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Mariana Souquett Gil | @nanasouquett
Foto por Mairet Chourio | @mairetchourioRafael Antonio Briceño se emociona cada vez que se acerca su cumpleaños: el 16 de julio. Después de ese día, empieza contar cada mes. Ya suma 103 años y, para diciembre de 2021, cinco meses. Aún recuerda los detalles más importantes de su vida. Cuando nació, en 1918, gobernaba Juan Vicente Gómez. Ese mismo año, una pandemia azotaría al país y a su familia. Un siglo después, él también lograría sobrevivir a otra pandemia.
El pueblo de Betijoque en el estado Trujillo, en los Andes venezolanos, lo vio llegar al mundo. «Yo vengo de una familia muy pobre. En la época en que yo nací mandaba Gómez y no había nada de nada, ni escuelas, ni carreteras», dice desde la sala de su apartamento en Caracas. Con solo cinco meses de nacido, perdió a su padre por la pandemia de influenza de 1918-1919, popularizada mundialmente como la gripe española, una de las peores de la historia.
La epidemia de gripe española se extendió en Trujillo «de una manera violenta» en los primeros días de noviembre de 1918, tras su llegada al puerto de La Guaira en octubre de ese mismo año, «causando terror a la ciudadanía», destacan los doctores José Esparza y Andrés Soyano, miembros de la Academia Nacional de Medicina, en la Gaceta Médica de Caracas.
«Al mismo tiempo que apareció en la ciudad de Trujillo, también atacaba Valera, Boconó, Betijoque, Carache, La Quebrada y las tierras llanas del Estado», señalan Esparza y Soyano.
El padre de Rafael Briceño murió en enero de 1919. Trujillo registró más de 2 mil muertes entre noviembre de 1918 y enero de 1919 y solo Betijoque tuvo, al menos, 288 decesos. A nivel nacional, se estima que esa epidemia causó la muerte del 1% al 3% de la población venezolana para la época.
Un siglo después, a Rafael Briceño le tocaría enfrentar otra pandemia de gran magnitud: el COVID-19, que ya ha generado más de 446 mil contagios y más de 5 mil defunciones en Venezuela.
Pero antes logró desarrollar su vida como dibujante, padre y esposo. Durante más de una década vivió en Maracaibo, estado Zulia, y trabajó como empleado petrolero en Mene Grande. En esa época comenzó su pasión por deportes como el beisbol, del cual aún es fanático: se autodefine como Magallanero «en las buenas y en las malas».
«Fui empleado de la empresa petrolera y me enseñaron varias cosas, entre ellas dibujo y arquitectura, y otras cosas más. Llegué a Caracas el 1 de septiembre de 1950 y tuve la suerte de que, por la profesión mía, me aceptaran en obras públicas. Trabajé 36 años, fui uno de los empleados con más tiempo de esa época», rememora.
Conoció a famosos arquitectos como el venezolano Erasmo Calvani, entre cuyas obras destacan el edificio Gradillas frente a la plaza Bolívar, el Colegio Nuestra Señora de la Consolación (Caracas) y la Catedral de San Felipe Apóstol (Yaracuy). Junto a él, Rafael Briceño trabajó como dibujante del Santuario Nacional de Nuestra Señora de Coromoto, en Guanare, estado Portuguesa, inaugurado por el papa Juan Pablo II en 1996 y elevado posteriormente a Basílica menor.
«Erasmo Calvani, tremendo arquitecto, me contó: ‘voy hacer este proyecto que tú te vas a encargar de dibujarlo’. Yo le hice los planos y él me dijo que era su último proyecto, porque él ya tenía una buena edad», destaca. «Me dijo una vez que qué lástima que yo no había estudiado para ser arquitecto porque los habría acabado», expresa con una sonrisa.
Desde joven, Rafael Briceño emprendió caminos con determinación: cuando conoció a una jovencita Yolanda León, vecina de Betijoque —cuna del padre del bioanálisis en Venezuela, Rafael Rangel— supo que se casaría con ella. «Me voy a casar contigo, si tú quieres», le dijo un día al regalarle una cajita de galletas. Poco después, se convirtieron en esposos. Su matrimonio duró 65 años y 42 días hasta la muerte de Yolanda, en 2011.
Con ella tuvo dos hijos, que son su mayor tesoro: Lucy y Orlando. «Dios me premió con el hogar donde nací y me formé. Mis padres estuvieron casados durante 65 años. Papá ya jubilado le llevaba a mamá el café a la cama todos los días: de lunes a viernes, sábados, domingos y días feriados, los 365 días del año», apunta Lucy.
Rafael Briceño se enorgullece de que sus dos hijos sean profesionales universitarios, Lucy en Venezuela y Orlando, padre de sus tres nietos, en Estados Unidos.
Junto a Lucy, con quien vive en Caracas, enfrentó el COVID-19. Aunque hicieron todo lo posible por cuidarse —restringir visitas, evitar espacios cerrados y concurridos y usar mascarillas—, en noviembre de 2021 ella empezó a tener «síntomas gripales». Los médicos le recomendaron aislarse, indicación que siguió al pie de la letra, pero a los pocos días él también comenzó a sentirse mal. Sufrió una caída en su casa, desarrolló tos y tuvo fiebre.
Cuando Lucy le tomó la saturación de oxígeno, estaba en 84, por debajo de lo normal. Ya tenía dificultad respiratoria. Luego, ella también tuvo fiebre. Los dos salieron de emergencia a una clínica.
Ambos estuvieron hospitalizados juntos en la misma habitación del Centro Médico de Caracas, en San Bernardino. Rafael Briceño ingresó como el paciente más longevo en ser atendido por COVID-19 en ese centro de salud.
Sus pulmones ya registraban una inflamación severa, que ameritó soporte de oxígeno con máscara. También debió recibir el tratamiento estándar para pacientes con COVID-19, indica el infectólogo Santiago Bacci, uno de los médicos que lo atendió.
«Dejó impresionado al personal del hospital. Se mantuvo tranquilo en todo momento y con una lucidez poco convencional para su edad. No paraba de buscar conversación con el médico de turno», señala.
Durante su hospitalización no hubo complicaciones. Él y su hija Lucy permanecieron internados entre el 16 y el 24 de noviembre.
A sus 103 años, Rafael Briceño afirma que ha superado la crisis del COVID-19 gracias a sus médicos, a su familia y a José Gregorio Hernández, recién declarado beato por la Iglesia Católica, a quien siempre admiró por sus capacidades y por su origen: por haber nacido en Isnotú, localidad muy cercana a Betijoque.
«Lo que me dio mató a más de uno. Se llevó al cardenal Jorge Urosa Savino y a otros más. Aquí venía una señora a cortarme el pelo y también se la llevó», dice con tristeza. «Dentro de mi concepto de la vida, creo mucho en Dios y en mi paisano José Gregorio Hernández».
Él y su hija ya estaban vacunados contra el COVID-19, situación que permitió que su enfermedad no fuera más severa y los protegió a ambos de la muerte. La vacunación, su actitud y sus ganas de vivir fueron determinantes en su evolución, según sus médicos.
«La vacunación te protege aún a esa edad», destaca el doctor Bacci. «Y él es un impresionante ejemplo de integridad, de perseverancia, de coraje para la vida. Es un gran venezolano que logró sobrevivir a dos pandemias con un siglo de diferencia».
Del COVID-19 le quedaron algunas secuelas: antes caminaba solo, con andadera, por su apartamento, pero durante algunas semanas no lo pudo hacer. Tampoco escucha tan bien como antes. Sin embargo, pasa las tardes en la sala de su casa, disfruta tomar café y escuchar los juegos de beisbol. Con ímpetu y la motivación de su hija, pudo caminar de nuevo.
Tener 103 años no es fácil, confiesa. «Estoy bastante feo», comenta. No es el único integrante de su familia en tener una larga vida: dos de sus tíos maternos murieron con más de 90 años, y su propia hermana falleció a los 95 años.
Con su voz aguda, marcada por el paso del tiempo, Rafael Briceño insiste en que nunca le hizo daño a nadie y en que, como dibujante, le enseñó gratis «a más de uno». Ahora asegura que solo espera lo mejor para Trujillo y para Venezuela mientras llega su hora de partir.
«Estoy esperando la voluntad del creador del mundo, que se llama Dios. Pero bueno, eso me llegará cuando él lo decida», expresa. No quiere causarle problemas a su familia.
Para sus hijos, él también es motivo de orgullo. Así lo resalta Lucy: «Papá es una persona de sentimientos muy nobles, trabajador, dispuesto siempre a ayudar y tender la mano, de grandes valores morales y espirituales. Para mí ha sido un honor haber sido su hija».
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Rafael Antonio Briceño se emociona cada vez que se acerca su cumpleaños: el 16 de julio. Después de ese día, empieza contar cada mes. Ya suma 103 años y, para diciembre de 2021, cinco meses. Aún recuerda los detalles más importantes de su vida. Cuando nació, en 1918, gobernaba Juan Vicente Gómez. Ese mismo año, una pandemia azotaría al país y a su familia. Un siglo después, él también lograría sobrevivir a otra pandemia.
El pueblo de Betijoque en el estado Trujillo, en los Andes venezolanos, lo vio llegar al mundo. «Yo vengo de una familia muy pobre. En la época en que yo nací mandaba Gómez y no había nada de nada, ni escuelas, ni carreteras», dice desde la sala de su apartamento en Caracas. Con solo cinco meses de nacido, perdió a su padre por la pandemia de influenza de 1918-1919, popularizada mundialmente como la gripe española, una de las peores de la historia.
La epidemia de gripe española se extendió en Trujillo «de una manera violenta» en los primeros días de noviembre de 1918, tras su llegada al puerto de La Guaira en octubre de ese mismo año, «causando terror a la ciudadanía», destacan los doctores José Esparza y Andrés Soyano, miembros de la Academia Nacional de Medicina, en la Gaceta Médica de Caracas.
«Al mismo tiempo que apareció en la ciudad de Trujillo, también atacaba Valera, Boconó, Betijoque, Carache, La Quebrada y las tierras llanas del Estado», señalan Esparza y Soyano.
El padre de Rafael Briceño murió en enero de 1919. Trujillo registró más de 2 mil muertes entre noviembre de 1918 y enero de 1919 y solo Betijoque tuvo, al menos, 288 decesos. A nivel nacional, se estima que esa epidemia causó la muerte del 1% al 3% de la población venezolana para la época.
Un siglo después, a Rafael Briceño le tocaría enfrentar otra pandemia de gran magnitud: el COVID-19, que ya ha generado más de 446 mil contagios y más de 5 mil defunciones en Venezuela.
Pero antes logró desarrollar su vida como dibujante, padre y esposo. Durante más de una década vivió en Maracaibo, estado Zulia, y trabajó como empleado petrolero en Mene Grande. En esa época comenzó su pasión por deportes como el beisbol, del cual aún es fanático: se autodefine como Magallanero «en las buenas y en las malas».
«Fui empleado de la empresa petrolera y me enseñaron varias cosas, entre ellas dibujo y arquitectura, y otras cosas más. Llegué a Caracas el 1 de septiembre de 1950 y tuve la suerte de que, por la profesión mía, me aceptaran en obras públicas. Trabajé 36 años, fui uno de los empleados con más tiempo de esa época», rememora.
Conoció a famosos arquitectos como el venezolano Erasmo Calvani, entre cuyas obras destacan el edificio Gradillas frente a la plaza Bolívar, el Colegio Nuestra Señora de la Consolación (Caracas) y la Catedral de San Felipe Apóstol (Yaracuy). Junto a él, Rafael Briceño trabajó como dibujante del Santuario Nacional de Nuestra Señora de Coromoto, en Guanare, estado Portuguesa, inaugurado por el papa Juan Pablo II en 1996 y elevado posteriormente a Basílica menor.
«Erasmo Calvani, tremendo arquitecto, me contó: ‘voy hacer este proyecto que tú te vas a encargar de dibujarlo’. Yo le hice los planos y él me dijo que era su último proyecto, porque él ya tenía una buena edad», destaca. «Me dijo una vez que qué lástima que yo no había estudiado para ser arquitecto porque los habría acabado», expresa con una sonrisa.
Desde joven, Rafael Briceño emprendió caminos con determinación: cuando conoció a una jovencita Yolanda León, vecina de Betijoque —cuna del padre del bioanálisis en Venezuela, Rafael Rangel— supo que se casaría con ella. «Me voy a casar contigo, si tú quieres», le dijo un día al regalarle una cajita de galletas. Poco después, se convirtieron en esposos. Su matrimonio duró 65 años y 42 días hasta la muerte de Yolanda, en 2011.
Con ella tuvo dos hijos, que son su mayor tesoro: Lucy y Orlando. «Dios me premió con el hogar donde nací y me formé. Mis padres estuvieron casados durante 65 años. Papá ya jubilado le llevaba a mamá el café a la cama todos los días: de lunes a viernes, sábados, domingos y días feriados, los 365 días del año», apunta Lucy.
Rafael Briceño se enorgullece de que sus dos hijos sean profesionales universitarios, Lucy en Venezuela y Orlando, padre de sus tres nietos, en Estados Unidos.
Junto a Lucy, con quien vive en Caracas, enfrentó el COVID-19. Aunque hicieron todo lo posible por cuidarse —restringir visitas, evitar espacios cerrados y concurridos y usar mascarillas—, en noviembre de 2021 ella empezó a tener «síntomas gripales». Los médicos le recomendaron aislarse, indicación que siguió al pie de la letra, pero a los pocos días él también comenzó a sentirse mal. Sufrió una caída en su casa, desarrolló tos y tuvo fiebre.
Cuando Lucy le tomó la saturación de oxígeno, estaba en 84, por debajo de lo normal. Ya tenía dificultad respiratoria. Luego, ella también tuvo fiebre. Los dos salieron de emergencia a una clínica.
Ambos estuvieron hospitalizados juntos en la misma habitación del Centro Médico de Caracas, en San Bernardino. Rafael Briceño ingresó como el paciente más longevo en ser atendido por COVID-19 en ese centro de salud.
Sus pulmones ya registraban una inflamación severa, que ameritó soporte de oxígeno con máscara. También debió recibir el tratamiento estándar para pacientes con COVID-19, indica el infectólogo Santiago Bacci, uno de los médicos que lo atendió.
«Dejó impresionado al personal del hospital. Se mantuvo tranquilo en todo momento y con una lucidez poco convencional para su edad. No paraba de buscar conversación con el médico de turno», señala.
Durante su hospitalización no hubo complicaciones. Él y su hija Lucy permanecieron internados entre el 16 y el 24 de noviembre.
A sus 103 años, Rafael Briceño afirma que ha superado la crisis del COVID-19 gracias a sus médicos, a su familia y a José Gregorio Hernández, recién declarado beato por la Iglesia Católica, a quien siempre admiró por sus capacidades y por su origen: por haber nacido en Isnotú, localidad muy cercana a Betijoque.
«Lo que me dio mató a más de uno. Se llevó al cardenal Jorge Urosa Savino y a otros más. Aquí venía una señora a cortarme el pelo y también se la llevó», dice con tristeza. «Dentro de mi concepto de la vida, creo mucho en Dios y en mi paisano José Gregorio Hernández».
Él y su hija ya estaban vacunados contra el COVID-19, situación que permitió que su enfermedad no fuera más severa y los protegió a ambos de la muerte. La vacunación, su actitud y sus ganas de vivir fueron determinantes en su evolución, según sus médicos.
«La vacunación te protege aún a esa edad», destaca el doctor Bacci. «Y él es un impresionante ejemplo de integridad, de perseverancia, de coraje para la vida. Es un gran venezolano que logró sobrevivir a dos pandemias con un siglo de diferencia».
Del COVID-19 le quedaron algunas secuelas: antes caminaba solo, con andadera, por su apartamento, pero durante algunas semanas no lo pudo hacer. Tampoco escucha tan bien como antes. Sin embargo, pasa las tardes en la sala de su casa, disfruta tomar café y escuchar los juegos de beisbol. Con ímpetu y la motivación de su hija, pudo caminar de nuevo.
Tener 103 años no es fácil, confiesa. «Estoy bastante feo», comenta. No es el único integrante de su familia en tener una larga vida: dos de sus tíos maternos murieron con más de 90 años, y su propia hermana falleció a los 95 años.
Con su voz aguda, marcada por el paso del tiempo, Rafael Briceño insiste en que nunca le hizo daño a nadie y en que, como dibujante, le enseñó gratis «a más de uno». Ahora asegura que solo espera lo mejor para Trujillo y para Venezuela mientras llega su hora de partir.
«Estoy esperando la voluntad del creador del mundo, que se llama Dios. Pero bueno, eso me llegará cuando él lo decida», expresa. No quiere causarle problemas a su familia.
Para sus hijos, él también es motivo de orgullo. Así lo resalta Lucy: «Papá es una persona de sentimientos muy nobles, trabajador, dispuesto siempre a ayudar y tender la mano, de grandes valores morales y espirituales. Para mí ha sido un honor haber sido su hija».