Venezuela padece en este momento una suerte de crisis agónica. El colapso generalizado de servicios básicos como electricidad, agua, telefonía, Internet y gas doméstico es el telón de fondo de la vida cotidiana de los venezolanos. El país viene descendiendo escalones sin que se tenga certeza de cuándo y cómo se tocará fondo, para emprender luego la necesaria recuperación y transformación positiva.
Crisis parece ser la palabra que nos define. Crisis sanitaria ahora por la pandemia del coronavirus, pero también del sistema de salud previa a la llegada del virus. Económica porque ubica a nuestro país con los peores registros en inflación o caída del Producto Interno Bruto de todo el mundo, sólo comparable a naciones que han padecido guerras o conflictos armados.
Una crisis migratoria que está simbolizada en alrededor de cinco millones de venezolanos que huyeron también de otras crisis; una que ha sido política, de larga data y que no parece tener resolución. Con un gobierno que no es capaz de doblegar del todo a la sociedad y una oposición que no logra articular el cambio, pese a que es un deseo mayoritario de la sociedad.
Una crisis de energía, dado que tenemos largas semanas sin suministro de combustible en la mayor parte del territorio nacional. Lo que simboliza tal vez como ninguna de las otras crisis el fracaso del proyecto chavista: que no haya gasolina en el país que tiene las mayores reservas petroleras del globo.
La fórmula de cómo se destruye a una otrora exitosa empresa petrolera, en cuestión de dos décadas, será posiblemente tema de estudio en el futuro.
Hace 35 años empecé a ejercer el periodismo. Llegué a Radio Fe y Alegría, siendo aún estudiante de periodismo. Llegué con el desafío de formar un equipo de prensa, que en realidad durante mucho tiempo fue un dueto, junto a Carlos Correa. En 1985 ciertamente el país estaba en crisis.
Venezuela no se recuperaba aún del terremoto económico que se había vivido con el llamado Viernes Negro (febrero de 1983). La primera devaluación en la memoria colectiva y punto de inicio de lo que serían no sólo varias devaluaciones, sino fallidos modelos de control cambiario. En verdad fueron parches para una crisis mayor que se cocía a fuego lento.
La pobreza creciente de aquella época constituyó durante varios años el foco de la tarea periodística que se realizaba en la segunda mitad de aquella década de 1980. En esas estábamos cuando ocurrieron los sucesos del Caracazo, en febrero de 1989. Las imágenes de un país roto, envuelto en una anomia total, no eran otra cosa que una crisis mayúscula.
La crisis militar, que se tejía en paralelo, tuvo dos expresiones violentas y fallidas en el año 1992. Venezuela seguía sumida en una crisis con diversas aristas. En todas, el periodismo debía estar en primera línea para informar, para dejar testimonio de la cruda época que tocó vivir. Esto escaló y arropó al mundo institucional que optó por sacrificar políticamente al entonces presidente Carlos Andrés Pérez, en 1993. Estábamos lejos aún de encontrar tranquilidad, la crisis envolvía todo en Venezuela.
Los años del segundo gobierno de Rafael Caldera, que en general se recuerdan sosegados en lo político, estuvieron marcados por la gigantesca crisis bancaria que se inició con la caída del entonces emblemático Banco Latino. Aquella fue una crisis de la cual nadie escapó, con dramas diversos por los efectos muy negativos que se vivieron también en la vida cotidiana de entonces.
Crisis, crisis, crisis. Era esa la palabra más usada entre quienes trabajamos como periodistas en los años 1990 en Venezuela.
La sociedad hastiada de una clase política que se había mostrado incapaz de reordenar un sistema político e institucional en decadencia, terminó dándole el ticket premiado a quien ya en su campaña electoral claramente anunciaba que pondría todo patas arriba. Se atisbaba que ningún cimiente del viejo modelo quedaría en pie.
La primera vez que tuve una entrevista a solas con el candidato presidencial aún no favorito, Hugo Chávez, en abril de 1998, éste me respondió con la manida frase de Simón Rodríguez “o inventamos o erramos”, cuando le pregunté qué planes se iban a aplicar de forma explícita para vencer la pobreza creciente en Venezuela.
La crisis social ha sido, por cierto, una suerte de decorado a todas las otras. El problema crucial de la sociedad venezolana, la pobreza, sigue sin resolverse. Es una crisis sistémica para la cual ningún dirigente político, en el gobierno o en la oposición, parecen tener una respuesta clara y viable.
Y llegamos a 1999. Año cuando se vivió una de las crisis más dolorosas de la sociedad: la tragedia de Vargas. El periodismo demostró toda la garra y solidaridad necesarias para salir bien parado de aquel suceso.
De allí en adelante, cada año tuvo una crisis particular, conectada con la crisis sistémica, sin que hubiese una resolución viable para ninguna. En 2000 fueron las megas elecciones. En 2001 el paquete de leyes habilitantes que se intentaron imponer. En 2002 el golpe de Estado junto al rápido regreso de Chávez al poder. En 2003 las secuelas del paro petrolero. En 2004 el referendo revocatorio y así, cada quien puede construir una lista de cuál crisis fue la que distinguió, a cada año de nuestras vidas, en las dos décadas que ha gobernado el chavismo.
Una tarea el periodismo venezolano es poder contar la historia particular de cada crisis. Sin duda hay que contarlas porque son hechos noticiosos, pero es necesario verlas como parte de un todo. Vivimos en un país que ha estado signado por la palabra crisis en las últimas décadas. Eso no lo podemos obviar.
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