Ningún país está exento de los ataques en contra de su sistema democrático. Los asesinos de la democracia están en cualquier parte y basta varias infracciones sutiles a sus normas para que se consume su caída. Esto es lo que identificaron con precisión Steven Levitsky y Daniel Ziblatt en su libro Cómo mueren las democracias.
En este sentido, a menudo nos percatamos que la democracia cobra relevancia solo cuando está ausente. Y, aún más, solamente cuando se están construyendo las instituciones democráticas nos damos cuenta de la compleja tarea que esto representa. Ambas situaciones las simbolizan con claridad el caso venezolano y afgano.
En el primero de ellos, la democracia fue erosionada desde adentro con leves codazos que se fueron normalizando, cómo: convertir al adversario político en enemigo existencial, promover un discurso polarizante que nos dividió en venezolanos patriotas y venezolanos traidores, reproducir amenazas de encarcelamiento a los árbitros institucionales y empujar con afán reescribir las reglas del juego democrático. En el segundo caso, simplemente no ha sido posible poner las primeras bases que desemboquen en la construcción del Estado-nación, en el cual se respete el Estado de derecho, se realicen elecciones libres y justas o haya educación universal, por citar solo algunas bondades de la democracia.
Levitsky y Ziblatt en su libro antes citado muestran varios ejemplos que confirman un encadenamiento destructivo de la democracia. De igual modo, ellos plantean que los sistemas democráticos son protegidos por guardarraíles (Congreso, Tribunales, periodistas, etc.) que limitan los excesos de poder. Además, y lo que es más importante, una saludable democracia es posible por la aplicación de dos reglas no escritas: la tolerancia mutua y la contención institucional.
Así pues, la tolerancia mutua es aquella que nos permite la coexistencia en una sociedad, dado que, al adoptar esta regla informal, respetamos la legitimidad del adversario o a las personas en general que no comulgan con nuestras ideas, toleramos que tengan el mismo derecho a existir, competir, pronunciarse y gobernar igual que nosotros, siempre que actúen bajo las reglas constitucionales. Por otra parte, la contención institucional se refiere a evitar actuaciones que, si bien son legales, serían inadecuadas para la convivencia democrática (v. gr. destituciones usando mayoría circunstanciales en el Congreso, cambios en los distritos electorales u obstrucciones legislativas). Quiere decir, la contención se trataría de hacer un uso de las facultades legales con buen criterio y no con el objetivo de arrasar con el adversario político.
De este modo, la democracia siempre está cortejando el precipicio. Ni el país más próspero u ordenado está inmunizado contra una posible ruptura democrática. Cuando usted vea que un gobernante amenaza con encarcelar a sus oponentes políticos, aplica las mayorías políticas temporales para destituir a jueces, declara a la prensa como un enemigo, aísla a los voceros principales de la disidencia, usa el chantaje para advertir a los gobernadores o alcaldes opositores que les quitará parte del presupuesto o intenta cambiar las reglas del juego democrático, sepa usted que esa sumatoria de infracciones terminará en un quiebre democrático.
En fin, la democracia es la sabia disposición de encontrarnos en un entendimiento compartido y, al mismo tiempo, la sana voluntad de aprender a cooperar. Pues, como escribió E.B. White: «La democracia es la sospecha recurrente de que más de la mitad de la población tiene razón más de la mitad del tiempo». Sencillamente, en democracia cabemos todos, pero no se debe dar por descontada, todos los días debe cultivarse y protegerse.
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Este artículo fue publicado originalmente el 21 de agosto de 2021.
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