«Con la comida no se juega», me decía mi abuela española cuando nos sentábamos a la mesa familiar. Esa advertencia, y la de dejar el plato limpio, marcó mis días infantiles. Era lógico que ella tuviera esa actitud de respeto hacia el alimento: había vivido la guerra y la postguerra, esta incluso fue más dura que la guerra, ya que la comida estaba racionada y para obtenerla era necesario tener el carnet del partido falangista y hacer largas colas. De ahí que en la casa fuera impensable botar a la basura ni siquiera un pedazo de pan: ello era considerado hasta pecado por ella, católica practicante.

En estos momentos recuerdo esas escenas de mi niñez cuando veo lo poco que se respeta el carácter sagrado de los alimentos. Es doloroso que niños mueran por desnutrición en un país tan rico como Venezuela. Pareciera que quienes tienen la responsabilidad de garantizar el derecho a la alimentación, consagrado en la Constitución, están en otra cosa, ni pendientes.

Un ejemplo de ello es lo que está ocurriendo con los famosos perniles. El gobierno hizo una promesa de traer perniles como parte de un «combo hallaquero» pero o no lo ha hecho o sí los ha traído y esos perniles no han llegado adonde más falta hacen, o sea a la gente más necesitada, que los ve no como una comida navideña, sino incluso como una fuente de proteínas, ya que un pernil de unos ocho kilos puede servir a una familia para alimentarse durante varios días.

Esta es la razón por la que se han visto protestas en numerosos lugares de la geografía nacional: aquí en Caracas se han reportado en La Vega, en Petare, en Catia. En el interior, ni se diga, la gente ha salido a exigir lo que le habían ofrecido. ¿Son saboteadores? ¿Son guarimberos? No, es gente normal a la que se le prometió algo que no se cumplió. Algunos aclaran que son chavistas pero quieren su pernil.

Ante esta situación, el gobierno, que fue quien la generó, apela al viejo truco de mezclar mentiras con falacias y manipulaciones. Lo primero es hallar un culpable, que no sea él mismo, por supuesto. Entonces Maduro acusa al gobierno de Portugal. Pero resulta que este no tiene nada que ver con el asunto, más bien el gobierno nacional le debe 40 millones de euros a una empresa lusa llamada Raporal.

Esta acusación derivó en algo más grave que un incidente diplomático y fue que algunos empezaron a llamar a la expropiación de las empresas portuguesas, que en Venezuela son sinónimo de panaderías y supermercados. Qué irresponsabilidad ese llamado, es como echarle gasolina al fuego en momentos en que hay tanta hambre y necesidad en el país, pero no por culpa del imperialismo o de Trump sino de las políticas erradas, en materia económica. Erradas pero que benefician a unos pocos.

Luego, Freddy Bernal, que sabe mucho del tema de la importación de comida porque es jefe de los Clap, acusa al presidente colombiano de haber retenido más de 2 mil toneladas de pernil en la frontera. Uno no termina de entender por qué Juan Manuel Santos haría eso. A menos que haya sido una broma de Bernal con motivo del Día de los Inocentes.

El tema de los perniles lleva camino de convertirse en un capítulo más de la novela de la corrupción con alimentos importados, tan larga que ya parece un culebrón. Y convenientemente arropada con el manto de la impunidad total.

Ya estamos acostumbrados a que la mentira sistemática se haya elevado a política de Estado. Pero que se juegue con algo tan sagrado como la comida del pueblo, eso no tiene perdón de Dios, como diría mi abuela.

Foto: protesta en Petare por el pernil. Miguel Gutiérrez, agencia EFE.

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