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Antonio José Monagas
Definitivamente, la reflexión de Winston Churchill asentada sobre la definición de socialismo, no tiene parangón. La explicación de quien fuera primer ministro del Reino Unido en época de la II Guerra Mundial fue categórica. Haber expresado que “el socialismo es la filosofía del fracaso, el credo a la ignorancia y la prédica a la envidia; su virtud inherente es la distribución igualitaria de la miseria”, puso al descubierto su perversa naturaleza. Sin duda.
Indiscutiblemente que tal concepción de socialismo discurre en torno a realidades que para entonces signaban los problemas advertidos. Pues para mediados del pasado siglo, el socialismo no era ningún moderado ejercicio político. Menos aún, buscaba hacer de la gestión de gobierno un proceso presidido por la felicidad. Nada de eso.
Con la manida excusa de “reivindicar a los pobres”, ese sistema político ya proyectaba una institucionalización apoyada en un poder no-democrático. Sólo le daba cabida a un poder basado en la represión. Y así continúa siendo. Tanto que en Venezuela se escuchó decir que estaba gestándose “una revolución pacífica, pero armada”, en nombre del socialismo.
Para la década de los cuarenta del siglo XX, el socialismo había sentado precedentes sobre los perjuicios que sus presunciones dejaban a su paso. El socialismo, más que una gestión ideológica marxista profunda, venía actuando como la razón de gobernantes radicales para ocupar sus anhelos sistemáticos y brutales. Y por consiguiente, justificar cualquier medio que les permitiera alcanzar el poder total, absolutamente arbitrario y dictatorial.
El obtuso supuesto de preservar el ímpetu de la revolución soviética, había animado el establecimiento de políticas socialistas. Fue así como el socialismo comenzó a imponerse por encima de cualquier intención igualitaria. Cabe decir que el socialismo fue tomado como arma política para activar bruscamente la población. Esto derivó en hechos que contravinieron libertades fundamentales. Aunque produjo su rechazo por parte de líderes democráticos. Incluso, por la ciencia política explicada desde la postura de reconocidos y respetado intelectuales.
Esta breve explicación, vale azuzarla a manera de exponer el escenario que el régimen socialista venezolano intenta instituir. O sea, un sistema político que vaya de la mano con el socialismo marxista-radical. Y que a pesar del discurso político empleado, que busca solapar las realidades con manifestaciones en contrario a lo que la calle está revelando, por debajo está maquinándose un socialismo que acaricia un gobierno dictatorial.
El caos derivado de la falta de gasolina, cuyas causas acusan un proyecto ideológico aberrado en paralelo con una incapacidad técnico-gerencial-administrativa-económica, en lo específico, no pareciera tan fortuito como las apariencias pueden evidenciar.
Este problema tiene implicaciones que dejan al descubierto intenciones cuya raíz sociológica, política e ideológica, encubre un ideario asomado por un proyecto de gobierno impúdico en todos sus objetivos. Un proyecto que mimetiza el espiritualismo con el materialismo necesario sobre el cual descansa el llamado “socialismo del siglo XXI”. Y que a decir de algunos estudiosos del marxismo-leninismo es un remedo insidioso que terminó fracturando valores y costumbres autóctonas venezolanas. Tanto, como desmoronando cimientos de la democracia política nacional. Aunque algo precaria.
El problema representado por la abulia de un régimen que permitió el deterioro y pérdida de una industria que fue referente internacional como el exaltado por la petrolera venezolana, ha servido para que el propio régimen justifique equivocaciones derivadas de cualquier desventura asumida como decisión política.
La aducida necesidad de superar la crisis estructural que ha agobiado al país desde finales del siglo XX, motivó a teorizar sobre un profundo cambio que comprometía la “construcción de la nueva República”. Y con ella, el nacimiento del “nuevo republicano” u “hombre nuevo”.
Quizás esta idea animó serias complicaciones que terminaron desvirtuando la importancia de tan enmarañado propósito. No sólo desde una óptica social. También, moral, ética, política y cultural. No se hizo nada en cuanto a imprimirle fuerza al vanidoso y cacareado objetivo de “construir ciudadanía”.
Con el alegato de revertir la pobreza y atenuar la inequidad, incontables problemas emergieron. Unos nuevos. Otros, existentes que venían acumulándose. Pero entre tantos reveses y avatares, el venezolano consiguió razones para vulgarizar actitudes. Asimismo, para descorrer argumentos que instaban a conductas rebosantes de hospitalidad, decencia, solidaridad, honestidad y bonhomía.
La justicia social se volvió un mero convencionalismo para apostar a comportamientos indignos. El país político dio paso a actitudes poco conciliadoras. Dio lugar a que se experimentara el egoísmo como criterio político. Surgió la polarización como excusa para defender posturas. Se abrieron espacios para demostrar resentimientos, odios, enfrentamientos que jugaban a disoluciones familiares. O al éxodo para probar mejor suerte. O para escapar de los riesgos engendrados por la violencia.
Así, las colas provocadas por una débil y postrada dinámica económica, a consecuencia del desorden que exaltó la “revolución bonita” y justificó el régimen en razón de su “lucha antiimperialista”, devino en un marcado desarreglo de la sociedad. Igual que la política. Ahora, el país está convertido en un escenario ininteligible.
Particularmente, las colas por gasolina constituyen el paroxismo de la anarquía. Escenario este donde nadie tiene razón. Ninguna explicación tiene valor. Son espacios donde no existen derechos. Tampoco deberes. Solamente, vale la viveza o el contenido del bolsillo. O la fuerza para demostrar que tan corrupto se puede ser. Es el “nuevo republicano”. En fin, es un ámbito donde el egoísmo determina todo. Ahí se actúa según la voracidad demostrada y el mal genio asumido. Donde se es primero yo, segundo yo, tercero…
***
Las opiniones expresadas en esta sección son de entera responsabilidad de sus autores.
Del mismo autor: Indultados: ¿ofendidos o humillados?
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Indiscutiblemente que tal concepción de socialismo discurre en torno a realidades que para entonces signaban los problemas advertidos. Pues para mediados del pasado siglo, el socialismo no era ningún moderado ejercicio político. Menos aún, buscaba hacer de la gestión de gobierno un proceso presidido por la felicidad. Nada de eso.
Con la manida excusa de “reivindicar a los pobres”, ese sistema político ya proyectaba una institucionalización apoyada en un poder no-democrático. Sólo le daba cabida a un poder basado en la represión. Y así continúa siendo. Tanto que en Venezuela se escuchó decir que estaba gestándose “una revolución pacífica, pero armada”, en nombre del socialismo.
Para la década de los cuarenta del siglo XX, el socialismo había sentado precedentes sobre los perjuicios que sus presunciones dejaban a su paso. El socialismo, más que una gestión ideológica marxista profunda, venía actuando como la razón de gobernantes radicales para ocupar sus anhelos sistemáticos y brutales. Y por consiguiente, justificar cualquier medio que les permitiera alcanzar el poder total, absolutamente arbitrario y dictatorial.
El obtuso supuesto de preservar el ímpetu de la revolución soviética, había animado el establecimiento de políticas socialistas. Fue así como el socialismo comenzó a imponerse por encima de cualquier intención igualitaria. Cabe decir que el socialismo fue tomado como arma política para activar bruscamente la población. Esto derivó en hechos que contravinieron libertades fundamentales. Aunque produjo su rechazo por parte de líderes democráticos. Incluso, por la ciencia política explicada desde la postura de reconocidos y respetado intelectuales.
Esta breve explicación, vale azuzarla a manera de exponer el escenario que el régimen socialista venezolano intenta instituir. O sea, un sistema político que vaya de la mano con el socialismo marxista-radical. Y que a pesar del discurso político empleado, que busca solapar las realidades con manifestaciones en contrario a lo que la calle está revelando, por debajo está maquinándose un socialismo que acaricia un gobierno dictatorial.
El caos derivado de la falta de gasolina, cuyas causas acusan un proyecto ideológico aberrado en paralelo con una incapacidad técnico-gerencial-administrativa-económica, en lo específico, no pareciera tan fortuito como las apariencias pueden evidenciar.
Este problema tiene implicaciones que dejan al descubierto intenciones cuya raíz sociológica, política e ideológica, encubre un ideario asomado por un proyecto de gobierno impúdico en todos sus objetivos. Un proyecto que mimetiza el espiritualismo con el materialismo necesario sobre el cual descansa el llamado “socialismo del siglo XXI”. Y que a decir de algunos estudiosos del marxismo-leninismo es un remedo insidioso que terminó fracturando valores y costumbres autóctonas venezolanas. Tanto, como desmoronando cimientos de la democracia política nacional. Aunque algo precaria.
El problema representado por la abulia de un régimen que permitió el deterioro y pérdida de una industria que fue referente internacional como el exaltado por la petrolera venezolana, ha servido para que el propio régimen justifique equivocaciones derivadas de cualquier desventura asumida como decisión política.
La aducida necesidad de superar la crisis estructural que ha agobiado al país desde finales del siglo XX, motivó a teorizar sobre un profundo cambio que comprometía la “construcción de la nueva República”. Y con ella, el nacimiento del “nuevo republicano” u “hombre nuevo”.
Quizás esta idea animó serias complicaciones que terminaron desvirtuando la importancia de tan enmarañado propósito. No sólo desde una óptica social. También, moral, ética, política y cultural. No se hizo nada en cuanto a imprimirle fuerza al vanidoso y cacareado objetivo de “construir ciudadanía”.
Con el alegato de revertir la pobreza y atenuar la inequidad, incontables problemas emergieron. Unos nuevos. Otros, existentes que venían acumulándose. Pero entre tantos reveses y avatares, el venezolano consiguió razones para vulgarizar actitudes. Asimismo, para descorrer argumentos que instaban a conductas rebosantes de hospitalidad, decencia, solidaridad, honestidad y bonhomía.
La justicia social se volvió un mero convencionalismo para apostar a comportamientos indignos. El país político dio paso a actitudes poco conciliadoras. Dio lugar a que se experimentara el egoísmo como criterio político. Surgió la polarización como excusa para defender posturas. Se abrieron espacios para demostrar resentimientos, odios, enfrentamientos que jugaban a disoluciones familiares. O al éxodo para probar mejor suerte. O para escapar de los riesgos engendrados por la violencia.
Así, las colas provocadas por una débil y postrada dinámica económica, a consecuencia del desorden que exaltó la “revolución bonita” y justificó el régimen en razón de su “lucha antiimperialista”, devino en un marcado desarreglo de la sociedad. Igual que la política. Ahora, el país está convertido en un escenario ininteligible.
Particularmente, las colas por gasolina constituyen el paroxismo de la anarquía. Escenario este donde nadie tiene razón. Ninguna explicación tiene valor. Son espacios donde no existen derechos. Tampoco deberes. Solamente, vale la viveza o el contenido del bolsillo. O la fuerza para demostrar que tan corrupto se puede ser. Es el “nuevo republicano”. En fin, es un ámbito donde el egoísmo determina todo. Ahí se actúa según la voracidad demostrada y el mal genio asumido. Donde se es primero yo, segundo yo, tercero…
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Las opiniones expresadas en esta sección son de entera responsabilidad de sus autores.
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