Por estos días Colombia está en boga. El fin de semana pasado se realizaron los comicios presidenciales, en los que resultó electo el abogado y ex senador Iván Duque. El ahora presidente electo, trabajó un buen tiempo en el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), llegó a ser jefe de la División de Asuntos Culturales, Solidaridad y Creatividad de la institución.

En aquella época, redactó, junto con el economista Felipe Buitrago, un documento de investigación titulado: La economía naranja, una oportunidad infinita.

Dicha publicación persigue revelar, a través de innumerables ejemplos, cómo los bienes y servicios culturales tienen un impacto económico significativo en el mundo. El texto se pasea con números sólidos acerca de la relación estrecha entre economía y cultura, para lo cual expone cifras impresionantes que ni el más versado imaginaría.

Básicamente, la economía naranja (también llamada industria creativa) consiste en el despliegue de todas las actividades que requieran como materia prima la creatividad, la imaginación, el talento, las artes y la identidad, para generar bienes y servicios culturales, amparados en un entorno de respeto al capital intelectual (derechos de autor).

Duque y Buitrago, nos explican cómo el cine, los videojuegos, la televisión, la radio, las aplicaciones móviles, los festivales musicales, la arquitectura, el teatro, la publicidad y la moda, pueden generar empleos y una formidable riqueza en los países que promueven estas actividades. Es decir, resaltan las enormes oportunidades de negocio que tendría desarrollar el arte, los medios y todo el patrimonio cultural de una nación.

Para fundamentar la idea, les hago la siguiente pregunta: ¿Les parecería bueno que tengamos una compañía que tuviera 120 millones de clientes y generará 190 mil millones de dólares anuales?; ¿les gustaría la idea de que un festival cultural consiguiera atraer 1 millón de personas y que el consumo total de sus participantes se aproximara a los 950 millones de dólares en 3 días de show? Bueno, el primer caso existe y se llama Netflix. El segundo son los carnavales de Río de Janeiro.

En un mundo que está cambiando aceleradamente hacia nuevas formas de comunicación, intercambio, acumulación y diferenciación, es natural que los países estén destinando grandes esfuerzos en subirse a la ola de innovaciones para no ahogarse.

Vemos como los países desarrollados cada vez más protegen los trabajos de investigación y desarrollo tecnológico; el resguardo de sus sitios arqueológicos y centros históricos; alientan los diseños y la publicidad; procuran recompensar el talento; realizan grandes inversiones en conectividad; estimulan los emprendimientos didácticos y abrigan la propiedad intelectual.

La propuesta de la economía naranja cobra mucho sentido en Venezuela cuando nos visualizamos en el escenario pospetrolero. Esa alternativa que nos puede brindar una política de Estado que impulse trabajos transformadores de la creatividad en provechosos bienes y servicios culturales, podría originar contribuciones económicas extraordinarias.

Unirnos a la promoción de contenido digital, a la implementación intensiva de tecnologías de información y el apoyo a las creaciones artísticas, debe ser la prioridad de la era posrentista. Esta sí es, lo que podría llamarse una revolución portentosa.

Por lo pronto, solo nos queda mirar los experimentos de nuestros vecinos y desearles muchos éxitos en esa propuesta novedosa que apuntale sus industrias creativas. Y por nuestro lado, esperaremos que alguno de nuestros grupos políticos les pique el bichito de las ciencias, la innovación, el arte y la informática, y lo promuevan con pasión.

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