Caracas me hizo el primer desplante grave cuando no me dejó vivir con Samantha, mi futura esposa. Pasamos meses buscando, aunque fuera, un sitio chiquito, con muy pocos muebles, para alquilar. Era 2013, con 20 bolívares fuertes se podía comprar un dólar en el mercado negro, disfrutábamos haciendo periodismo y creíamos que nuestros sueldos serían suficientes para pagar la renta de un apartamento o anexo en alguna zona no tan roja de la ciudad, aunque ya pasábamos los fines de semana de mercado en mercado buscando los productos que escaseaban, pero se conseguían o los intercambiábamos con conocidos: papel sanitario, azúcar, mantequilla, pastillas anticonceptivas.
Pero para “estar contentos y llenos de felicidad”, como Ligia Elena y su trompetista, nos pedían seis y hasta nueve meses de depósito, más el mes de alquiler, porque no éramos diplomáticos o extranjeros contratados por una trasnacional, me explicó un agente inmobiliario en su momento.
Solo una vez conseguimos un lugar que podíamos pagar, si comíamos aire todo el mes. La noche de la boda, cuya celebración requirió ingenio, colaboración y mucha austeridad, cada quien durmió en su casa. Tres semanas después, siguiendo un plan que el rápido deterioro del país obligó a acelerar, y con los ahorros no muy jugosos de los meses previos, agarramos un avión al oeste de Canadá, el único lugar en el cual parecía que podíamos caer de pie.
Primera escala
Llegamos a vivir al apartamento de mi suegra y afuera hacía un día de postal veraniega: 23 grados y cielo azul. Samantha, bilingüe y con residencia canadiense, encontró trabajo al mes en una tienda y yo, con una visa corta de estudiante, empecé un curso de inglés. Cinco meses después ya tenía permiso para trabajar y me contrataron en un servicio de eventos de la universidad donde estudiaba y un poco más tarde entré a estudiar cocina profesional.
Al terminar el primer año de la carrera, trabajé una temporada como cocinero. Intentaba convencerme de que mi gusto por el fuego sería suficiente para cambiar de profesión y de vida. Pero no lo logré. Me rebané los dedos, me quemé los brazos y era más lento que quienes, siendo mucho más jóvenes, tenían experiencia previa en restaurantes. Mostrar la misma agilidad que en el teclado no fue sencillo.
Samantha no logró entrar a ningún periódico o medio canadiense. Lo más cerca que estuvo de trabajar en algo parecido fue cuando se desempeñó como asistente de comunicaciones de los scouts de la provincia donde vivíamos, sin dejar su trabajo en la tienda, para que pudiéramos seguir pagando mis estudios y los demás gastos.
No contar con experiencia previa escribiendo en publicaciones en inglés y que el número de medios se estuviera reduciendo (acabados de llegar los diarios principales del país habían botado a gran parte de sus periodistas), pintaban un escenario complicado a mediano plazo. Y vivir solos, con todos los gastos que teníamos, seguía siendo cuesta arriba. Además, nos sentíamos muy ajenos a la ciudad, al idioma, a su muy escasa movida cultural, y lejanos al periodismo. Ambos estábamos agotados, tratando de sincronizar horarios, llorando las frustraciones y en un sitio donde no estábamos a gusto.
Segunda escala
Después de escribirle a amigos en Argentina, Chile, México y Colombia, decidimos probar en otro país. Yo me iría a Bogotá, a probar suerte, con el dinero con el que iba a pagar la matrícula del segundo año de mi carrera. Los requisitos para obtener la visa para ejercer oficios independientes no eran imposibles y en septiembre de 2015 partí.
Me fui primero para minimizar los riesgos y para garantizar que uno de los dos siguiera produciendo durante el experimento. Mi primer trabajo más o menos formal fue como librero en el centro de la ciudad y viví en las residencias que podía pagar hasta abril. Tuvimos suerte y días después de que llegó Samantha a Bogotá, seis meses luego de que yo lo hiciera, firmé un contrato a término para ocupar un cargo en el área digital de una fundación de periodismo.
Creo que ese día ha sido el más optimista de nuestro periplo migratorio. Con ese entusiasmo, en mayo, logramos por fin vivir solos en un apartamento que alquilamos y por un rato disfrutamos la rica vida cultural de la ciudad, sus mercados llenos de frutas desconocidas y vegetales de colores increíbles, así como volver a hablar y a pensar en español. Beneficios que para ese momento pesaban más que la inseguridad y las incomodidades que también incluía Bogotá.
El tiempo pasó, la situación en Venezuela empeoró y el caudal de venezolanos que eligió Colombia como lugar de paso o de residencia temporal aumentó. Ya no éramos los 350.000 que se calculaban a fines de 2015 y nos acercábamos al millón. Migración y Cancillería de Colombia ya buscaban la forma de aplicar un torniquete y el trato en la calle era distinto.
En ese contexto, pero aún con la certeza de que no queríamos movernos de lugar, Samantha llegó a la etapa final de un proceso de selección en un medio de comunicación. Era la indicada y tenía sus papeles en regla, pero recursos humanos frenó su contratación “porque allí ya trabajaban muchos venezolanos”. Además de algunas colaboraciones con medios pequeños, no consiguió ninguna oportunidad semejante.
Un breve retorno forzado
En el ínterin, tuvo que regresar a Caracas para renovar su pasaporte venezolano porque habían pasado ocho meses de espera sin que el trámite superara la etapa de impresión. Le había tocado rogarle mes tras mes a Cancillería y Migración de Colombia para que le prorrogaran su estadía legal mientras llegaba el documento.
Cuando vimos que aquella angustia podía ser eterna, entendimos que viajar a una Caracas encendida por protestas y llena de barricadas era la única opción de renovar. El pago de una solución exprés para que le entregaran el pasaporte en tres días y el costo del boleto nos descapitalizó, pero volvimos a estar juntos y respiramos. Pensamos que todo se iba encausando.
Después conseguí un puesto aparentemente más estable en una agencia de relaciones públicas, pero la suerte profesional de ella en Colombia no cambió. Frustrados, sacamos cuentas y notamos que debía regresar a Canadá si quería solicitar su ciudadanía y contar con otro pasaporte sin depender de gestores. Contra nuestra voluntad, regresó a Calgary, hoy su petición de ciudadanía está en estudio y ya llevamos más de nueve meses separados (cumpleaños y fin de año incluidos). Llevo el tiempo que llevo sin verla porque ya renuncié a contabilizar cuánto ha pasado sin que pueda celebrar fechas especiales con mis padres, hermanas y sobrinos.
Tampoco se pudo en Colombia
A la larga yo también tuve que irme de Bogotá. Cancillería de Colombia agregó un requisito para otorgar el visado anual a oficios independientes: presentar el título profesional convalidado por el Ministerio de Educación de Colombia. Un proceso que tarda hasta dos años, para nacionales o extranjeros; un lapso incompatible con mi necesidad de renovación inmediata. Pese a que Colombia es firmante del Convenio de La Haya, a sus autoridades no les basta que mi título de la UCV esté apostillado.
Me jugó en contra que la agencia para la que trabajaba por obra no tenga sede fiscal en Colombia y que hacer un contrato de dependencia no fuera posible. Pedí salvoconductos, conseguí una cita con un alto funcionario de migración y me asesoró un abogado. Nada fue suficiente. Cuando cuento esto me preguntan, casi siempre en tono de regaño, por qué no pedí el Permiso Especial de Permanencia, que habilita para trabajar y estudiar por dos años. Lo intenté. Pero la plataforma parece negarle esa oportunidad a quienes tenían visas vigentes al emitirse el decreto, en agosto de 2017, o al menos así lo hizo conmigo.
Migración más al sur
Por eso nos tocó inventar un plan de emergencia. La primera ciudad que se me vino a la cabeza, con todo y sus tragedias, fue Caracas. Calculé que me adaptaría a comer dos veces al día junto a mis padres, que los acompañaría. Probablemente conseguiría tres o cuatro trabajos y le daría tregua a la angustia migratoria. Pero un sondeo con amigos que aún siguen allá me persuadió de lo contrario. Todo podría ser peor de lo esperado, Samantha no estaba dispuesta a volver y, ¿si luego no podía salir de allá porque me enfermaba o jamás reunía la plata para un pasaje?
Entonces pensamos en Buenos Aires y las historias relativamente felices de los amigos y conocidos que teníamos allí: habían conseguido trabajo rápido y a los venezolanos se les recibía bien, todavía. Un gran punto a favor fue la facilidad que da Argentina a quienes provienen de países Mercosur para regularizar su situación migratoria. El 10 de agosto, el último día que las autoridades colombianas me permitían estar en su país legalmente, salí a Buenos Aires con escala en Lima.
Ahora vivo en una habitación de un departamento en el que se alojan otras cinco personas. Ya tengo residencia legal por dos años y sueño con encontrar la estabilidad profesional y económica que me permita reunirme lo más pronto posible con Samantha. No sé si ésta será otra escala en el camino que comenzó con nuestra migración a Canadá en 2013 (Argentina cerró 2018 con 50% de inflación y una devaluación cercana al 100%) o el sitio parecido a Venezuela que estamos buscando.
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