás sin ser íntimamente feliz; pero a esta unión le debe sus mejores pinturas, pues fue su mujer quien lo animó a obtener diversos encargos oficiales y a pintar con más ambición.”
¿Por qué afirma esto Planchart? No podemos saberlo, pero sí es cierto que a partir de la unión matrimonial con Teotiste Sánchez, Tovar avanza en el período heroico, marcial e histórico de su obra. De haber vivido hasta el año 1873 su aporte, sin duda valioso, no habría sido de la significación simbólica que detenta. Los iconos de la nacionalidad que le debemos los venezolanos a Tovar no habrían aparecido. ¿Es casual que su pintura épica brote al lado de la mujer que lo acompañará en lo adelante? ¿Cómo podemos saberlo? Tan sólo podemos consignar el hecho y añadir otro: no tuvieron hijos. ¿Contribuyó esto a colocar toda la fuerza de la pareja en el trabajo pictórico? Sí, es muy posible, pero tampoco tenemos cómo probarlo.
Este año continúa la modernización que se propuso Guzmán Blanco. En la Universidad Central de Venezuela el Presidente ordena la creación de una cátedra destinada a la enseñanza de las bellas artes. Concluye el año y Tovar y Tovar ignora el encargo que el año siguiente le hará el Gobierno. Tiene cuarenta y seis años y aún le espera su etapa de mayor importancia histórica. El hombre apocado que retrata Planchart espera su turno.
Los retratos heroicos
El presidente Guzmán Blanco ha dispuesto la construcción del Capitolio, también ha llamado a su compañero de aulas para que pinte una galería de retratos de héroes nacionales. Van a ser colocados en el edificio que se levanta a un costado de la Plaza Bolívar. Al ser contratado por el Gobierno con este encargo Tovar se embarca, esta vez junto con Teotiste, y la emprende de nuevo hacia París donde alquila un taller en la rue Montaigne. Allí, lejos del fragor de la patria, podrá liarse con los lienzos, sin pausa y con las mejores condiciones. Dos años le tomaron la hechura de esta veintena de retratos.
Sigamos al general Ramón de la Plaza en sus comentarios: “Desde luego, en ese laborioso y concienzudo trabajo trasciende la maestría de un pincel refrescado en el éter de aquella ciudad patria de las artes. Entre muchos otros de la galería bien se descubre a Páez, el soldado legendario de las llanuras con la aureola de gloria de sus proezas. Flores, el hijo mimado de la fortuna que ostenta del uno al otro extremo de la antigua Colombia los triunfos de su valor y las galas de su talento. Silva, el indomable león que lucha poderoso para arrancar a la real corona su joya más valiosa. Soublette, el hábil diplómata. J. G. Monagas, el mártir de la democracia. Sucre, el héroe abnegado, víctima de sus méritos. Guzmán, el rayo de la tribuna. Falcón, el magnánimo campeón de la cruzada federal. Guzmán Blanco, el reformador de la patria; y tantos otros que sería difícil mencionar en el plan reducido que de estos apuntes llevamos.»
Y a la nómina que concatena De la Plaza podemos añadirle el juicio de Planchart: “Algunos son verdaderos aciertos psicológicos, sencillas páginas biográficas, sin ningún rasgo declamatorio. La actitud de los héroes retratados siempre es natural y aun reposada; las fisionomías, bien definidas, no están acentuados los gestos de fácil intención expresiva; sin embargo, gracias a bien estudiados efectos de paleta, a la entonación general de cada cuadro, al modo como está plantada la figura y la distribución de las sombras, alcanza una variedad de impresión, acorde con la significación histórica del personaje.”
Añadamos la nómina y luego comentemos algunas de las obras. Los próceres retratados por Tovar son: Simón Bolívar, Francisco de Miranda, Santiago Mariño, José Félix Ribas, Juan Bautista Arismendi, José Francisco Bermúdez, José Antonio Páez, Rafael Urdaneta, Antonio José de Sucre, Gregorio Mac Gregor, Francisco de Paula Santander, José Tadeo Monagas, Diego Ibarra, José Gregorio Monagas, Juan José Flores, Antonio Ricaurte y Francisco Antonio Zea.
En este año de 1874 coincide la febril producción de Tovar, en su taller de París, con la inauguración de la estatua ecuestre del Libertador en la plaza que lleva su nombre. La modernización guzmancista no se detiene y, a la par que continúa la construcción monumental de Caracas, se hacen las primeras pruebas del alumbrado público. Mientras tanto el pintor avanza con sus ensayos.
La crítica coincide en señalar que Tovar pintó a los próceres sin mayores apoyos iconográficos, es decir, contaba con escasas referencias fisonómicas, poquísimas fotografías, apenas algunos datos. Así fue como, seguramente, para captar el trasfondo psicológico de los personajes ha debido conocer sus historias, investigar acerca de sus vidas y luego añadirle mucho de su propia interpretación. La imagen que legiones de venezolanos tienen de sus héroes de la independencia les viene de los esfuerzos imaginativos del pintor caraqueño.
Los aires ingenuos que hallamos en el retrato ecuestre del general de las Casas han quedado atrás. En el retrato de Bolívar ninguna candidez asoma en su rostro, por el contrario, es una obra donde se alían magistralmente la seriedad del personaje con su proverbial vivacidad, esto lo logra Tovar. Incluso en la disposición del cabello, al margen de su frente amplia, trasluce una suerte de desarreglo como fruto del viento. Es como si el torbellino que sacudió el alma de Bolívar estuviese metafóricamente allí, en su cabeza, y lo traicionara en el brillo de la mirada. La mirada es un logro, qué duda cabe. No son los ojos de un desaforado, pero tampoco los de un hombre apacible. Son los ojos abiertos de un hombre acosado. Lo fundamental de la obra es la mirada y es lógico ¿dónde más estaba el fuego de Bolívar? Quizás en sus manos, pero ellas no forman parte del retrato.
El retrato del Gran Mariscal de Ayacucho ocasionó, con motivo del Bicentenario de su Nacimiento, un comentario de Alfredo Boulton en su libro Iconografía del Gran Mariscal de Ayacucho: “Éste es el retrato de Sucre más divulgado en Venezuela. Fue pintado en París por Martín Tovar y Tovar, al óleo sobre tela y mide 126,5 x 93,5 cm, exteriormente. Está firmado abajo a la izquierda y fechado en 1874. Le fue encomendado a Tovar y Tovar por el general Antonio Guzmán Blanco para adornar los muros del Salón Elíptico del Palacio Federal, donde actualmente se encuentra. El doctor Vicente Lecuna informa en Crónica razonada de las guerras de Bolívar, Tomo III, que fue tomado “según retrato original de la época”, pero sin mencionar cuál era su procedencia. A su vez Arturo Michelena, casi 20 años después, se inspiró en él para pintar el suyo. Son, por lo tanto, parecidos hechos de segunda y luego de tercera mano, aunque muy atractivos y correctamente pintados, pero cuyas facciones faciales son por demás muy discutibles.”
El verdadero rostro de Sucre fue una de las últimas batallas iconográficas que dio Boulton antes de morir. Con motivo del celebrado Bicentenario del Mariscal (1995) el crítico puso en duda la veracidad de su rostro y uno de los ejemplos fue éste del cuadro de Tovar. Boulton tiene razón en este aspecto, pero es obvio que esto nada tiene que ver con la calidad del retrato. La fidelidad al rostro de Sucre es algo ajeno al valor propiamente estético de la obra.
El Mariscal luce unos improbables guantes, el de la mano derecha sostiene una suerte de capa o de sobretodo que viene bajando desde su hombro derecho. En el pecho lleva varias medallas y alrededor del cuello va una cinta de la que pende otra medalla. La luz se posa sobre su frente y, en verdad, parece un hombre mayor, incluso más viejo que el joven que fue asesinado en Berruecos. Su aire no es imperial, no le cubren con naturalidad las ropas que lleva encima. El cielo del fondo es tormentoso, poblado de nubes. Si no fuera por la pechera marcial, el héroe no parecería un militar. Y esto está muy bien, es decir, Tovar captó la sensibilidad de Sucre: era más un estratega, un militar con formación, que un guerrero empírico. En el fondo, la guerra le resultaba más una calamidad que un motivo para calentarse la sangre. El Libertador en nadie confió tanto como en Antonio José de Sucre.
Al concluir el encargo de Guzmán Blanco, abandona el taller de la rue Montaigne y regresa a Caracas. Han transcurrido casi dos años de febril trabajo al lado de Teotiste, allá queda el sitio de trabajo al que regresaría varias veces, en lo adelante. El año de su regreso son llevados al Panteón Nacional los restos del Libertador y la transformación urbana emprendida por Guzmán Blanco no cesa: un teatro, un acueducto y hasta una estatua ecuestre del Presidente, unas cuadras más allá de un templo masónico.
Sobre la galería de próceres Juan Calzadilla tiene un juicio no demasiado favorable: “Frente a estas obras, donde la imaginación sustituye a la observación, debió sentirse limitado el artista. Sus personajes no son abstracciones, pero sí modelos ideales que palpitan con una vida interior y que, a la vez, se sitúan en un plano distanciado del espectador. Faltan los recursos de inventiva que apreciaremos en su obra posterior, precisamente porque estaba requerido Tovar de un mayor espacio y de asuntos de más ambicioso aliento.”
Sugiere Calzadilla, además, que el trato con las figuras de los héroes lo familiarizaron con el tema. Ciertamente, visto a la distancia, resulta una secuencia lógica de haber llevado a cabo la galería de retratos antes de los grandes lienzos y los murales. Es como si aquellos hombres circunscritos al espacio del retrato encontraran en las sabanas de la guerra su campo de acción. Es como si Tovar los hubiese animado, los hubiese hecho activos para el fragor de la batalla. En muchos sentidos, la vida de Tovar y Tovar vista retrospectivamente guarda una coherencia de hierro. ¿Habría podido batallar con los grandes espacios que pronto comentaremos sin antes delinear el rostro de los protagonistas? Es como un director que antes de ensayar la obra teatral escoge minuciosamente a sus actores.
La firma del Acta de la Independencia
Arístides Rojas nos brinda el origen de cómo urdió Tovar y Tovar el lienzo de La firma del Acta de la Independencia. Obra que, junto al Miranda en La Carraca. de Arturo Michelena, constituye uno de los pilares iconográficos de la nacionalidad. Ambas imágenes acompañan a un venezolano desde su nacimiento. Y no deja de ser curioso que el protagonista de ambas obras sea el más universal de los venezolanos: Francisco de Miranda. Pero sigamos el relato de Rojas: “Un día llega; era por los años de 1876 al 1877, cuando el sentimiento republicano en Francia, representado por la Asamblea, haría cargos al jefe del Estado, espíritu vacilante, en medio de una crítica situación. Discutíase en el cuerpo legislativo la conducta de Mc Mahon y la célebre frase de Gambetta, il faut se soumettre ou démeuttre, reto del orador al jefe de Estado, corría de boca en boca. París asistía a estos debates de los cuales debía nacer Crévy. Arrastrado Tovar por el entusiasmo de la población, llega a la asamblea, donde fogosos oradores volcaban los viejos andamios y traían nuevos hombres al poder. En medio de aquellos gritos jubilosos, triunfo espléndido de la idea republicana, cruza por la mente del artista un recuerdo: la asamblea venezolana de 1811, donde cree ver a Miranda, de pie, con la bandera de Colombia en la mano, que preside la sesión del 5 de Julio y proclama la Independencia de Venezuela.”
Fruto de este acicate parisino es el primer boceto de la obra que, según Rojas, fue realizado en la capital de Francia entre los años 1876 y 1877. Ha debido adelantarlo justo después de concluir la galería de próceres que le encargó Guzmán Blanco. Esta galería, finalmente, llega a su lugar definitivo el 21 de febrero de 1877 cuando es inaugurado el cuerpo norte del Palacio Federal, con los tres salones que lo componen. Éstos son el amarillo (oeste), el azul (elíptico) y el rojo (este) y de sus paredes penden los retratos que relacionamos antes.
Al año siguiente regresa a Caracas. El nuevo Presidente es Francisco Linares Alcántara y, de acuerdo con su voluntad, un nuevo Instituto Nacional de Bellas Artes es dirigido por el crítico de arte y músico Ramón de la Plaza. A la junta directiva pertenece nuestro pintor, junto a sus maestros Carranza, Martínez, su ex socio el fotógrafo Salas y su, también maestro, Carmelo Fernández. Este año caraqueño lo emplea en culminar un retrato del general de la Plaza y posa para su discípulo Antonio Herrera Toro quien, esmerado, le hace un retrato. Regresa de nuevo a París y la idea del cuadro homenaje a Miranda no lo abandona. El primer boceto no lo deja satisfecho. El segundo boceto, que retoma las proposiciones del primero, lleva fecha de 1880. Ha modificado el orden de la composición y decide enviarlo al Salón de los Artistas de París donde se expone muy destacadamente.
El marqués de Rojas, venezolano y embajador (en aquella época los llamaban ministros) de Venezuela en Francia adquirió la pieza. En aquella oportunidad un corresponsal latinoamericano en París redactó una nota sobre la exposición, y al llegar a Tovar, refiriéndose, por supuesto, a la obra en cuestión, dijo: “[…] descuella entre todos noble y majestuosa la figura de Miranda. Está con el bello uniforme de general republicano francés que era la parte gloriosa que en las luchas de la república francesa le hicieron acreedor a esa distinción. Es el solo americano cuyo nombre aparece en el Arco de Triunfo de París.»
En relación con el traje de Miranda parece poco probable que el 5 de Julio llevará un uniforme francés, así lo señalan tanto Caracciolo Parra-Pérez como Enrique Planchart, pero es menos probable aún que Tovar ignorara esto. Entonces ¿por qué lo vistió de general republicano francés? Planchart cree que por motivos artísticos. Es posible, aunque tampoco podemos olvidar que la obra fue pintada en París y, según Rojas, el motivo inicial era rendirle un homenaje a Miranda que fue, como sabemos, una gloria para Francia, además de un héroe venezolano. En cualquier caso, Tovar prefirió alejarse del estricto dato histórico y optó por uno más complaciente con sus deseos, con la imagen que se había formado del Generalísimo. También cabe la posibilidad, aunque los críticos la consideren remota, de que Miranda llevara este traje ¿Por qué no? Era su traje de luces y un orgullo ganado por sus dotes militares. Finalmente, lo interesante es la decisión de Tovar: el uniforme es el de general francés.
Este segundo boceto le valió a nuestro pintor que el Gobierno venezolano le encargara una obra definitiva para celebrar el Centenario del Nacimiento del Libertador. La apoteosis bolivariana provocó la venida a Caracas de innumerables delegaciones de todos los rincones del país. Guzmán Blanco, exultante, fue condecorado por el papa León XIII, con las insignias de Gregorio XVI. Para la alegría de la celebración rueda sobre rieles, por primera vez, el ferrocarril Caracas-La Guaira y se apuran las firmas de diversa entidad con gobiernos extranjeros. Forma parte del programa de eventos una exposición artística. A ella traería Tovar su gran lienzo, motivo por el cual se creó una gran expectativa.
El jurado ad hoc para esta justa, presidido por el general Ramón de la Plaza, le otorga el primer premio a la obra de Tovar, el segundo y el tercer premio corresponden a Arturo Michelena y Cristóbal Rojas, respectivamente. Antes de viajar a Caracas, con la obra concluida, el pintor, según relata Arístides Rojas, quiso conocer la opinión de maestros franceses: “[…] visitaron el taller del modesto venezolano los pintores Bonnat, Demar, Munkatsky, Deconing y otros, quienes estrecharon con efusión la mano del compañero, después de haber contemplado la obra y haberse detenido en las dificultades vencidas.”
Ya en Caracas el cuadro llega a su sitio: el salón de sesiones del Concejo Municipal, antigua capilla del Seminario de Santa Rosa, lugar donde acaeció la escena pintada por Tovar. Casi un siglo después, la obra se trasladó al Salón Elíptico, sitio donde permanece desde entonces.
Sobre la obra se han formulado diversos juicios, veamos el de Juan Calzadilla:“[…]demostraba Tovar, en aquel cuadro, que podía desempeñarse en escenas multitudinarias y abocarse con éxito a empresas más ambiciosas que el simple retrato, que podía resolver todos los problemas que le planteaba la disposición de las figuras dentro de un espacio arquitectónico cerrado, cuya atmósfera y luces han quedado magistralmente interpretadas; las masas, ordenadas en función de la corrección de la perspectiva renacentista, el clima de idealización heroica captado con solemnidad, sin venir en detrimento de lo vívido de la escena y, finalmente, plasmado en temperadas armonías de grises, formando un dinámico ritmo que se cierra en las figuras centrales, el movimiento de las formas que se enlazan siguiendo un ritmo horizontal, de un extremo a otro de la composición”.
Como hemos señalado antes, el personaje central de la obra es Miranda. Sobre él llega la luz, especialmente sobre su rostro y cabellera blanca. No olvidemos que en un principio se titularía de otra manera (El constituyente de 1811) y luego se le denominó de la forma definitiva actual. Tres bocetos la preceden o, como prefiere llamarlos Planchart, varias versiones hay de la obra. Aunque el icono definitivo es uno solo: la versión final expuesta en 1883 y de la que Enrique Bernardo Núñez opina: “[…] es para nosotros como la Silva de Bello a la zona tórrida, la Vuelta a la patria de Pérez Bonalde o la música del Gloria al Bravo pueblo”. Ciertamente, es una de las imágenes fundamentales de la venezolanidad.
La gesta del muralista
Al año siguiente del Centenario del Natalicio del Libertador y, seguramente, como consecuencia del éxito alcanzado con el lienzo de La firma del Acta de la Independencia, Guzmán Blanco propone a Tovar otra empresa.
En el contrato que se redacta y se firma por parte del Gobierno y el pintor, se establece taxativamente el compromiso del artista de pintar siete grandes lienzos. Ellos deben representar las batallas de Carabobo, Boyacá, Junín y Ayacucho, el Tratado de Coche y dos alegorías: la de la paz y la del progreso. El monto estipulado por estos murales es de cuatrocientos mil bolívares que, sin duda, representaban una suma altísima para la época. En verdad, Guzmán Blanco entendía la importancia de estas obras y estaba dispuesto a pagar el precio. Prueba de su especial interés en el asunto es que encamina sus pasos hacia el campo de Carabobo, donde ocurrió la batalla. Allí lo espera Tovar y tan sólo podemos imaginar el contenido de sus diálogos. Se han debido pasear por los accidentes de la topografía, por el sitio que los héroes llevarían en el lienzo, por las escenas que podrían destacarse. En fin, no podemos saber lo que hablaron mientras Herrera Toro escuchaba, pero suponemos que fue intenso y prolijo el encuentro.
Antes de continuar, despejemos el campo de lo que se hizo y lo que no pudo hacerse. Le alcanzó el tiempo para concluir los murales de Carabobo, Junín y Boyacá, dejó un boceto del de Ayacucho y, por razones políticas, no se hicieron los murales del Tratado de Coche, ni las alegorías de la paz y del progreso. La razón la acuña el historiador Francisco González Guinán al atribuírsela a la reacción de Juan Pablo Rojas Paúl contra Guzmán Blanco. En todo caso, no se llevaron a cabo.
Los apuntes de Carabobo los hizo el propio Tovar, como vimos antes, y los completó Herrera Toro, quien viajó al sitio a tomar las notas correspondientes. En tanto esto ocurre, Tovar viaja de nuevo a París. Es allá donde dispone de los instrumentos necesarios para acometer sus grandes murales. En el vapor que lo lleva también va un joven pintor por quien profesa simpatía: Arturo Michelena se llama. Han debido ser compañeros de viaje muy afables, y desde la cubierta del barco, al vaivén de las olas del Atlántico, quién sabe cuántos artificios pictóricos se transmitieron el uno al otro. Ya en París, Tovar abogó por Michelena y éste entró en la Academia Julian. Allí cursaba estudios otro grande de la pintura venezolana: Cristóbal Rojas.
Fatiga Tovar casi tres años en su taller parisino para concluir el mural de la Batalla de Carabobo. Con frecuencia recibe a su mecenas Guzmán Blanco en el taller de París. Éste lo visita y lo anima en su faena. Para descansar, el viajero Tovar se desplaza hacia la campiña francesa y luego vuelve, renovado, a enfrentar su batalla.
Llega a Caracas a finales de 1887 con el lienzo de la Batalla de Carabobo concluido. Llevó tiempo instalarlo en el techo del Salón Elíptico, pero una vez montado le tocó al presidente Rojas Paúl inaugurarlo. Esto ocurrió al año siguiente de la llegada. Sobre la obra como tal, vemos la opinión de Planchart: “Cuando el pintor trata, como lo hizo Tovar en Carabobo, de resolver el problema por medio de la representación de diversos episodios, arriesga mucho la unidad de la composición, de suerte que este escollo lo han evitado por lo general los pintores clásicos de batallas. Tovar luchó contra este obstáculo poniendo para el buen suceso cuanto le permitieron su serenidad, su comedimiento y sus dotes de pintor bien enterado del oficio.”
La hechura de un mural de estas dimensiones, que va a ser colocado en un techo, presenta unos problemas técnicos difíciles de resolver, además de las resistencias propiamente pictóricas. Para la época, ningún pintor venezolano habría podido encarar estas dificultades, y poquísimos latinoamericanos lo habrían podido hacer.
Antes de regresar a París con el objeto de continuar con las batallas de Boyacá y de Junín, descansa a orillas del mar. Macuto es el sitio escogido por el pintor para “temperar” y pintar algunos paisajes que comentaremos más adelante. Cumplido el reposo regresa a su taller de la rue Montaigne. Corre el año de 1890 y, antes de continuar con los grandes lienzos, pinta un retrato de Guzmán Blanco. Después, su paleta toda estará al servicio de las batallas que logra concluir en 1894. Navega una vez más con los grandes lienzos y, al año siguiente, oye las palabras del presidente de la República, Joaquín Crespo, el día de la inauguración de los murales.
En la Batalla de Boyacá puede verse el momento en que el general José Antonio Anzoátegui entra en escena para garantizar la victoria de Bolívar. Las proporciones son distintas a las de la Batalla de Carabobo y similares a las de la Batalla de Junín. Con esta obra ocurrió una desgracia: se desprendió del techo y quedó arruinada. Tovar, ya viejo y cansado, ni siquiera quiso ir a ver el estropicio. Su discípulo Herrera Toro la realizó de nuevo con base en el boceto de Tovar, años después. El tema fundamental de la obra es el del triunfo de Bolívar, rodeado de su estado mayor. También después, el mismo Herrera Toro, concluye la Batalla de Ayacucho con base en un boceto de su maestro.
Han pasado diez años desde que firmó el contrato con Guzmán Blanco. Diez años de tareas cotidianas en su taller de París y de viajes a Venezuela con el fruto de su constancia. Era un empecinado. Si no, cómo entender que haya podido avanzar con esta labor titánica. En 1897 cumple setenta años y sigue pintando. De este año son los retratos de tres contemporáneos suyos: Agustín Aveledo, Santiago Machado y Juan E. Linares. Así como uno de Joaquín Crespo y su esposa (misia Jacinta). Pero no sólo el retrato lo ocupa, sino que el paisaje lo llama poderosamente. El Ávila es uno de sus temas.
Los paisajes del historiador
Con frecuencia la crítica en Venezuela ha tendido a fijar hitos fundacionales que olvidan el pasado. No sólo me refiero a la crítica plástica, incluyo la literaria y la de las ideas en general. Digamos que la crítica cultural ha tenido una suerte de fascinación por hacer tabula rasa con el pasado; se ha empeñado en ignorar una tradición, bien sea porque la desconoce o por seguir el canto de sirenas de la mitología vanguardista o revolucionaria.
En la literatura venezolana la crítica viene rodando cada vez más hacia nuestros días el nacimiento de la modernidad, primero fue Pérez Bonalde, después Ramos Sucre, después Gerbasi y, más recientemente, Sánchez Peláez. Antes de ellos la modernidad no asomaba su cuello largo. En artes plásticas algo similar ha ocurrido. La tendencia ha sido la de fijar al Círculo de Bellas Artes como el hito fundamental e ir dejando en el olvido el siglo XIX. Ya lo decía Francisco Da Antonio en un ensayo de 1962: “El vicio de inadvertir las concatenaciones dialécticas que vinculan en el tiempo y en el espacio los acontecimientos y la obra de los hombres, constituye una de nuestras fallas más comunes y la desorientación en lo que a la historia del arte venezolano se refiere es por cierto alarmante.”
En el fondo, Da Antonio se alarma con algo que aún sigue vigente: no hemos logrado articular una tradición. Tenemos universidades, pero el conocimiento de nuestra realidad no lo fundamos sobre una tradición histórica. Es como si ignoráramos que lo que hacemos hoy se fundó ayer y lo de ayer, el año pasado y así el hilo de Ariadna puede llevarnos al origen de la tragedia. Insisto: no sólo el arte venezolano ha adolecido de esta ceguera, de esta falta de visión de conjunto, no, casi todo el quehacer nacional adolece de la constitución de una tradición.
Pues esta disquisición de Da Antonio el año 1962 tiene su punto de partida en la afirmación del tantas veces citado Enrique Planchart, éste afirmaba: “Quien haya seguido el hilo de la evolución de Manuel Cabré y Federico Brandt, de Monsanto, de Monasterios y de Reverón y quien haya visto las obras que estos artistas han preparado últimamente, comprenderá que, a pesar de todo, hoy se comienza a echar las bases de una tradición artística venezolana.” A esta afirmación tajante de Planchart, Da Antonio le respondió: “No serían, pues, los hombres del Círculo de Bellas Artes quienes habrían de iniciar la cultura de Venezuela: ya esa tradición existía y es evidente que ni ellos mismos se propusieron el equívoco teórico del joven Planchart.”
Y es que con su afirmación Planchart olvidaba el siglo XIX pictórico venezolano y allí ocurrió la obra de Tovar y Tovar que, aunque muchos lo olvidan, pintó paisajes. Estamos ante otro vicio muy frecuente de la crítica: como Tovar y Tovar se destacó enormemente por su pintura épica, los críticos pareciera que consideraran suficiente con darle este puesto en la historia y olvidaran su obra paisajística. De nuevo, es exasperantemente común que la crítica sólo acepte la excelencia en un género: si es un gran poeta, no puede ser un buen narrador, si es el pintor épico por excelencia, cómo va a ser, además, un gran paisajista.
Oigamos a Alfredo Boulton: “En sentido general fue el gran relator de la historia venezolana, por cuanto utilizó anécdota patria, en gran escala y dimensión nacional para narrar gráficamente nuestra gesta político-militar. Con él penetramos también en lo que podría llamarse la era contemporánea de nuestra pintura.” De acuerdo, pero ¿y su obra paisajística? ¿Cómo se explica una sin la otra?
Ya antes Mariano Picón Salas había comparado la obra de Tovar y Tovar con la de Rafael María Baralt. Así como el pintor hizo su historia nacional en imágenes, el escritor la hizo con palabras: “En ambos lo que podría deshacerse en emoción y emoción y crispamiento romántico se acompasa en ritmo grave y tranquilo, en exactitud de detalles.” No comenta don Mariano la obra paisajística de Tovar y Tovar, se concentra en La firma del Acta de la Independencia y en señalar al pintor como el iniciador de una tradición pictórica que continuarían Rojas, Michelena, Herrera Toro, Mauri y Rivero Sanavria. Señala, eso sí, las grandes facultades de Tovar y Tovar para el retrato, al tiempo que elogia sus obras épicas: Carabobo, Junín, Boyacá y Ayacucho.
En un ensayo publicado por Juan Calzadilla el año de 1977, el prolífico crítico afirma: “La producción paisajística de Tovar es breve […]. Ciertamente, en cuanto a conciencia de ella, para Tovar se trató de una obra un tanto al margen, como si el artista no le diera su justa importancia; e incluso, fue desdeñada por sus contemporáneos. Con seguridad, si sumamos a ella un paisaje del valle de Caracas que le hemos atribuido, en la colección del doctor Guillermo Zuloaga, no deben pasar de las cuarenta piezas, cantidad irrisoria si la comparamos, en número, con la obra de J. M. de las Casas o de Manuel Cabré.”
Esta vez Calzadilla apela a un argumento numérico para no privilegiar la obra paisajística de Tovar, además del desdén con que sus contemporáneos trataron a sus paisajes. Sin embargo, más adelante, y en el mismo texto, el crítico afirma: “[…] hacen de Tovar un excelente paisajista urbano”. Finalmente, lo que nos revela este tránsito argumental de Calzadilla es lo siguiente: el peso de su obra épica y muralista impidió calibrar con justicia sus aportes paisajísticos. La densidad de su pintura histórica es tal que le arrancó la siguiente expresión a David Alfaro Siqueiros: “Tovar y Tovar, en su mural de la bóveda del Salón Elíptico, muestra sin duda alguna ser el más grande muralista latinoamericano del siglo XIX y uno de los más brillantes del mundo.”
Concluimos este paseo por la crítica con la opinión del maestro Quintana Castillo: “Tovar y Tovar fue un pintor que oscilaba entre la voluntad barroca y la necesidad clásica. Es indudable que poseía una habilidad técnica impresionante, y también una gran aptitud para hacer mover grandes agrupaciones de figuras en el paisaje. Él no tenía grandes dificultades en resolver los complicados problemas de escorzo y perspectiva que los cuadros barrocos de «gran tema» siempre plantean.”
Como podemos apreciar, Quintana Castillo sin favorecer demasiado la pintura paisajística de Tovar, tampoco la obvia. Por el contrario, señala una correspondencia, un tributo entre una y otra. En verdad, no pueden pasarse por alto los paisajes de un gran muralista, como lo señala Siqueiros, ni pueden obviarse los paisajes de un fino retratista. Más aún, no podemos seguir obviando la obra paisajística de Tovar y Tovar. Ésta traza un arco que va desde 1846 hasta 1890. Alrededor de cuarenta paisajes pintó. Desde El indio Tacoa hasta Macuto.
En Escena del llano, circa 1860, encontramos un tratamiento particular del cielo. La trama que teje la luz que fenece sobre las nubes y una bandada de pájaros hacen del espacio celestial el protagonista de la obra. Unas pocas palmas de moriche se alzan en el sector izquierdo de la composición, y hacia la derecha ocurren las faenas propias del llano: unos jinetes pretenden domar a las reses en un claro de la sabana. El sol se va y el tratamiento que logra Tovar es notable. A lo lejos, pareciera que unas polvaredas se levantan, confundiéndose con las nubes. La obra está trabajada sin el tono de elegancia marcial que distingue a sus obras épicas. Aquí logra el maestro una suerte de verosímil violencia tanto en la escena humana como en la convulsión que ocurre en el cielo. Son correspondientes las batallas entre el llanero y las bestias y las nubes entre sí. Esta obra resulta particularmente compleja por la elocuencia con que el maestro logra la atmósfera general. Salvo las palmas (testigos mudos y serenos) todo el espacio está tomado por la tensión.
Son varios los paisajes que Tovar y Tovar pintó a la orilla del Caribe, en Macuto. El playón de Macuto (1880) es uno de los más interesantes, ubicado en el mismo sitio en el que lo hizo, años después, Armando Reverón. Tovar fijó la playa pedregosa, la línea blanca de una ola, el cielo entre azul y gris y las uvas de playa y los cocoteros. Diminuta se distingue una bandera de Venezuela en el paisaje apaisado, óleo sobre tela, que recoge la densidad de un clima y da cuenta de la formación académica de Tovar. En el centro del cuadro ocurre el hecho capital de una marina: el choque entre el mar y las piedras. Ni demasiado encrespado ni demasiado calmo. No fue este encuentro el que obsesionó al maestro, pareciera que el color, la luz del tiempo nublado y, especialmente, la composición en el plano fueron el objeto de sus afanes en la construcción de esta obra. Así como el logro de un espacio a través del manejo diestro de la perspectiva.
En El Ávila desde Gamboa, circa 1896, el maestro ve el cerro desde un sitio donde años después los pintores del Círculo de Bellas Artes lo vieron repetidas veces. La misma visión tuvo, entre otros, Manuel Cabré. Tovar, en una obra de pequeñas dimensiones, atendió al efecto que la luz naciente produjo sobre los relieves de la montaña. Al pie del monte se distingue una casa de tejas en el extremo izquierdo y un conjunto de árboles en el derecho. Esta vez el cielo no tiene importancia. En cambio sí son relevantes los pliegues que forman las lomas pobladas por hierba, sin árboles. En esta pieza da la impresión de que el maestro sale del espacio que trabaja. Quizás, por su sentido arquitectural de grandes dimensiones, la obra parece más un detalle de algo más grande que una pieza cuidada de pequeño formato. Tovar pareciera sentirse más a sus anchas en los grandes planos, pero esto no va en desmedro de su sentido de la armonía y de la composición en los formatos menores.
Miraflores desde El Calvario es una obra de estructura vertical y fue pintada cerca del año 1896. La llamada casa de «misia Jacinta» luce con sus colores originales: beige y roja. Las laderas de la loma donde se yergue, hoy en día predios del palacio sembrados, en la obra, antes: unas casas de poca significación que seguramente fueron expropiadas. Como telón de fondo, las estribaciones del Ávila y unas nubes en el cielo que contribuyen al tono oscuro de la pieza. Los verdes, los marrones y los amarillos acarician más las tinieblas que la luminosidad tropical. Ha debido predominar el invierno cuando el maestro Tovar se fue al Calvario a pintar el palacio o ¿fueron sus ojos educados en otras luces los que lo llevaron a detallar los colores oscuros, los tonos que la luz del trópico devora a su paso? Quién sabe, pero lo cierto es que en esta obra que pareciera trabajarse muy de mañana, prepondera lo oscuro sobre lo blanco.
La obra Patio de la casa del pintor es de pequeñas dimensiones y fue pintada cerca del año 1900. Es un paisaje Es un paisaje interior donde cuenta mucho el tratamiento de los volúmenes. Los colores van del naranja al rosado y al amarillo: unas plantas en macetas buscan la luz en el centro del patio. Se trata, evidentemente, del patio de una vieja casa caraqueña con zaguán, techo de caña y ladrillos en el piso. Al final, como si fuera una rendija resplandeciente, se ve el verde que alegra lo que llamaban “el corral” de la casa. Un plátano preside, central, tanto el patio real, como la nueva realidad de la obra. En otra pieza de Tovar que tiene el mismo espacio como protagonista le añade una figura humana. El niño riega las matas. Esta vez el espacio no lo habita nadie, está solo y, sin llegar a patentar el desuso, no hay huellas de demasiado tráfago.
He seleccionado estas cinco obras porque, en buena medida, dan fe de distintos aspectos valiosos de la obra paisajística de Tovar. El paisaje interior y los planos (en El patio de la casa del pintor); las tonalidades de los colores oscuros (Miraflores desde el Calvario) los humores del cielo, sus tempestuosidades, la bóveda celeste como espacio protagonista de la obra (Escena del llano); la marina, las dimensiones del espacio abierto, los horizontes más vastos (El playón de Macuto); el paisaje circunscrito a una zona, el trabajo sobre una zona de un área mucho más grande (El Ávila desde Gamboa).
El viaje final
Para cuando comienza el siglo XX Tovar ya ha hecho todo lo que la providencia le había encargado. Muere en la ciudad que lo vio nacer, el 17 de diciembre de 1902. Sus últimos días los pasó pintando paisajes, entre ellos el patio de la casa donde vivía. Poco a poco se había ido despidiendo de las escenas épicas que lo cautivaron y concentró su visión en la intimidad de su casa.
La obra de Tovar es enorme y de una significación única para la venezolanidad. Es el historiador plástico de la gesta independentista y, aún más, es el creador de los iconos con los que los venezolanos nos identificamos como pertenecientes a una comunidad histórica. Es imposible imaginar qué habría sido de nuestra iconografía sin Tovar. Podría decirse que alguien distinto a él habría hecho el trabajo, pero esto no es cierto. La pintura heroica venezolana, es decir, la obra de Tovar y Tovar, es un caso único en América Latina. Tuvimos la suerte de contar con aquella alianza grande: la del pintor y el gobernante que le encargaba las obras: Guzmán Blanco.
El siglo XX venezolano, y latinoamericano, está signado por la obra monumental de aquel pintor caraqueño que hizo de su vida una ofrenda al oficio, a la investigación, al fervor. Por alguna razón que no logramos comprender, la valoración que se tiene de Tovar y Tovar no guarda relación con la magnitud de su obra. Cierta crítica minada por ideas preconcebidas lo desdeñó por considerarlo un pintor oficial. El tiempo, que todo lo pone en su sitio, está abonando el terreno para que los venezolanos de hoy podamos ver su obra con más libertad, sin deudas ni prejuicios que no nos pertenecen. La imagen que tenemos de nosotros mismos es obra en gran medida del hijo de don Antonio y doña Damiana. El retratista, el muralista, el paisajista que cubre todo el siglo XIX. Pronuncio por última vez su nombre: Martín Tovar y Tovar.
Bibliografía
- Boulton, Alfredo. Historia de la pintura en Venezuela. Caracas, Ernesto Armitano Editor, 1968.
- ————-Iconografía del Gran Mariscal de Ayacucho. Caracas, editorial Ex Libris, 1994.
- Calzadilla, Juan. Martín Tovar y Tovar. Caracas, Colección Pintores Venezolanos, Edime, 1981.
- Da Antonio, Francisco. Textos sobre arte (Venezuela 1682-1982). Caracas, Monte Ávila Editores,
- 1982.
- De La Plaza, Ramón. Ensayos sobre el arte en Venezuela. Caracas, Ediciones de la Presidencia de
- la República, 1977.
- Picón Salas, Mariano. Las formas y las visiones. San José de Costa Rica, Galería de Arte
- Nacional, s.f.
- Planchart, Enrique. La pintura en Venezuela. Buenos Aires, Imprenta López, 1956.
- Quintana Castillo, Manuel. “Pintura venezolana del siglo XIX” en Indagación de la imagen.
- Caracas, Galería de Arte Nacional, 1982.
- Rojas, Arístides. El constituyente en Venezuela y el cuadro de Martín Tovar y Tovar que representa el 5 de julio. Caracas, Ediciones Centauro, 1990.