A las mujeres, en su día
En el imaginario latinoamericano, México es la cuna del machismo como lo es de Juan Charrasqueado. Machismo es la manifestación radical de la masculinidad expresada en el ejercicio del poder, la fuerza, la violencia, la atracción por las mujeres a través de su desprecio. El comportamiento masculino más alejado de lo femenino.
Ese cine mexicano era el casi único que se veía en las pantallas de Latinoamérica y el Caribe a mediados del siglo pasado y reforzaba el machismo sembrado en la cultura de estas tierras.
Los galanes de cine mexicano, bigotudos, bien plantados, pantalones ajustados para acentuar la masculinidad, seductores de cuanta mujer veían, fueron modelos para varias generaciones de hombres latinoamericanos y del Caribe.
Y, como una paradoja, es a través de una película mexicana – Roma, la de Cuarón – que, recientemente, hemos visto un cierto desdibujamiento de esa expresión de la masculinidad. En ella, el macho admirado, protagonista, centro del mundo, como lo fue Pedro Infante, Jorge Negrete y hasta disimulado, en personajes como Tin Tan y Cantinflas, casi no se ve.
La historia de Roma gira en torno a mujeres, como suele ser la vida doméstica en el mundo.
En Roma, los hombres son personajes de segunda, a pesar de ser ejemplo del machismo cotidiano: un padre ausente, un Don nadie, y otro padre, abandonante, no comprometido. Ambos aborrecibles, como los que son así en la realidad.
El padre de la familia protagonista en Roma, poco aparece. Es como un pelele, hasta físicamente. Sin gracia, sin fuerza, ausente aunque estuviera allí. La cabecera de la mesa, destinada tradicionalmente al padre de familia, en esa casa, la ocupan mujeres. También están ellas a cargo de las decisiones cotidianas, como en la vida real.
“Los voy a acusar con su papá, ya van a ver”, dice la madre a los hijos por su mal comportamiento y esa frase, esa amenaza, que alude a una supuesta autoridad masculina es solo un decir, un deseo de tener su apoyo. La ausencia de ese padre o su debilidad no permite consumar el deseo. La madre en Roma lidia con todo lo del hogar y con sus obligaciones profesionales, como la mayoría de las madres en Latinoamérica, en el mundo.
La presencia de los hombres en esa historia es efímera. Ellos se van, desaparecen. Siempre tienen algo más importante que hacer, dejándole la pesada carga cotidiana a las mujeres, como todavía lo hacen muchos.
A pesar de los avances en cuanto al compartir obligaciones domésticas que se han logrado en los últimos años, la crianza de los hijos e hijas sigue estando, casi exclusivamente, a cargo de mujeres. Los hombres en Roma, a través del simbolismo de la banda marcial o las artes marciales, se la dejan a ellas.
Y, por supuesto, en Roma, una historia ambientada en la mitad del siglo pasado, predomina el estereotipo femenino que también el cine mexicano, como el de cualquier otra parte del mundo, ha reforzado desde su aparición: la mujer sumisa, dependiente, torpe, abnegada, paridora, acosada.
Las mujeres en la conducción
¿Las mujeres al volante? ¿Disparando? No, eso no. ¡Son un peligro! “Eso es de hombres”, es aún creencia extendida. Un poco menos que por aquellos tiempos pero persiste. A pesar de que, en la cotidianidad y otros espacios sociales, ellas sepan tomar decisiones, actúen en consecuencia, resuelvan.
Las dos mujeres protagonistas de Roma quedan abandonadas y con ellas las crianzas. Una a través de la infidelidad, el marido la menosprecia, y la otra, porque el macho “no da razón”, la menosprecia. Los machos de siempre, pues.
“Estamos solas, siempre estamos solas”, le dice la patrona a la empleada. Igualadas en el sufrimiento por el abandono de sus hombres. Esa, me parece, es la frase lapidaria, central del discurso del género y del desamor en las parejas que vimos en Roma, aunque, paradójicamente, Roma, al revés, se lea amoR.
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