La cultura política es tan vasta, que cualquier tendencia dominada por el egoísmo y la envidia, se convierte en problema de crasa magnitud. Es ahí cuando la política aviva el tremendismo considerado como la exageración aberrante de realidades que buscan deformarse en su desarrollo.
Cualquier evento político que exalte la significación de “cambios” que apunten a definir nuevas realidades, puede verse tentado a desfigurar su esencia. Es algo así como hundirse en la fatalidad de los “ismos”. Pues, como fenómeno dialéctico, es capaz de estimular descarríos de naturaleza funcional afectando todo cuanto de ello depende.
Es lo que implica la praxis del “populismo”, del “triunfalismo”, del “continuismo”, del “derrotismo” o del “electoralismo”. El electoralismo, por ejemplo, tiende a extremar y encarecer el ejercicio del proceso electoral. Este problema, del electoralismo, según la opinión de Rodrigo Borja Cevallos, jurista y ex presidente de Ecuador, (Enciclopedia de la Política), “(…) considera las elecciones como un fin en sí mismas. No como un medio para elegir (…)”.
El electoralismo desfigura el concepto de democracia toda vez que “(…) la supone agotada en el acto electoral”. En consecuencia, hace ver al voto como el punto de llegada. Y no, el punto de partida del ejercicio político que motiva la praxis democrática.
El electoralismo propende a reemplazar el proceso electoral apegado a la determinación del voto, por maniobras tendenciosas.
Autonomía o imposición
Es el problema que pudiera padecer la universidad autónoma venezolana, de verse hurgada por la fiebre electoral. Particularmente, por la premura de renovar el gobierno universitario. Peor aún, en la mitad de tan sensible situación política, podrían manifestarse otros problemas, sobre todo, causados por intereses políticos que pretenden imponerse por encima de lo que contempla la legalidad del proceso electoral.
Desde el mismo momento en que la Universidad Central de Venezuela decidió abrirse ante un proceso electoral basándose en el Reglamento Transitorio de las Elecciones Universitarias para elegir rector, vicerrectores, secretario, decanos y representantes profesorales de los cogobiernos, el resto de universidades autónomas han buscado emular tan importante determinación.
Las universidades autónomas han quedado al borde de un peligroso electoralismo. Aunque mucho se ha advertido de que esta situación podría abrir brechas entre la autonomía organizativa y administrativa, “(…) para elegir y nombrar sus autoridades (…)” (Artículo 9, Ley de Universidades) y las imposiciones o coerciones establecidas (a la fuerza) por el régimen político.
La coerción a mitad del proceso electoral
Tan obvio temor, debe contenerse basado en el artículo 109 constitucional toda vez que prescribe la potestad que tiene la universidad pública nacional para darse sus normas de gobierno, que dictamina que “el Estado reconocerá la autonomía universitaria como principio y jerarquía (…)”.
Esto refiere a la autonomía, entendida como la facultad sobre la cual la universidad es “soberana” en el sentido de adoptar y practicar el derecho de elegir su gobierno. Así como el de comprometer su funcionamiento y desarrollo en virtud de actuar según los deberes que regulan lo que se espera del discurrir de los universitarios en su conjunto.
El miedo sigue blandiendo sus instrumentos de intimidación a través de la historia de la represión escrita por hechos recientes que han victimizado a la autonomía universitaria. Se argumentan excusas elaboradas en sintonía con el miedo que induce la coerción ejercida por funcionarios del régimen.
La preocupación cunde por doquier. Aunque resalta en medio de los intersticios del poder universitario. De un poder, cuyos representantes parecieran haberse extraviado entre órdenes y medidas contraproducentes que son, ciertamente, contradictorias y desaforadas. Concretamente, al momento de aplicarse. Particularmente, cuando logra comprenderse que han pasado catorce años desde el momento en que las universidades autónomas vivieron sus últimos procesos electorales. El ánimo que caracterizó los correspondientes programas de gobierno universitario como parte de la oferta político-electoral de entonces, perdieron su fuerza de contenido y alcance. Pues si bien, algunos programas o propuestas se deshicieron como producto del tiempo o por efecto de la humedad propia de archivos oxidados, otros ni siquiera lograron aplicarse. Pues fueron descartados por el inmediatismo de vergonzosos intereses políticos o provechos personales.
Sin duda, el tema es complicado por causa de las variables que engorronan tales procesos político-electorales. Las competencias de su organización, son fácilmente desviadas en cuanto a que pueden no ajustarse a lo que debe ser una interpretación apegada a la ecuanimidad, la honestidad, el equilibrio decisional y el cometido logístico. Evaluar la viabilidad de esos procesos, es una tarea que podría disparar conflictos reveladores de mezquindades y fanatismos caducos.
Aunque un ensayo indebido, podría desvirtuar la necesidad de renovar la democracia universitaria mediante la realización de un proceso electoral, como la demanda actual. Pero siempre y cuando se produzca apartado de maniobras que son propias de un viciado electoralismo universitario.
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