Las intensas protestas en Irán por la muerte de la joven Mahsa Amini no cesan. Su muerte se produjo por cometer una infracción a la ley islámica: llevar mal puesto el velo (donde básicamente mostraba un poco su cabello). Esto fue razón suficiente para que la Policía de la Moral (vigilante de las normas islámicas) la arrestara y se la llevara a la comisaría para que recibiera clases de «reeducación», pero unas pocas horas después salió de ahí sin signos vitales.
Hace un mes atrás, el escritor británico, Salman Rushdie, sufrió un intento de asesinato por un fanático religioso (Hadi Matar) que procuraba cumplir con el llamado pronunciado por parte del ayatolá Ruhollah Jomeini en 1989, quien pidió a todos los musulmanes del mundo que mataran sin demora a Rushdie (con recompensa incluida) luego de la publicación de su novela «Los versos satánicos».
Estos son dos casos emblemáticos acerca de la importancia de la separación entre Estado y religión o, si usted prefiere, sobre tolerancia y religión. Mucho se ha escrito sobre estos límites y de cómo —en lo fundamental— convivimos con la diversidad de creencias, opiniones y pareceres. Sin embargo, aún existen varios países donde el Estado impone penas (ámbito penal) y penitencias (ámbito religioso).
A ninguna persona se le debería condenar a muerte o negarle un beneficio estatal por profesar otra fe. Por supuesto, podemos intentar convencer al otro y animarlo a que se una a tal credo para salvar su alma, pero esto no puede ser con una pistola en la mesa o bajo imposiciones de ningún tipo. Además, es bueno recordar que la salvación es personal (lo dice los textos religiosos).
De lo contrario, imaginemos lo absurdo —y lo peligroso— que sería si el Papa Francisco condenara al ayatolá Alí Jamenei por no asistir a misa los domingos, o un rabino castigara a un evangélico por comer cerdo. Incluso más, imaginemos lo abusivo —y lo injusto— que sería si el gobierno de Argentina decidiera garantizar educación básica gratuita solo a los niños católicos o si el gobierno holandés asegurara derechos previsionales solo a los ateos.
En fin, las miradas extremistas de cada tema nos despiertan los sentimientos más irracionales que podamos concebir. Los fanatismos solo nos llevan a la barbarie. Cierro con palabras de Mahatma Gandhi para alimentar la tolerancia: «No me gusta la palabra tolerancia, pero no encuentro otra mejor. El amor empuja a tener, hacia la fe de los demás, el mismo respeto que se tiene por la propia».
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Las opiniones expresadas en esta sección son de entera responsabilidad de sus autores.
Del mismo autor: Lo que importa es la democracia y sus instituciones
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Las intensas protestas en Irán por la muerte de la joven Mahsa Amini no cesan. Su muerte se produjo por cometer una infracción a la ley islámica: llevar mal puesto el velo (donde básicamente mostraba un poco su cabello). Esto fue razón suficiente para que la Policía de la Moral (vigilante de las normas islámicas) la arrestara y se la llevara a la comisaría para que recibiera clases de «reeducación», pero unas pocas horas después salió de ahí sin signos vitales.
Hace un mes atrás, el escritor británico, Salman Rushdie, sufrió un intento de asesinato por un fanático religioso (Hadi Matar) que procuraba cumplir con el llamado pronunciado por parte del ayatolá Ruhollah Jomeini en 1989, quien pidió a todos los musulmanes del mundo que mataran sin demora a Rushdie (con recompensa incluida) luego de la publicación de su novela «Los versos satánicos».
Estos son dos casos emblemáticos acerca de la importancia de la separación entre Estado y religión o, si usted prefiere, sobre tolerancia y religión. Mucho se ha escrito sobre estos límites y de cómo —en lo fundamental— convivimos con la diversidad de creencias, opiniones y pareceres. Sin embargo, aún existen varios países donde el Estado impone penas (ámbito penal) y penitencias (ámbito religioso).
A ninguna persona se le debería condenar a muerte o negarle un beneficio estatal por profesar otra fe. Por supuesto, podemos intentar convencer al otro y animarlo a que se una a tal credo para salvar su alma, pero esto no puede ser con una pistola en la mesa o bajo imposiciones de ningún tipo. Además, es bueno recordar que la salvación es personal (lo dice los textos religiosos).
De lo contrario, imaginemos lo absurdo —y lo peligroso— que sería si el Papa Francisco condenara al ayatolá Alí Jamenei por no asistir a misa los domingos, o un rabino castigara a un evangélico por comer cerdo. Incluso más, imaginemos lo abusivo —y lo injusto— que sería si el gobierno de Argentina decidiera garantizar educación básica gratuita solo a los niños católicos o si el gobierno holandés asegurara derechos previsionales solo a los ateos.
En fin, las miradas extremistas de cada tema nos despiertan los sentimientos más irracionales que podamos concebir. Los fanatismos solo nos llevan a la barbarie. Cierro con palabras de Mahatma Gandhi para alimentar la tolerancia: «No me gusta la palabra tolerancia, pero no encuentro otra mejor. El amor empuja a tener, hacia la fe de los demás, el mismo respeto que se tiene por la propia».
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