“Mamá, ya sé qué canción y qué ropa me vas a poner cuando yo me muera”, le dijo Winder a Emilse Arellano. Tiene ocho años, pero ha visto morir a sus amigos, a tantos niños como él en la misma unidad de diálisis en la que recibe tratamiento, que habla con pasmosa normalidad sobre la muerte. Incluso frente a Emilse.
—¿Qué es eso, chico? ¿Qué te vas a estar muriendo tú?— le responde a Winder la madre de otro paciente.
Es 20 de febrero y los tres comen en una sala de juegos que también hace las veces de cocina. Winder es uno de los pacientes renales que recibe atención en el servicio de Nefrología del hospital pediátrico J.M. de los Ríos, el principal de su tipo en el país.
El 21 de febrero del año pasado, Winder Arellano fue uno los cinco niños que aparecía con nombre y apellido en la medida de protección otorgada por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (Cidh) a los pacientes de esta área médica. Explícitamente en papel, el organismo solicitaba al Estado venezolano garantizar su derecho a la salud.
Sin embargo, desde hace cinco meses el niño permanece hospitalizado en el piso cuatro del centro asistencial. Tiene una bacteria llamada estafilococo alojada en el catéter por el que lo conectan al riñón artificial, máquina que cumple la función de limpiarle la sangre.
“Ya no tiene más vías para que le pongan el catéter. Esta vez se lo tuvieron que poner en la pierna porque ya no había de dónde agarrarle”, explica Emilse. Dice que las múltiples bacterias que han deteriorado la salud de su hijo se deben a la falta de mantenimiento del tanque de agua del J.M. de los Ríos y de la planta de ósmosis que surte a la hemodiálisis.

Aún recuerda el día en el que la Cidh otorgó las medidas de protección a su hijo y al resto de los pacientes del servicio. Pensó que su Winder sí recibiría un trasplante y que las sesiones de diálisis se acabarían, que sí harían la limpieza de los tanques y que el servicio sí estaría abastecido de medicamentos. Nada más lejos de la realidad un año después.
—Yo sí sentí que todo iba a cambiar— afirma Emilse.
—Hemos cambiado, pero unas bacterias por otras— suelta Winkler López, de 17 años, el paciente de mayor edad de todo el servicio.
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A dos años del brote mortal
Winder llegó al J.M. de los Ríos el 11 de mayo de 2017, el mismo día en el que murió Samuel Becerra por una bacteria que adquirió en la hemodiálisis. Samuel tenía apenas 12 años y fue el segundo paciente en morir por el brote que cobró la vida de al menos cuatro niños.
A los 15 días de haber llegado, Winder se contaminó. Es uno de los sobrevivientes del mortal brote.
Desde mayo de 2017 hasta enero de 2019 han fallecido al menos 25 niños y adolescentes del servicio de Nefrología del J.M. de los Ríos. Parte de ellos se contaminaron durante el brote infeccioso que se produjo hace dos años y fueron trasladados a otras unidades de diálisis.
La muerte más reciente fue la de Víctor Pacheco, un adolescente de 13 años que murió conectado a la máquina de diálisis el pasado lunes, 18 de febrero. Uno de los riñones artificiales en los que Winder se ha dializado.
Al igual que Winder, Víctor también había sobrevivido al brote infeccioso de 2017. Vio morir a varios de sus amigos del servicio y sus padres lo cambiaron a una unidad de diálisis en el estado Miranda. Sin embargo, regresó al J.M. de los Ríos este mes porque le diagnosticaron dengue.
“Él no quería entrar a la diálisis, no quería que lo dializaran aquí porque tenía miedo. Estuvo tres días sin recibir su tratamiento“, cuenta Emilse.
Aunque la Cidh pidió al Estado venezolano investigar las causas del brote infeccioso, hasta la fecha las madres desconocen el resultado de las muestras del tanque de agua que fueron examinadas en el Instituto de Higiene Rafael Rangel.
También denuncian que desde el año pasado las autoridades del hospital no hacen el mantenimiento de la planta de ósmosis y de los tanques del J.M. de los Ríos. Con esa misma agua funcionan los riñones artificiales en los que se conectan Winder y el resto de los pacientes del servicio para recibir tratamiento.
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