El documento que establece las normas básicas de convivencia democrática es la Constitución. Este fue invento estadounidense (1787) que hoy es aplicado en todas partes del mundo (exceptuando Inglaterra, Nueva Zelanda, Israel y otros pocos). En estricto rigor, en este documento se expresan los derechos y obligaciones de todos los ciudadanos de un determinado país. Y, en términos simples, aquí estarían las reglas del juego democrático y, al mismo tiempo, se resolverían las preguntas más básicas (quién gobierna, por cuánto tiempo, cómo se eligen a las autoridades, cómo se forman las leyes, quién emite la moneda nacional, etc.)
Evidentemente, la creación, ratificación y acatamiento de este documento por todos los integrantes de la sociedad requiere de un ingrediente esencial: la legitimidad. Si entendemos a la legitimidad como el mero reconocimiento de la población del poder político constituido, entonces podemos decir que, desde hace un buen tiempo, nuestro país sufre una crisis de legitimidad apabullante.
Pero este razonamiento sirve, tanto para los que detentan el poder político en la figura de Maduro & Cía como para los que lo hacen en la figura de Juan Guaidó y el gobierno interino. Ambos tienen un olor muy extraño, y están lejos de lograr que vivamos bajo un gobierno de «leyes» y, en cambio, estaríamos más cerca —desgraciadamente— de un gobierno de «hombres» (Platón y Aristóteles ya nos advirtieron cómo terminaba una sociedad que estuviera sometida por la ley o por un hombre). Por lo tanto, pareciera que uno y otro están jugando al empate, y a ninguno le importa mucho los procedimientos democráticos o la fundamentación jurídica de sus actuaciones (esto último sería más bien accesorio).
En nuestra querida Venezuela están surgiendo los artificios constitucionales más creativos de este siglo. Todo es muy turbio y pocos podrían entender los callejones de los dos sectores. Uno declara que es más ilegítimo que el otro, y el otro responde que no lo reconocen ni en su casa. Mientras tanto, en Caripito centenares de familias lo pierden todo por inundaciones y, pese a que habría dos gobiernos que los pueden socorrer, hasta ahora no ha llegado ni medio gobierno.
Hoy, aparentemente, las pocas certezas cambian más rápido de lo habitual y seguimos llenos de dudas sobre el desenlace de este trágico episodio de nuestra historia republicana.
Lo único cierto es que los dos bandos se sostienen apelando a la vigencia del texto constitucional, pero, en el fondo, a ninguno le importa ese instrumento jurídico manoseado por todos y, por cierto, solo respetado cuando a alguno le conviene.
Se supone que «la Constitución no es un instrumento para que el gobierno controle al pueblo, sino que es un instrumento para que el pueblo controle al gobierno, para que no venga a dominar nuestras vidas e intereses» (Patrick Henry). Pero aquí esa frase se entendió poco y mal. Y aquí seguimos en este terrible berenjenal sin entender lo más básico de un sistema democrático: quién gobierna.
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