La economía mundial ya venía por una senda compleja antes de esta crisis económica. Un consumo sin límites, así como una producción y logística hechas a la medida de la gran demanda, eran las normas básicas de una economía de mercado global muy teñida de capitalismo salvaje. Se sumaba a lo anterior, un endeudamiento barato de empresas e individuos, con grandes asimetrías sociales entre los países y ciudadanos.

Comenzaron entonces a emerger grupos de presión tratando de hacer conciencia sobre la difícil sostenibilidad de un neoliberalismo sin límites. No podía ser para siempre un sistema económico que tendía a enriquecer a una minoría y empobrecer a los demás. Quién iba a consumir a futuro la gran masa de productos generados, si la mayoría de los países y sus poblaciones se empobrecían a pasos rápidos. Además, en esta economía mundial, la riqueza era vista como un asunto inmediato, sin medir las consecuencias futuras que esto podría generar sobre la integridad de los ecosistemas. Destruir económicamente a las mayorías y destruir al planeta eran cosas del futuro, eran tan sólo un constructo incómodo de escuchar.

El COVID-19 -aparente consecuencia de la violación del ecosistema selvático de la ciudad industrial de Wuhan, en China- tuvo un gran impacto negativo en la economía global. Ante la inesperada pandemia, potencialmente letal que costó la vida a más de 15 millones de personas en el mundo, la mayoría de los países tomó medidas de salud pública para frenar la propagación del virus. Enorme cantidad de empresas fueron cerradas y se pidió a las personas que se quedaran en casa. En consecuencia, tanto la producción como el consumo se vieron comprometidos. El desempleo aumentó en la mayoría de los países. En Estados Unidos alcanzó un 14.7%, la tasa de desempleo más alta desde la Gran Depresión del 30.

Para sortear los estragos económicos de la pandemia, los gobiernos y bancos centrales del mundo implementaron políticas que incluyeron financiamiento a muy bajo costo a las empresas, los necesitaran o no, así como múltiples subsidios sociales. Se sumó a lo anterior, ingentes inversiones sanitarias para prevenir o remediar el COVID.

Según el Fondo Monetario Internacional, para septiembre del año 2021, los gobiernos y bancos centrales habían inyectado a la economía unos 25 billones de dólares para abordar los efectos de la pandemia. Esto representa la cuarta parte de las reservas federales de Estados Unidos, el país con la economía más grande del mundo.


Eso no es todo

Tal cantidad de dinero hizo que en las economías desarrollas del mundo la pandemia pasara bastante inadvertida desde el punto de vista financiero. Las empresas tenían mucha plata, más de la que necesitan, y la valuación de las mismas se infló artificialmente. De allí que los mercados bursátiles, paradójicamente, se dispararan en medio de una crisis mundial.

En el contexto de cadenas logísticas interrumpidas por el aislamiento y los empleados encerrados en sus casas, la producción empresarial se vio comprometida. La gente, con más plata en los bolsillos, incrementó el consumo en el contexto de una limitada oferta de bienes. La consecuencia, de una mayor demanda y menor oferta, hizo que los precios se dispararan, emergiendo una creciente inflación.

En 2022, la tasa de inflación era indigesta a nivel mundial. Estados Unidos cerró el año con cifras cercanas al 8%, lo que no se había visto en los últimos 40 años. La Unión Europea y el Reino Unido, reportaron inflaciones sobre el 10%.

Con miras a yugular la inflación, los bancos centrales de los países que dominan el mundo se han dado a la tarea de “recoger” la gran cantidad de dinero inorgánico que corre por las calles. La forma en que los bancos centrales logran esto, es a través del aumento de sus propias tasas o tipos de interés. Esto, se refiere a lo que cobran por prestarle dinero a los bancos comerciales. Al aumentar los bancos centrales sus tasas, los bancos comerciales hacen lo mismo.

Por estar más caros los créditos, las empresas comienzan a rechazarlos porque no pueden pagarlos. Asimismo, la gente comienza a bajar el consumo porque no puede endeudarse para comprar. Lo que se espera con estas políticas es un descenso de la demanda mundial, con el fin de que los precios bajen, y en consecuencia, descienda la inflación. Con menos apalancamiento crediticio para invertir y producir, el valor de las empresas cae ostensiblemente. Esto genera nerviosismo en los inversionistas que prefieren sacar su dinero del mundo empresarial productivo y ponerlo a buen resguardo. El resultante de esto, es la caída de los mercado bursátiles que empezamos a ver desde el año pasado.

Las prácticas mencionadas derivan en una recesión económica mundial, cuyas consecuencias, no son del todo predecibles. Por evitar una crisis económica durante la pandemia, empezamos ahora a vivir una debacle financiera. Todo un absurdo, ¿no?

En el próximo escrito, profundizaremos más en el tema.

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