I
Si yo fuese a escribir un ensayo sobre lo real maravilloso en esta tierra de gracia, creo que debería titularlo: ‘sobre el maravilloso arte de echarle la culpa a los demás’. El asunto es del mayor interés en un país en el cual nadie tiene la culpa de nada, en el cual es relativamente fácil escurrir el bulto. Seguramente se trataría de un éxito editorial contundente, a fin de cuentas no sería otra cosa que una crónica de uno de los muchos males que nos aquejan. Acá nadie tiene la culpa de nada. Es obvio que siempre será mas sencillo echarle la culpa a otro. Esto habla, sin duda, de las debilidades de nuestra construcción cívica. Históricamente siempre nos han sobrado los caudillos y nos han hecho falta los ciudadanos.

Un recorrido a lo largo de nuestra cotidianidad nos mostraría ese ejercicio recurrente de no tener la culpa, de negarlo todo hasta la última consecuencia, de salvar el pellejo a toda costa. En las Pláticas de Epicteto nos encontramos con una recomendación que parece vital para la construcción de la República. El autor pone en boca de Sócrates la idea de que “quienquiera que ocupe un puesto … tiene por deber, a mi juicio, permanecer firme en él , cualesquiera que sea el riesgo, sin tener en cuenta ni la muerte posible ni peligro alguno, antes de sacrificar el honor”. Se nos presenta la idea de cumplir con el deber que a uno le corresponde, de permanecer al frente de sus responsabilidades, de hacer aquellas cosas que a uno le toca aun cuando no sea fácil hacerlo. Esto me recuerda aquella frase de Hume en la cual se pregunta: “¿Oh deber, por qué no tienes un rostro menos severo?”.

Al final de la historia queda clara la idea de que no es sencillo hacer las cosas que uno tiene por deber hacer. Las complicadiones de la adultez tienen que ver, precisamente, con la idea de que nos hacemos responsables de nuestros discursos y de nuestras acciones, que debemos responder por nuestros hechos, permanecer al frente de nuestro quehacer. En la Grecia antigua los centinelas que abandonaban su puesto eran condenados a muerte, se entendía que abandonar su lugar ponía en riesgo al resto de sus compañeros, a la ciudad, a la civilización.

Quizás una de nuestras fallas más graves tenga que ver con nuestro poco sentido de responsabilidad, somos una sociedad irresponsable, más preocupada por la satisfacción inmediata de los intereses individuales de cada quien que por la construcción de una idea de Bien Común. Pero además, debemos reconocer que tenermos una memoría muy corta, que somos capaces, por bondad o por estupidez, de perdonar faltas que son, obviamente, graves. Nos gusta de una manera morbosa justificar lo injustificable. No es casualidad que en nuestro discurso cotidiano nos encontremos de manera corriente con ese ‘pobrecito’ que usamos para justificarlo todo.

Es evidente que todos los ciudadanos tenemos responsabilidades concomitantes, que nos corresponde hacer cosas en favor de la convivencia colectiva y que esas responsabildiades son exigibles, a fin de cuentas formamos parte de un contrato colectivo dentro de cuyos términos se desarrolla nuestra vida. Se entiende que esas responsabilidades deben ser mayores para aquellos que asumen posiciones de liderazgo, que se encuentran sometidos a la mirada pública, que asumen compromisos a nombre de los demás. Son mayores porque tienen que ver con asuntos que los trascienden como individuos, porque sus decisiones pueden afectar el futuro de los otros.

II

Debo confesar que nunca me gustó Chúo Torrealba como Secretario General de la MUD, creo que su presencia era inconveniente, que no fue capaz de entender el reto que tenía entre manos. Quizás el problema de Chúo fue entender la política como un ejercicio instrumental, no leerla desde la epísteme; quizás por eso nunca revisaba, según dice Urbaneja, los informes de la Comisión de Estrategía. Pero debo decir, al mismo tiempo, que no creo que el descalabro de la MUD fuese de su exclusiva responsabilidad. A Chúo habría que reconocerle que en sus manos se produjo la victoria de las elecciones parlamentarias del 2015 y que logró surfear con cierto éxito esa compeljidad de intereses que se jugó a su alrededor.

Creo que se ha sido injusto con Torrealba, no porque no hayan cosas que exigirle sino porque hay otros aún más responsables que se protegen al amparo de la opinión pública. Me parece que es una vergüenza la actitud que en este caso ha tenido Henrique Capriles. Le ha bastado con acusar a diestra y siniestra, como si él mismo no fuese parte del combo que tomó decisiones el año pasado y que abiertamente perdió en la confrontación política con el gobierno. ¿Es que acaso no fue Capriles el primer abanderado de un RR que nunca se realizó? A veces toca poner las cosas en perspectiva.

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