Pocos personajes venezolanos despiertan un interés tan diverso como el que aviva Lisandro Alvarado. En él, como en algunos otros grandes, su vida se levanta como un árbol digno de tanta atención como su obra. La razón es simple: muy pocos hacen corresponder sus ideas y sus valores con sus actos diarios. Pero los que lo hacen, superan la dicotomía en la que nos debatimos con harta frecuencia los occidentales, herederos de la civilización judeocristiana. Los ejemplos más lejanos de correspondencia laten en las vidas de Miranda y Bolívar, pero encuentran en la segunda mitad del siglo XIX y comienzos del XX a, por lo menos, dos venezolanos excepcionales: Rufino Blanco Fombona y Lisandro Alvarado.
Esta coherencia entre vida y obra hace que sus biógrafos, fascinados con las aristas del personaje, casi olviden las obras que hacen de Alvarado un hombre de aportes excepcionales. Embelesados con la dignidad del hombre, algunos de sus exégetas no se detienen lo suficiente en la obra titánica del larense.
Sin embargo, los aportes de los ensayos biográficos de Jacinto Fombona Pachano, Pascual Venegas Filardo y Guillermo Morón son indispensables para la comprensión de este extrañísimo alumno de don Egidio Montesinos en el Colegio La Concordia, en Nuestra Señora de la Limpia y Pura Concepción de El Tocuyo, que es como se llama esta ciudad fundada el 7 de diciembre de 1545. Poblado desde el que salieron las expediciones que fundarían Barquisimeto, Valencia y Caracas. De hecho, El Tocuyo fue la cuarta ciudad instaurada por los colonizadores en su aventura poblacional. Las primeras tres fueron Cubagua, Coro y Maracaibo.
Los años del principio
Lisandro vino al mundo el 19 de septiembre de 1858. Lo esperaba un hogar de escasos recursos. Sus padres, Rafael Alvarado y Gracia Marchena, alimentaban el sueño de una educación completa para su hijo. Quiso el destino que al cumplir cinco años el pequeño Lisandro, Egidio Montesinos fundara su propio plantel. La huella de Montesinos en el estado Lara es indeleble. La notoriedad de su enseñanza hizo que fuesen a estudiar a El Tocuyo discípulos provenientes de toda la tierra larense. Fue el caso del barquisimetano José Gil Fortoul, con quien compartió aulas Alvarado.
Me arriesgo a afirmar que no puede entenderse la obra de Alvarado si se olvida que fue formado por Montesinos. Hasta en las diferencias estuvieron unidos el maestro y el alumno: si Montesinos jamás salía de su casa contigua al colegio, Alvarado no soportaba permanecer en el mismo sitio mucho tiempo. Los unía un acendrado ejercicio de la austeridad: ambos sonrieron displicentes, frente a todo lo que no fuera estrictamente indispensable. Historias de la humanidad y del pasado remoto, álgebra, geometría, aritmética y latín eran algunas de las materias que se impartían en clase, pero de todas ellas la filosofía era la pivotal para don Egidio. El maestro fue para Alvarado como una linterna, le abrió los ojos al mundo. Desde entonces, nada le fue ajeno al tocuyano.
Sus primeras incursiones taxonómicas en el reino de la naturaleza han debido ocurrir en las inmediaciones de la casa paterna. En las riberas del río, divisando a lo lejos los sembradíos de caña, al amparo de un cují, el joven amaba la gramática latina, al tiempo en que se interesaba por la conducta empecinada de los animales, sobreponiéndose a los rigores de la vegetación xerófila.
En aquel micromundo de El Tocuyo se formó el carácter del futuro sabio, pero aún más definitorio fue la creación de la iluminada condición de los inquietos: la curiosidad, y nadie mejor dotado para insuflar aquella sed de saberlo todo que la propia curiosidad de don Egidio.
Superada la adolescencia, se prepara el joven Alvarado para presentar el examen de bachillerato. Esta certificación no le era posible darla al Colegio La Concordia, de modo que hubo de trasladarse a Trujillo, con su amigo José Soledad Jiménez Arráiz, a presentar la prueba. Contaba quince años y su juventud animaba el asombro de los examinadores.
De este trance afirma Venegas Filardo: “Allí estaba la anticipación de un sabio. Aquel joven de ojos miopes, de nariz sobresaliente, de tez ligeramente morena y de ideas fáciles, comenzó a deslumbrar por sus conocimientos.” Otro de sus biógrafos, Fombona Pachano, refiere que el jurado, quizás incapacitado para evaluar los conocimientos de Alvarado, lo proclamó bachiller antes de cumplir todas las pruebas, de manera unánime y entusiasmada.
La pobreza de los Alvarado le negó a Caracas en lo inmediato: no contaba con medios para estudiar medicina en la capital, de modo que el bachiller Alvarado se traslada a Barquisimeto a trabajar atendiendo una farmacia. Ni un minuto pierde el farmaceuta en procurarse otros conocimientos y en profundizar los estudios comenzados. Son los años de estudio a fondo del latín.
De allí ha debido afinarse su natural disposición para las estructuras lógicas, así como han debido templarse sus herramientas para la comprensión del mundo. Quizás respondiendo a alguna disposición oculta del destino, los años que van entre los 15 y los 20 son de entrenamiento. Ya escribe, ya investiga con métodos más elaborados, se prepara para enfrentar el designio profesional que sintió desde niño: la medicina. Abandona Barquisimeto con rumbo a Caracas a los 20 años, en 1878. Ahora sí.
La experiencia caraqueña
Después de seis años de residencia estudiantil caraqueña, Alvarado obtiene el título de Doctor en Ciencias Médicas. Le tocó vivir la era de Adolfo Ernst y de Rafael Villavicencio: el positivismo comenzaba a estar en boga. Pero, quizás, de mayor influencia sobre su vida fue el ejemplo diario de su segundo maestro: Cecilio Acosta. Si Montesinos fue el guía de sus primeros años, Acosta va a ser el faro de la madurez. Mucho aprendió Alvarado de la tertulia cotidiana en casa de Acosta.
Allí vio pasar la figura inolvidable de José Martí, en los tiempos en que en la biblioteca de Alvarado latían El origen de las especies de Darwin, Los primeros principios de Spencer, Los orígenes de la civilización de Lubbock, junto a María de Jorge Isaacs. Los años de formación caraqueña lo hacen copartícipe de una generación ilustre: José Gregorio Hernández, Luis Razetti, Manuel Revenga, César Zumeta y Luis López Méndez, entre otros.
De esta generación afirma Santiago Key Ayala: «Tanto Alvarado como Gil Fortoul son representantes en primera línea de una renovación de ideas, sistemas y guías, que acaeció para Venezuela hacia el año de 1881». Así es como el médico Alvarado abandona Caracas en 1885, para aposentarse en la ciudad de Ospino.
La epopeya del curioso
En la ciudad portugueseña contrae nupcias con Amalia Rosa Acosta Zúñiga, con quien tiene ocho hijos, mientras el ejercicio de la medicina se le torna en un apostolado. Se muda a Guanare en 1889, pero hace un paréntesis entre 1890 y 1892, cuando acepta ser enviado como cónsul de Venezuela a Southampton, Inglaterra. Regresa a Guanare, donde desempeña diversos cargos entre públicos y académicos, y empieza su vida dromómana.
Su vocación de naturalista, manifestada tempranamente en El Tocuyo, va de la mano con su pasión de filólogo, que a su vez encuentra conexión con la vocación de historiador. Desde entonces Alvarado emprende uno de los periplos vitales más extensos y prolijos que se hayan hecho a lo largo de la geografía nacional. Especialmente los Llanos y Guayana son los escenarios de su curiosidad. La naturaleza y los hombres son los territorios de sus indagaciones, el arco que traza desde 1885 hasta el momento de su muerte en Valencia el año 1929, es el tiempo de la obra. Muchos años tardó Alvarado en el acopio de ingente información para llevarla luego hasta las páginas impresas.
Ospino, Southampton, Guanare, San Carlos, El Tinaco, Barquisimeto, Zaraza, fueron algunos de los sitios donde vivió el tocuyano, tocado por la misma inquietud que se apoderó de Simón Rodríguez. Pero de ninguna manera aquellas mudanzas frecuentes respondían a los designios absolutos del azar, respondían a un proyecto vital que Alvarado acariciaba desde niño y que no consistía en otra cosa que darle alimento a su insaciable curiosidad. Quería, por supuesto, darle forma a sus ansias, darle musculatura a sus saberes dispersos, por ello tenía entre ceja y ceja lo que finalmente logró.
Conjuntamente con sus investigaciones, Alvarado fue enseñándose francés, alemán, italiano, inglés, lenguas que no llegó a dominar con total perfección como sí lo alcanzó a hacer con el latín y el árabe. También se detuvo en el estudio del hebreo, del griego y del provenzal. La fuerza del filólogo era incontenible. De hecho, el capítulo de traductor en la vida de Alvarado brinda joyas que no son despreciables. Vertió al castellano De la naturaleza de las cosas de Tito Lucrecio Caro y, nada más y nada menos, que los Viajes a las regiones equinocciales del nuevo continente de Alejandro de Humboldt y Aimé Bonpland. Titánica empresa que acometió al final de su vida y que la enfermedad le impidió concluir.
Es difícil discernir entre las facetas del polígrafo aquellas en las que alcanzó cotas más altas, pero no cabe la menor duda de la validez de sus aportes. Su obra de filólogo y lexicógrafo es, por decir lo menos, asombrosa. Fruto de sus investigaciones y sus divagaciones por la geografía nacional esculcando el habla de la gente, son Ideas sobre la evolución del español en Venezuela (1903), que ya anuncia la sólida vocación del tocuyano, y es presagio de Glosario de voces indígenas de Venezuela (1921) y de Alteraciones fonéticas del español en Venezuela (1922) la primera edición, y la reelaboración es de 1929, al igual que el Glosario del bajo español en Venezuela.
El primero en estudiar el desarrollo del español en Venezuela es Alvarado. Es el pionero, después han sido varios los filólogos que han ensanchado y hasta superado aquel primer aporte extraordinario del sabio tocuyano. También fue de los primeros en sistematizar el estudio de las voces indígenas venezolanas. Lo desvelaba la búsqueda de los vínculos entre las lenguas que formaban el tejido de nuestra cultura. Tenía alma de sabueso: no dejaba que una pista se le escapara, si ella podía conducirle hasta el hallazgo que comprobara sus intuiciones.
Hoy en día, bajo la luz de los adelantos científicos y los de la metodología, las investigaciones filológicas de Alvarado pueden lucir insuficientes, pero considerando la época en que las llevó adelante, no cabe otra expresión que la celebración emocionada por el logro de semejantes empresas signadas por el esfuerzo.
Pedro Grases, en su trabajo intitulado «La obra lexicográfica de Lisandro Alvarado», afirma: “Lisandro Alvarado responde a la figura moderna de un humanista, interesado por los problemas que podían preocupar a un positivista enfrentado a los hechos de la cultura americana en Venezuela. La historia, las letras clásicas, la lingüística –hispánica e indigenista–, las ciencias naturales, la etnología, la sociología, fueron disciplinas que embargaron su atención a lo largo de su existencia y le dieron temas para notables disquisiciones personales.” En el mismo trabajo, Grases reconoce la labor pionera de Alvarado en el campo de la lexicografía, incluso afirma que no ha sido aún superada en Venezuela.
El etnógrafo que cohabitaba en la psique del tocuyano con el filólogo, encuentra expresión en la obra Datos etnográficos de Venezuela. No satisfecho con desentrañar el laberinto verbal de la comunidad nacional, Alvarado se adentra por terrenos antropológicos: quiere tomarle la tensión al cuerpo y al alma de la venezolanidad. En el prólogo que le dedica Miguel Acosta Saignes, puede leerse: “Como antropólogo fue Alvarado, no un estrecho especialista, sino un cultivador de varias ramas. La antropología cultural, que él llamó etnografía, la lingüística, la etnohistoria. Escribió también acerca de antropología física y arqueológica. Se trata, sin duda, de un gran precursor, cuyos trabajos no han sido suficientemente apreciados en nuestros días en lo que concierne a su mérito dentro de la época en que escribió, desde las dos décadas finales del siglo pasado, hasta finales del primer tercio del presente.”
La faceta de historiador de Alvarado se expresa tanto en su obra mayor en este campo, como en sus ensayos de menor aliento. Su Historia de la Revolución Federal en Venezuela (1909) es insustituible cuando se trata de comprender este período de la historia patria. Según Mariano Picón Salas, autor del prólogo en la edición de las Obras completas de Alvarado, este libro es fruto “de lecturas de periódicos y documentos de la época; de sus largas correrías por la provincia venezolana, de su conversación con los últimos testigos longevos, y hasta de su regular conocimiento matemático que se detiene en planos y estrategias de batallas y marcha de guerrillas por la despoblada y dura Venezuela de los días de 1860.”
La obra histórica de menor aliento se expresa en múltiples trabajos, de los que especialmente se destacan su famoso estudio sobre la «Neurosis de hombres célebres», el que se detiene en «Los delitos políticos en la historia de Venezuela» y el dedicado al «Movimiento igualitario en Venezuela».
La vertiente de crítico literario del polígrafo se expresó en diversos trabajos, pero uno de los más significativos lo constituye su discurso de incorporación a la Academia Venezolana de la Lengua, en 1922, se titula: «La poesía lírica en Venezuela en el último tercio del siglo XIX». Al año siguiente se incorpora a la Academia Nacional de la Historia, en 1905 había hecho lo mismo como Individuo de Número a la Academia de Medicina.
El refugio incómodo
En los últimos años de su vida, Alvarado recoge las velas del trashumante. Cierta estrechez económica lo obliga a regresar a Caracas a ostentar un cargo público a todas luces absurdo: director de Política Comercial de la Cancillería. Camina hacia la vejez, sin embargo, lejos de amilanarse, se apura a entregar a la imprenta los frutos de tantos años de trabajo. Si a ver vamos, lo fundamental de su obra realizada sobre la base de muchísimos años de trabajo de campo, viene a ver la luz en la última década de su existencia.
Ya entonces el mito de dromómano incurable se cernía sobre su cabeza. Esta circunstancia, que más lo acerca al arquetipo del aventurero errante, ha contribuido equivocadamente a crear una leyenda sobre la personalidad de Alvarado. Como dije al comienzo de estas líneas: la vida y la obra del sabio llaman como un imán al investigador, y en demasiadas ocasiones ha pesado más el imán de su personalidad que la importancia de su obra.
Esto no deja de ser una cruel paradoja: nada más lejano de Alvarado que la búsqueda del brillo de la personalidad literaria. Por el contrario, el tocuyano fue prácticamente un asceta, la enfermedad del ego que necesita alimento permanente no la padeció aquel galeno que buscaba pasar inadvertido. Y, vaya jugada del destino, cada día más se fija en el recuerdo la panoplia de su anecdotario, que la magnitud de su obra.
En el refugio incómodo de la capital, a Alvarado lo sorprende una hemiplejia. Tiene 68 años y una vida cumplida. Sus amigos y admiradores logran enviarlo a París para ser examinado, pero el veredicto de la ciencia francesa no es favorable. Regresa al país y es llevado a Valencia. Aquel hombre en movimiento perpetuo es confinado a la propia cárcel de su cuerpo. Tres años después muere. Las primeras horas de rigidez cadavérica de aquel sabio flexible pasan en medio de un hecho desconcertante: la Iglesia católica valenciana se niega a aceptar en su seno, para el velatorio, a un hombre que confesó a lo largo de su vida ser masón. El féretro, entonces, fue colocado al pie de la estatua de la Plaza Bolívar de Valencia. Allí le dijeron adiós sus deudos. Había dejado de dar vueltas el sabio de El Tocuyo. Sólo fue alterada la paz de su sepulcro el 14 de mayo de 1980, cuando sus restos fueron llevados al Panteón Nacional.
Sigue siendo un misterio el lugar de donde emanaba la fuerza múltiple de Alvarado, cómo hizo para hacer tanto y de tanta utilidad en diversos campos, es algo que nunca podremos saber. Ante su epopeya, no tenemos otra alternativa que la admiración más rendida, ésa que surge de lo inexplicable. Su vida está signada por una parábola: buscando explicarse el tejido del país, dejó una de las huellas más claras y venerables de la venezolanidad.
Bibliografía
Acotsa Saignes, Miguel. La obra antropológica de Lisandro Alvarado. Caracas, Editorial Ragón,
1956.
Alvarado, Aníbal Lisandro. Epistolario de Gil Fortoul a Lisandro Alvarado. Barquisimeto, Imprenta del Estado Lara, 1956.
Alvarado, Lisandro. Obras Completas. Caracas, La Casa de Bello, 1984.
Grases, Pedro. La obra lexicográfica de Lisandro Alvarado. Caracas, Ministerio de Educación, 1954.
Morón, Guillermo. Textos sobre Lisandro Alvarado. Caracas, Academia Nacional de la Historia, 1981.
Venegas Filardo, Pascual. Lisandro Alvarado (1858-1929). Caracas, Fundación Eugenio Mendoza, 1956.