Armando Reverón, uno de los civiles que hicieron historia
Credit: Shari Avendaño @shariavendano

El hombre que espera el nacimiento de su hijo, el 10 de mayo de 1889, es un caraqueño arruinado y acosado por los fantasmas. La mujer que da a luz en la parroquia de Santa Rosalía de Caracas sospecha que éste será su único hijo. Y así fue. Armando Julio Reverón Travieso es hijo de dos ciudades. Julio Reverón Garmendia, su padre, desciende de una familia tan respetable como la de Dolores Travieso Montilla, la madre, valenciana de acendrado abolengo.

Siendo un niño muy pequeño su madre lo lleva a vivir a Valencia con una familia de toda su confianza. Los Rodríguez Zocca lo reciben como un hijo y, de hecho, Josefina, apenas tres años mayor que Armando, es tenida por éste como su hermana. Es en aquel hogar centrado por los pilares del catolicismo donde transcurren los primeros años del futuro pintor.

En un período lo encontramos inscrito en el colegio de los hermanos de La Salle, en Caracas, y en otro en el colegio Cajigal del doctor Zuloaga, en Valencia. Pero es en esta ciudad donde ocurre, quizás, uno de los hechos capitales para su futura psicología de pintor: conoce el taller del padre de Arturo Michelena: el también pintor Juan Antonio Michelena. No contaba 10 años cuando esto acontece. Entusiasmado, comienza a copiar los óleos de los grandes maestros europeos. Por este tiempo, a los 9 años del hijo de Dolores Travieso, muere el pintor valenciano Arturo Michelena. Estamos en el año de 1898 y está feneciendo el siglo XIX.

Cuatro años después ocurre otro hecho significativo en la vida de Armando. Cae enfermo de fiebre tifoidea y luego, según Alfredo Boulton, su carácter se torna “triste, melancólico, irascible e insociable”. Al lado del lecho de enfermo ha estado, entregada, su hermana de leche Josefina. Años después, cuando el doctor Báez Finol lo trataba en el sanatorio, pensó que esta fiebre ha podido ser causa o consecuencia de sus trastornos psicológicos. En todo caso, el adolescente que era Armando Julio sufre una suerte de regresión a su primera infancia: jugaba con muñecas, las acariciaba, cuando no tomaba el papel y el lápiz para el dibujo.

Al recuperarse de la fiebre concluye su vida entre dos ciudades y se queda en Caracas con sus padres. Queda en el pasado su vida con los Rodríguez Zocca en Valencia, pero la relación con Josefina ya nadie podrá borrarla. Quién sabe cuántas de las conductas del adulto van a estar modeladas por el amor de esta hermana circunstancial. Al instalarse en Caracas se va recreando un vínculo que se creía perdido: la relación madre e hijo inicia su fortalecimiento.

Los años de formación

Aunque en sus años valencianos ya había acometido sus primeros lienzos, en rigor, su educación formal se inicia el año de 1908. Contaba con diecinueve años y, como vemos, tardíamente ingresa en la Academia de Bellas Artes de Caracas. El 23 de junio es aceptado por el director de la Academia, el pintor Antonio Herrera Toro, y a partir de entonces comienza a formalizarse una vocación. Los motivos de sus obras, son, como era de esperarse, naturalezas muertas y alegorías religiosas. Entre sus compañeros se cuentan Manuel Cabré y Rafael Monasterios. Pero es quizás César Prieto, un compañero de casa de vecindad, el que más lo entusiasma, el que más aviva el sueño de ser pintor.

Al año siguiente de su entrada a los estudios formales se produce una huelga de estudiantes contra las rigideces de Herrera Toro. Temporalmente cerrada la institución, Armando viaja a Valencia a visitar a su familia adoptiva. Allí, sin proponérselo, comienza a pintar al aire libre, sale de los muros estrictos de la academia y descubre un caudal de posibilidades. De esta temporada en la ciudad de los Michelena es su obra Josefina en el jardín (1909). Tiene 20 años, usa corbata y se hace la carrera en el medio de la cabeza, su pelo es liso y ya anuncia la convulsión creadora en la mirada.

Concluida la huelga regresa a Caracas y continúa sus estudios. Pinta su primer Autorretrato (1910). Haría muchos a lo largo de su vida y no es fácil convencerse de que es el mismo éste y uno de los últimos. Parece mentira que el joven con un cigarrillo en los labios y un sombrero negro sea el mismo hombre barbado, junto a sus muñecas.

Al año siguiente concluye sus estudios en la academia y es distinguido con calificaciones sobresalientes, por un jurado integrado por Herrera Toro, Brandt y Álvarez García. Su obra La playa del mercado (1911) es calificada por el crítico Juan Calzadilla como la primera de importancia en su incipiente producción de entonces. Otra mudanza ha ocurrido en su vida, pero esta vez es sólo unas cuadras más allá en la Caracas de principios de siglos. Este nuevo sitio le depara una nueva amistad, la del músico Juan Bautista Plaza que comparte la pensión en cuyo patio Armando ha improvisado un taller.

Su primera exposición

Entusiasmado con sus distinciones académicas decide, junto a su compañero Rafael Monasterios, montar una exposición de lo realizado hasta la fecha. Logran que les presten las paredes de la Escuela de Música y Declamación de Caracas y allí instalan sus naturalezas muertas. Al Reverón de entonces, 22 años, lo quema la necesidad de ser reconocido, la necesidad de que conozcan su trabajo.

Ya para entonces Enrique Planchart ha incursionado en la crítica plástica, ya para entonces Rómulo Gallegos ha comenzado a editar la revista Alborada y José Antonio Ramos Sucre ardía de curiosidad frente a los libros. En estos años se gestan tanto el Círculo de Bellas Artes como la generación poética de 1918. Los integrantes de estos hitos de nuestra historia cultural ya están ejercitando sus facultades sin saber que en el futuro muy cercano van a ser protagonistas.

En las obras expuestas nadie vio lo que el futuro depararía. Era imposible intuir que aquellas piezas de un joven principiante iban a ser la prehistoria de su trayectoria deslumbrante, tampoco Reverón sabía hasta dónde podía llegar si atendía al dictado de sus voces interiores.

Viaje a Europa

Gracias a la intercesión del maestro Herrera Toro, Reverón consigue una beca de la municipalidad de Caracas para irse a continuar sus estudios en Europa. Escoge la Escuela de Artes y Oficios de Barcelona, en España. Ya está allá su compañero Rafael Monasterios. Corre el año de 1911 y el hijo de Julio Reverón toma clases de dibujo y colorido, de composición y de paisaje libre.

Al año siguiente regresa a Venezuela con el objeto de resolver asuntos relativos a su manutención en España. Pinta aquí un célebre retrato: el de Enrique Planchart (1912), y regresa esta vez a Madrid a la Academia de San Fernando. Este mismo año sus compañeros caraqueños crean el Círculo de Bellas Artes, pero no será hasta su regreso de Europa cuando Armando se incorpore al grupo. Allá en Madrid, junto a sus condiscípulos, emprende viaje a Segovia para conocer al maestro Ignacio Zuloaga y frecuentar su taller. Pero no sólo el arte de este pintor lo cautiva.

Velásquez, el Greco y, especialmente, Goya toman su interés. Según Boulton, su paso por España fue más formativo en el orden emocional que en el propiamente académico, pero esto es discutible. En todo caso, es desde España que envía la obra Gitana al “Primer Salón Exposición Anual del Círculo de Bellas Artes”. Y concluye, a finales de 1913, el curso en la academia madrileña.

Al año siguiente está en París y aunque no siguió estudios formales, quizás fue más provechosa que la temporada española. No puede saberse a ciencia cierta, pero la obra futura de Reverón se vincula con facilidad con las obras que admiró en París: Degas, Cézanne y tantos otros que la capital de Francia le hizo familiares. Reverón no descansa, en los alrededores de París (Chantilly) y al aire libre, trabaja el pintor. En la urbe del Sena traba amistad con un poeta y coterráneo singular: Salustio González Rincones quien, también, con los años logró acabar una obra singularísima. Quizás alguna vez fue junto a Reverón al Museo del Louvre, donde se sabe que el pintor gastaba tardes enteras tratando de desentrañar los secretos de los maestros.

Mientras educaba su mirada en París, el maestro Herrera Toro fallece en Caracas. Monasterios regresa a Venezuela y Reverón viaja de nuevo a España. La Primera Guerra Mundial va a estallar y nuestro pintor, ya de veintiséis años, emprende el viaje de regreso al país, la “Vuelta a la patria” de Pérez Bonalde.

Con el Círculo de Bellas Artes

Regresa a Caracas y se integra de inmediato a las actividades del Círculo. Es elocuente. Habla de sus años en España y se fascina con el recuerdo de las obras de Goya y con sus lecturas de Quevedo y de Cervantes. Se anima a recitar versos y a diseñar escenografías. Lo entusiasman Lope de Vega y Calderón de la Barca. De la madre patria trae aún más robusta su afición por el toreo. Es espectador frecuente de las corridas y algunas veces dibuja al carboncillo los encierros, antes de la fiesta brava.

Su pasión taurina es tal que le propone a sus compañeros del Círculo hacer una corrida para recoger fondos. Con su amigo Monasterios y Báez Seijas, Reverón forma el cartel de una tarde de toros en el viejo Circo Metropolitano. La recaudación fue un fracaso, pero los pintores tomaron el capote y enfrentaron a las bestias. Al afán de los diestros se suma la alegría de Leo, Cabré y Monsanto desde el tendido de sombra.

Las actividades del Círculo representaron una suerte de apertura para sus integrantes. Las naturalezas muertas del período académico quedan ya en el pasado y nace, fervorosamente, el interés por el paisaje. Para este año, 1916, el pintor rumano Samys Mützner fija su residencia en Margarita, pero antes había pintado en Caracas con su visión impresionista que influyó en los jóvenes del Círculo.

En el año 1917 ocurre su último viaje a Valencia. Visita a su hermana de leche Josefina en el lecho de enferma, poco antes de morir. Con apenas 30 años fallece y quién sabe cómo y cuánto habrá afectado el alma de Reverón esta pérdida. Es un año fundamental: muere la hermana queridísima, el Círculo se va apagando y nuestro pintor se refugia en La Guaira.

Inestable física y emocionalmente encuentra albergue en un colegio que dirigía un amigo. Para sobrevivir da clases particulares a los hijos de las familias del litoral. No pinta nada de importancia y su vida parece sumida en un hueco anímico. Su carácter locuaz se vuelve silencioso. Es un hombre hermético y deprimido que ignora que pronto ocurrirá un renacer de sus fuerzas.

Juanita y Ferdinandov entran en escena

En los días del carnaval de 1918 Reverón conoce a Juanita Ríos. El día del encuentro ella estaba disfrazada de dominó y él de muerto. Juanita comienza por ser la modelo de sus cuadros y pronto se vuelve su mujer y compañera hasta el fin de sus días.

Procedente de Moscú había llegado a Venezuela un acuarelista singular. Nicolás Ferdinandov se llamaba aquel hombre de ideas maravillosas. Lo entusiasmaba el plan de hacer una galería flotante. Es decir, quería ir navegando por los mares del mundo mostrando sus obras. Le subyugaba el paisaje submarino y con frecuencia se sumergía con un traje de escafandra a esculcar el fondo del mar. Era esotérico y algo místico aquel personaje que se movía por la geografía nacional. Establecido en Punta de Mulatos en el litoral, recibió la visita de Reverón y Juanita.

De esta temporada surgen los primeros desnudos que el pintor hizo de su modelo. Pero de esta relación van tejiéndose afinidades importantes: el azul de ambas paletas no se queda quieto. Los propósitos decorativistas y art nouveau de Ferdinandov y sus acuarelas dialogaban con el azul profundo que Reverón trabajaba desde su regreso de España. Quizás, aún más importante que la retroalimentación pictórica que se produce entre ambos, sea lo que Ferdinandov provocó en la psicología reveroniana: apertura a otras posibilidades de vida, entrega absoluta a su propia pasión creadora.

Nuestro pintor contrae la gripe española y la supera con un método extrañísimo: corre por el malecón a toda velocidad y luego se sumerge en una bañera con agua a temperatura ambiente. Pero la amenaza de otras enfermedades lo lleva al desasosiego y decide venirse a Caracas, con Juanita, e instalarse en casa de su madre. De estos meses procede una obra ampliamente elogiada, Retrato de Juanita, que recuerda su experiencia española. Recrea a las majas de Goya que tanto admiró en Madrid. Al año siguiente el pintor, su modelo y compañera, y su amigo Ferdinandov se aposentan en El Valle, a pintar paisajes.

Regresa a Caracas Emilio Boggio, después de vivir 42 años en Francia. Su obra, junto con la de Mützner y Ferdinandov, es la que más influye en los jóvenes del Círculo de Bellas Artes. Reverón, por supuesto, no está exento de estas influencias que, lejos de invadir su estilo, contribuyen a configurar su discurso de madurez. Sin saberlo, Reverón da pasos hacia su primer período de importancia.

Los años azules

El primer crítico que estudió a fondo la obra de Reverón fue Alfredo Boulton y fijó tres períodos: el azul, el blanco y el sepia. Los años azules van forjándose desde su regreso de Europa y se nutren de las imágenes de los maestros españoles, de Ferdinandov y, obviamente, de las propias inclinaciones del pintor.

El año de 1919 es la fecha que calza en una obra valiosísima: La cueva, también de este año es la exposición que organizó Ferdinandov con las obras, otra vez, de Rafael Monasterios y Armando Reverón. Económicamente la muestra fue un fracaso.

Pero Reverón no flaquea en su empeño y ejecuta una obra definitoria del período azul: Procesión de la Virgen del Valle. Corre el año de 1920 y el impresionismo de Boggio y Mützner también se hace sentir en este período. Figura bajo un uvero recoge no sólo una técnica pictórica sino un clima, una atmósfera poética, fantástica.

La benéfica compañía de Ferdinandov sigue fecundando el espíritu del artista. Bajan a Macuto con frecuencia y se radican, por temporadas, en el lugar llamado “Las quince letras”. Comienza a darle vueltas el deseo de establecerse para siempre en el litoral. El paisaje marino se hace frecuente en su obra y el desnudo ocupa sus obsesiones. Sin embargo, la pieza Fiesta en Caraballeda es de este tiempo, aún el período blanco está por aparecer.

Este año transcurre en febril movilidad entre Maiquetía, Macuto y El Valle, en Caracas, siempre con Juanita y Ferdinandov. El crítico Enrique Planchart halla en sus desnudos una noticia de orden sexual y afirma: “[…] se enfrenta al más profundo misterio de la vida: el misterio sexual. Tanto en su voluntad de arte, como ha de serlo siempre el artista, expresa sin pecado, en una serie de desnudos de mujer, el filtro de las flores sexuales.”

La construcción del Castillete

Ésta quizás sea una de las decisiones más importantes de su vida. Quedarse en Macuto y comenzar a levantar el caney en el terreno que le regala su madre es ponerle fin a la errancia. Ahora Reverón tiene un sitio. Esto ha de ser básico para el desarrollo de su obra por venir. Es el dueño de un reino donde gobierna a su real saber y entender. Allí estará siempre Juanita, comprensiva y amorosa testigo del mundo alterno que está por crearse.

El terreno es cuadrado y no pasa de 700 metros cuadrados. Ha debido ser un lecho de río hace muchísimos años, a juzgar por las rocas inmensas que lo accidentan inevitablemente. Las penurias de Reverón no le permiten levantar su morada de una sola vez. La construcción ocurre paulatinamente, por más que las necesidades del pintor sean mínimas.

Este universo que comienza a alzarse será en el que nuestro pintor oficie sus ritos. Será poblado por sus muñecas, a quienes reprende y perdona por sus pecados, como un sacerdote omnipotente. Será habitado por la agilidad de los monos Panchos que fueron sus fieles compañeros. Reverón, cuando murió el primer Pancho, no se dio por enterado e inmediatamente buscó otro igual al que, sin corte alguno, siguió llamando Pancho y tratándolo como si fuera el mismo que había muerto.

El Castillete será el reino donde tendrán sentido sus objetos: el piano, las máscaras, la pajarera. Allí posará satisfecho para los fotógrafos Victoriano de los Ríos, Domingo Lucca y Alfredo Boulton. Allí recibirá por treinta años a sus amigos, a los curiosos que se acercan a ver al “loco” que vive como un ermitaño. Allí irá avanzando en su viaje interior, en su introspección que le lleva a tener una relación intermitente con la realidad. Allí recibirá la visita de sus fantasmas y sentirá como unos demonios lo dejan postrado, inútil a ratos para darle salida a su juego creador. Allí, al cabo de muchos años, dirá: “Estoy en Macuto pintando desde hace muchos años. He logrado encontrar la simplicidad y la caricia de la sencillez. He conseguido hacerme familiar a la luz”.

Es en el Castillete donde Reverón le abre la puerta al fuego creador que lleva por dentro. Es allí donde su trabajo con la luz se desarrolla, obsesivamente, como si al buscarla encontrara también la forma de calmar la inquina de sus demonios. Es allí donde descubre sus facultades histriónicas y se hace poseedor de un secreto: el juego como práctica liberadora, como convocatoria de la felicidad, oigámoslo: “[…] la vida es el gran teatro. Nosotros, ustedes, periodistas y fotógrafos, somos los personajes que representamos en la escena de la vida. Y en esta escena todos nos movemos bajo el cono de la luz que hay que llevar a la pintura. Luz en el teatro, luz en el lienzo, luz en el cine, porque en el cine como en la pintura, lo fundamental es la luz.”

Como si fueran dos fuerzas contrarias, Reverón es afable con los visitantes, pero no por ello deja de levantar su muro. Busca hacer de su espacio algo muy distinto al mundo exterior. Estos años que van de 1921 a 1925 son de transición en varios sentidos. A la par que va construyendo El Castillete, decrece su producción artística y todo esto coincide con una edad fundamental: la mitad de la vida. Está más que estudiada la llamada “crisis de la edad media” que ocurre alrededor de los 35 años donde, según los estudios psicológicos más recientes, el hombre pone en cuestión lo que ha sido su vida.

Además vislumbra, por primera vez, lo que ya no es posible realizar y, por otra parte, calibra lo que es factible emprender. En este epicentro está Reverón: comienza a alzar su fortaleza para aislarse del mundo y hallar su propia voz, bajo su ímpetu creador. De la crisis de la mitad de la vida surge, cuando se supera, un espíritu renovado, es una suerte de renacimiento el que puede ocurrir. En la historia de Reverón ocurrió, felizmente.

El 7 de marzo de 1925 fallece en Curazao, víctima de una neumonía, Nicolás Ferdinandov. Por una extraña coincidencia muere justo cuando nuestro pintor está al final de su crisis. Con él se van los años azules y una de las figuras capitales para comprender el desarrollo reveroniano. Otra etapa comienza, tiene treinta y seis años.

El período blanco

La opinión unánime de la crítica es que éste es el período más significativo de la obra de Reverón. Juan Calzadilla afirma: “A esta época, que podemos iniciar hacia 1925 y que concluye, más o menos en 1933 (ya que sus límites no son absolutamente precisos) corresponde su contribución más significativa a la pintura.” Es decir, entre los 36 y los 44 años. Todo se hace propio, único. Desde la preparación de los instrumentos de pintura hasta el tratamiento de los colores y la manera de enfrentar el lienzo.

De esta faena maravillosa, Alfredo Boulton tomó una secuencia fotográfica del trance en el que Reverón se sumía cuando pintaba el retrato de Luisa Phelps. Y también el mismo Boulton dejó escrita una descripción del proceso, en el final de la etapa blanca: “A partir de esta época, comenzó su obra a liberarse y afloró entonces la expresión de su verdadero temperamento. Proceso gradual, en ascenso, hasta ver plenamente reflejado en su estilo el peculiar mecanismo plástico que respondía a los gestos, al nerviosismo de la pincelada, del punto, del rasgo con los que construía libérrimamente la imagen al ir colocando los colores sobre el lienzo.”

Y más adelante explica la mecánica propiamente corporal: “Era una gesticulación que sugería reminiscencias de tipo erótico y como ancestral ante la presencia del toro, tan constante en algunos pintores ibéricos, y que en el ímpetu con que Reverón embestía el lienzo pudieran significar una velada intención de tipo sexual. En aquellos momentos el artista se aislaba de todo contacto exterior: no tocaba metales, tapaba sus oídos con grandes tacos de algodón o pelotas de estambre, y dividía su cuerpo en dos zonas, ciñéndose cruelmente la cintura. Luego, mediante un ritual lleno de gestos y de ruidos, como entrando en trance ante el lienzo, entornaba los ojos, bufaba y simulaba los gestos de pintar hasta que el ritmo del cuerpo y las gesticulaciones hubiesen adquirido suficiente ímpetu y velocidad. Entonces, con actitudes de espasmo, era cuando embestía la tela como si fuese el animal que rasgaba el trapo rojo de la muleta. A veces, en esas embestidas, lograba perforar la obra.”

He transcrito extensamente la narración de Boulton porque es elocuente y procede de un testigo excepcional. Además, nos revela la profundidad con que Reverón asumía su oficio. Era más una convulsión interior ardiente que un cálculo frío. Estaba en juego su interioridad, en tal maridaje con su cuerpo, que después de aquellas batallas ha debido quedar exhausto. Éste es el hombre que enceguecido por la luz del sol, en una costa del Caribe, acomete su gran obra.

De este período son las obras Luz tras mi enramada (1926), Cocoteros en la playa (1926), Rancho con árboles (1927), Rancho en Macuto (1927), Ranchos (1931), El árbol (1931), Uveros en un paisaje (1931), Rostro de mujer (1932), Autorretrato (1933). Como vemos, tanto el paisaje como la figura centraron su atención, pero, en rigor, el período blanco es más una etapa paisajística que de otra naturaleza.

Estos años son, también, en los que surge todo el trámite mágico entre Reverón y sus obras. Son los años del rito shamánico ancestral. Hacia el final del período blanco la luz ya ha inundado todo el espacio de la tela. Estamos en 1932 y el pintor concluye una obra particularmente hermosa: Las hijas del sol se llama y alude, simbólicamente, a la paternidad del astro-rey y a la verdad que la luz preserva y escatima: “La pintura es la verdad; pero la luz ciega, vuelve loco, atormenta, porque uno no puede ver la luz.”

El final del período blanco coincide (¿casualidad?) con una crisis de orden psicológico. Como ha podido intuirse a lo largo de estas páginas, Reverón se asoma al abismo del trastorno psicológico, pero esta crisis no será tan severa como las que le esperan a nuestro pintor. El año 1935 va a morir el dictador Juan Vicente Gómez, a partir de 1936 Venezuela comienza a ser otra. Nace el grupo de poetas Viernes y se inicia, con dificultades, la modernización del país. El capítulo más autoritario y castrante de la historia política venezolana concluye con la muerte del tirano. Nuestro pintor va a superar su episodio psicótico y renacerá con nuevos bríos.

El período sepia

La primera vez que la obra reveroniana se expone fuera de Venezuela es en el año 1934, gracias a las diligencias de Luisa Phelps en París. La recepción, por parte de la crítica, no fue demasiado entusiasta. El mismo año Alfredo Boulton organiza una muestra del pintor en el Ateneo de Caracas. Desde hace casi 15 años Reverón no expone sus obras, sin embargo, la venta no fue todo lo exitosa que se esperaba.

Al año siguiente el cineasta Édgar Anzola inicia el rodaje de la primera película que se hizo sobre Reverón. Después vendrían las cintas de Roberto Lucca y la conocidísima de Margot Benacerraf. Al contrario de lo que podría pensarse, al pintor le fascina el hecho de ser filmado y se presta para cualquier toma propuesta, incluso en un pasaje de la película se ve a Reverón por el centro de Caracas con sus obras en la cabeza, rumbo a una transacción comercial de sus piezas.

El año de 1938 se inaugura el Museo de Bellas Artes. Es obra del gran arquitecto venezolano Carlos Raúl Villanueva y en la primera exposición que se organiza se expone una obra de Reverón: Desnudo. Este tema, y en gran formato, va a ser de los que ocupa al pintor en estos años. De hecho, una de sus obras más celebradas, La maja criolla, es del año 39, tiempo en el que Mariano Picón Salas publica un ensayo luminoso sobre la obra del artista. No es arbitrario fijar este texto, de un autor ya muy respetado, como el primero que llama la atención sobre la importancia de su obra.

Pero la obra que aludimos antes no es una isla en su producción, por el contrario, es una de las tantas majas que conforman lo que podría tenerse por una serie. Lo singular de esta indagación es que va más allá del trabajo anterior con Juanita como modelo. Las majas son, en gran medida, mujeres arquetípicas, mujeres oníricas, mujeres que le deben sus formas corporales a las mareas del subconciente reveroniano. Está encerrado en El Castillete y, como quien hace un viaje interior, trabaja la figura femenina obsesivamente, hasta que una nueva caída de naturaleza psicológica coincide con el fin del tema de la maja.

Al recuperarse, quiere huir del encierro y sale del Castillete a pintar el puerto de La Guaira. Las faenas portuarias lo fascinan y los cielos se le van tornando tormentosos. En verdad, las marinas portuarias de Reverón, son, por decir lo menos, dramáticas, apasionadas. El blanco, que ya había sido paulatinamente sustituido por la tonalidad sepia, ahora es también invadido por el negro, el verde oscuro, el amarillo ocre, el azul.

De estos años son El puerto de La Guaira (1940), Paisaje de La Guaira (1941), Marina (1942), pero junto al encanto que le provoca el puerto, su salida del encierro femenino también implica el paisaje sin puerto. De entonces son: Cocoteros en la playa (1939), Paisaje con uvero (1940) y, también, un hermosísimo Paisaje blanco (1940). Así como El playón (1942) o Amanecer desde punta brisa (1943). Las obras de estos años le han arrancado a varios críticos el calificativo de turneriano, y es cierto, recuerdan a los cielos del gran pintor inglés.

El año de 1942 trae para el pintor una noticia infausta: muere su madre. Un año antes había alquilado una casa cerca del Castillete para vivir cerca de su hijo. El pintor asiste al lecho de la enferma y escucha el último suspiro. Como es de esperarse, este hecho afecta profundamente al artista, pero más allá de la depresión, no se tradujo en un nuevo episodio psicótico de inmediato. Sigue saliendo a pintar tanto al puerto de La Guaira como a los paisajes marinos. La corporación del puerto de La Guaira (1943) y Marina (1944) dan fe de su disposición para el trabajo creador. Una de las obras más conmovedoras del maestro es del año 1944. Cocotero se titula y esplende por su limpieza y su fuerza, con la mayor economía de medios.

En marzo de 1945 nuestro pintor sube a Caracas a visitar a sus entrañables amigos Manuel Cabré y Antonio Edmundo Monsanto y éstos, al percatarse del desequilibrio mental del pintor, hablan con el doctor Báez Finol que dirigía un sanatorio en Catia. Por primera vez es internado y el galeno puede hacer un diagnóstico bastante preciso de sus males psicológicos. Años después, en 1955, el doctor Báez Finol dio una conferencia en el Museo de Bellas Artes sobre el cuadro clínico del pintor. Otro psiquiatra, Moisés Feldman, que estudió su caso tiempo después, valoraba los diagnósticos de Báez Finol.

Al renacer del hueco profundo al que lo ha sometido la crisis, Reverón continúa su trabajo. Se produce un cambio en su técnica pictórica: los trazos se vuelven más dibujísticos, más detallados, aunque el período sepia aún, según Boulton, no concluye. Estamos en el año 1947 y el hombre delgado que enfrentaba al lienzo como quien lidia un toro, le da paso a un adulto más robusto, de movimientos más sosegados. Esto se traduce en su obra Figura con abanico (1947), Tres mujeres (1947), Desnudo acostado (1947) anteceden la aparición de los autorretratos y de las muñecas.

El Castillete de 1948 está ya casi totalmente habitado por el mundo alterno que el pintor se ha hecho. Las muñecas tienen nombre y hasta historias que el propio Reverón les inventa. Resurge, también, toda la imaginería religiosa que le ha sido propia. El pintor no escatima en artificios para sus muñecas: las maquilla, las viste, las coloca frente a la máquina de coser, forman parte del escenario real y ficticio de su vida.

De estas escenas, el poeta Vicente Gerbasi recuerda: “Reverón, ese día dijo: ‘Ah mira Vicente, estoy haciendo algo muy especial, quiero mostrártelo’. Nos llevó a un rancho que había hecho. En la puerta del rancho había una jaula con un canario de cartón pintado de amarillo y comentó: ‘Ese es mi canario’ y comenzó a silbar como el canario. Luego entramos al rancho a ver lo que estaba haciendo. Había una escalera hecha con alambres que iba a una mezzanina, todo esto hecho por él mismo. Debajo había una señora (una muñeca) cosiendo en una máquina, hecha por él mismo. Al lado, a la izquierda, había un altar con una virgen y unos candelabros todos hechos con papel celofán. Había una vitrina con unas copas del mismo papel con un fondo de vino pintado. Entonces ordenó: ‘Vamos a ponernos en fila’. Colocó a los niños en escalera de chiquitos a grandes, a mí me situó adelante diciendo: ‘A ti te pongo adelante porque tú eres monseñor Pellín en esta ocasión, y ahora vamos a caminar hacia la Virgen de Coromoto’, y él también brindó con nosotros. Después, inmediatamente llamó: ‘Marqués de los Olivares’, había arriba un señor vestido de frac con pumpá, un muñeco muy bien vestido, hecho por él, y una señora vestida de española muy bella. Dijo: ‘Buenos días señor marqués de los Olivares, buenos días señora marquesa de los Olivares, les presento al poeta Vicente Gerbasi, a su familia, a sus amigos’. Entonces él mismo contestaba: ‘Buenos días, señor Gerbasi’, y con voz de mujer decía: ‘Buenos días, señor Gerbasi’. Luego explicó: ‘esto va a formar parte de una película que estoy haciendo sobre mí mismo, porque en las películas que han hecho sobre mí, allí no estoy yo, yo voy a estar en la película que voy hacer sobre mí mismo’. A mí me pareció maravilloso todo aquello, fabuloso.”

He citado en extenso toda esta historia por su valor revelador, porque por intermedio de un gran poeta nos llegan luces sobre el histrionismo de Reverón, sobre su concepción lúdica. Este universo interior es el que lo acompañaría en la serie de autorretratos que hará en 1948. Siete en total y siempre al lado de sus muñecas.

Tiene 49  años y se ve a sí mismo rodeado de las mujeres de trapo que ha fabricado para su compañía. Está a las puertas de otro desarreglo mental y busca, desesperadamente, fijar su rostro con el telón de fondo de sus muñecas. Se mira en el espejo. ¿Acaso intuye que se fragmentará muy pronto? ¿Acaso oye crecer dentro de sí mismo una multitud de voces que lo aturden y lo apartan de su centro?

Este mismo año llega a Venezuela un fotógrafo procedente de las Islas Canarias. Victoriano de los Ríos se llama y realiza el trabajo fotográfico más exhaustivo que sobre el pintor se hizo. Al siguiente año muestra sus fotos en el Centro Venezolano Americano, pero no por ello deja de tomar fotografías de Reverón hasta el final de sus días. Estas tomas recogen el universo del pintor en los años en que decide enseñar a dibujar a Juanita. ¿Por qué no lo había hecho antes? ¿Por qué no había aflorado antes el maestro que inicia a su discípula? No podemos saberlo, pero el período sepia ha terminado.

La luz se apaga

A medida que crece el interés público por Reverón, paradójicamente, decrece la impronta de su obra. El “loco de Macuto” ya es considerado como un pintor de gran valía, pero sus facultades mentales comienzan a mermar. Simbólicamente, comienza a usar materiales como soporte de sus obras. En cambio se organiza la primera retrospectiva de su obra en el Centro Venezolano Americano. Cincuenta y cinco piezas componen la muestra, que es acogida por la crítica y la prensa con grandes elogios. Pero esto tiene sin cuidado a Reverón.

En 1949 Roberto J. Lucca edita su documental sobre Reverón y Margot Benacerraf filma su película en el año 1951, justo antes de que la salud mental del pintor se vea seriamente afectada. El año 1952 marca el comienzo del fin: comienza las obras y las abandona sin terminarlas, su estado físico se deteriora alarmantemente. Juanita se preocupa por la manera como pasa los días el maestro. No sale del caney y acostado emprende largos soliloquios sobre los temas más disímiles y en medio de agudas obsesiones.

Recibe el Premio Nacional de Pintura y, como es lógico, le importa un rábano, dice: “Ignoro todo eso de los premios ni me interesa tampoco. Yo sólo me intereso por mi castillo y por mis pinturas. Estoy preparando algunas y quiero que resulten extraordinarias”.

Estamos en 1953 y el remolino del desequilibrio no cesa de tumbarlo todo a su paso, Juanita llora desconcertada con la irrealidad de Armando y no sabe qué hacer frente al caos. Una vez más sus entrañables amigos Manuel Cabré y Armando Planchart lo llevan al sanatorio San Jorge del doctor Báez Finol. Ingresa el 24 de octubre y para las navidades se ha repuesto considerablemente y reinicia su pintura en el sanatorio.

Sus compañeros de clínica son los sujetos de sus obras, así como los enfermeros y la señora Báez Finol. Dibuja febrilmente, como en sus buenos tiempos. Ha rescatado su propia agilidad, su espíritu eléctrico. El ángel del entusiasmo le ha vuelto al cuerpo y al alma. Incluso ciertos destellos blancos de su mejor época han vuelto al papel sobre el que trabaja. Su mejoría es notable y el doctor Báez Finol estima que puede regresar al Castillete muy pronto.

Antes, el mismo galeno le propone a los amigos del pintor que se organice una muestra de sus obras en el Museo de Bellas Artes. Todos, entusiasmados, se esmeran en los preparativos de la exhibición. Incluso, el propio Reverón va hasta el museo a colaborar con los arreglos de la muestra.

Pero nunca se sabe cuándo la parca toca la puerta y el 18 de septiembre de 1954 a las 6:45 de la tarde fallece Armando Julio Reverón Travieso, víctima de una embolia cerebral. La luz más intensa que ha conocido la pintura venezolana se apaga. Como un eclipse fue su muerte: tapó la luz por unos minutos y surgió, después, la obra insólita que no ha dejado de crecer.

El juicio final

Sobre la obra y la vida de Armando Reverón está casi todo dicho. Desde el lúcido texto de nuestro gran ensayista, Mariano Picón Salas, hasta la no menos lúcida interpretación de Luis Pérez Oramas. Entre una y otra median alrededor de cincuenta años de lecturas de la obra reveroniana. Las aproximaciones y periodizaciones de su albacea y crítico más fiel: Alfredo Boulton; las penetraciones en su universo pictórico de Juan Calzadilla; las inteligentísimas relaciones erótico-religiosas que fijó Juan Liscano; la importancia de Juanita como tema y espacio que vislumbró Marta Traba; la ubicación en el mundo de las escuelas pictóricas que precisó Miguel Otero Silva y, en fin, la innumerable cantidad de interpretaciones que ha provocado la obra del pintor de Macuto no la ha producido ningún otro pintor venezolano. En el mundo de las letras, tan sólo José Antonio Ramos Sucre ha suscitado caudal parecido de aproximaciones críticas.

Reverón es, sin la menor duda, el más grande de los pintores venezolanos y buena parte de la crítica que se ha ocupado de su obra se propuso explicar por qué ha de considerársele así. Pero además de su obra, su trayecto vital ha despertado una enorme curiosidad y, en consecuencia, está totalmente documentado y auscultado.

La personalidad del pintor ha fascinado a los psiquiatras (Feldman, Rísquez, Rasquin) a partir de los informes del doctor Báez Finol, que lo trató en el sanatorio cuantas veces sufrió un desarreglo severo. Interesantísimas conjeturas han urdido los psiquiatras a partir de la lectura de su universo simbólico, su vida de ermitaño en el caney de la playa, sus obsesiones femeninas y tantas otras noticias que la vida de Reverón brindó como un banquete abundante.

Pero antes del interés de los galenos, ya había sido presa de las cámaras de los fotógrafos (de los Ríos, Boulton, Lucca) y de los cineastas (Anzola, Lucca, Benacerraf) y, desde siempre, amigo de los escritores y, por supuesto, compañero de viaje de los pintores de su tiempo. Eso sí: todos convocados en los espacios de su reino.

Allí donde el único sacerdote era él: un hombre de barba en pantalones cortos que, para pintar, se apretaba la cintura con un mecate, buscando separar las alturas del espíritu de las bajezas de la carne.

Allí oficiaba aquel pintor que iluminado buscaba la luz, aquel artista del que Picón Salas afirmaba en 1940: “Aunque no lo parezca es uno de los venezolanos más importantes que en este momento viven”. Y para entonces vivían muchos infatuados por la quincallería del poder. Ocurría como con aquella pregunta que se hacen los franceses: ¿quién se acuerda del nombre del cardenal que vivía mientras Voltaire escribía? Nadie o casi nadie. El ensayista comprendió que aquello que Reverón hacía sobre el papel o la arpillera o el lienzo lo sobreviviría con creces. Así ocurrió.

Los más persistentes acompañantes de la obra reveroniana han sido Alfredo Boulton y Juan Calzadilla. Y para riqueza de la crítica han defendido posiciones encontradas y, raras veces, han coincidido. El primer antagonismo y, muy probablemente, la base desde donde han crecido los otros, se refiere al papel de la enfermedad en la obra de Reverón.

Para Boulton, el pintor creaba cuando estaba sano y sus desarreglos mentales no eran otra cosa que eso: severos accidentes que lo sacaban del camino. A un año de la muerte del pintor, Boulton afirmaba: “El último año lo pasó entre el sanatorio y períodos de casi absoluta inacción. Hizo algunos, muy pocos, ejercicios al carboncillo; rápidos apuntes de diferentes motivos. No se había llegado a restablecer completamente su equilibrio mental. Once meses estuvo bajo el cuido admirable y absolutamente desinteresado del psiquiatra. Había mejorado mucho. Hacia el final su aspecto físico volvió a recobrar cierta gallardía. El tratamiento médico permitió pensar que pronto volvería a pintar y las pocas cosas que hizo demostraron que lo haría de manera extraordinaria.” En las múltiples aproximaciones que su biógrafo y crítico emprendió no abandonó la tesis que subyace en las líneas anteriores: la obra y la enfermedad se excluían la una a la otra.

Por el contrario, Calzadilla no aceptaba el deslinde. Oigámoslo: “Fue esta clase de ayuda la que nos aportó un médico honesto, enamorado de su profesión, quien con una base psicoanalítica y de manera empírica y sabia, dictaminó, a pesar que trataba de probar lo contrario, que Reverón no sólo no estaba enfermo, sino que lo que en él atribuía la sociedad a locura, no eran sino los signos de un mensaje que sustentaba y, por decirlo así, legitimaba con su persona una experiencia integral de arte. Claro que Báez Finol no lo dijo de esta manera, pero de su experiencia con Reverón podría deducirse que si una persona atacada por una crisis producida por la esquizofrenia puede salir de este trance con varias sesiones de terapia comunicacional, entonces lo que anda mal, en sentido figurado, no es el individuo, sino la sociedad. El fantasma de la locura se hubiera esfumado trasladando el modelo terapéutico, aplicado en la clínica, al ambiente donde el artista había levantado su morada. La enfermedad de Reverón, en otras palabras, residía en los otros.”

Como vemos, para Calzadilla la enfermedad de Reverón podía no ser tal y, más bien, residir en los otros, en la sociedad. Al ponerla en duda y aceptar que más que una patología es algo consustancial a su naturaleza, Calzadilla la incorpora como parte fundamental de la obra reveroniana. Incluso, en un momento comprende el hábitat del pintor como el centro indispensable para su precario equilibrio.

Mientras Boulton tiende a fijarse en la obra plástica con fervor incisivo, Calzadilla le abre la puerta a los factores personales y sociales que formaban el contexto de Reverón. La luz que tanto buscaba el pintor debe estar en regiones equidistantes a ambas posturas. No puede comprenderse una obra aislándola de su marco histórico, pero atender en exceso al contexto puede hacernos olvidar el sistema que la propia obra propone.

Felizmente la obra creadora del maestro de Macuto ha sido abundantemente comentada. La totalidad, si es que esto puede tan siquiera vislumbrarse, está en el conjunto de la crítica. Con su proverbial lucidez Marta Traba aportó lo suyo: “Los espacios de Reverón son, sin duda, Macuto y Juanita: no pintará sino variaciones del mismo tema”.

Luego Traba emprende una relación fascinante: Ingmar Bergman y Armando Reverón. Ambos tomados por la mujer como nuez de sus vidas. En Bergman la mujer es nudo, es conflicto. En Reverón la mujer es lago, recodo, protección. Más adelante la inteligencia de Marta Traba nos deja un regalo: “En esta complacencia por verlas, recorrerlas con la luz, redondearlas con una pincelada afectuosa y jamás ni ávida ni crítica, reconozco al hombre delicado cuyo conflicto no radica nunca en resolver la relación entre hombre y mujer, sino la relación entre los seres humanos […]. Como en todos los delicados, los fronterizos entre salud y enfermedad, la sexualidad manifiesta en las obras de Reverón es ambigua y más dolorosa que victoriosa.”

Esto decía la crítica el año de 1974. Ponía el dedo en la llaga: la mujer (la madre) es el espacio sobre el que el pintor traza su alfabeto de conflictos. La mujer-madre (representada por Juanita Ríos desde el carnaval en que se conocieron hasta el día de su muerte); la cosmogonía religiosa con sus prescripciones sobre el bien y el mal, lo puro y lo impuro y, como apuntaba Calzadilla, la instauración del Castillete como hábitat sobre el que se erigen su precario equilibrio son, por lo menos, tres de las bases sobre las que se levanta el hombre que llevó a cabo una obra inmortal.

Veinte años después del ensayo de Marta Traba, Juan Liscano publica su libro El erotismo creador de Armando Reverón. En él el poeta culmina lo que en 1964 había sido esbozado en un ensayo al cumplir Reverón 10 años de muerto. Sigámoslo: “Casi nunca Reverón, en su etapa sepia o blanca, pintó varones. El único varón era él mismo. Existen innumerables autorretratos suyos. En cambio las mujeres colman sus composiciones hasta poder afirmar que la fémina y el paisaje fueron los temas de su vida.”

El aporte de Liscano es sumamente valioso para comprender la obra de Reverón. Liscano va más allá de la mujer como tema y espacio, indaga más allá de lo evidente y afirma: “La obra de Reverón, en gran parte expresa profundo erotismo visual, sensorial, con fijación carnal en la mujer. Esa atracción por las formas femeninas y los acercamientos vagamente lésbicos se advierten ya en los primeros cuadros que iniciaban su etapa de liberación.”

En suma, Liscano encuentra en la obra reveroniana la huella de un erotismo complejo y sellado por la relación con la madre y el padre. No puede olvidarse que ambos entregan al niño Armando Julio al cuidado de la familia Rodríguez Zocca en Valencia. La vida entera de Reverón va a estar signada por las fuerzas de lo erótico en tensión con lo sagrado, la sexualidad en negociación con lo sublime. La mujer, como es obvio, es la pieza central de la vida emocional de Reverón. Eso fue Juanita. Pero al paisaje y la fémina se suma un universo riquísimo que el creador urdió. Me refiero a los objetos que el pintor confeccionaba para hacerse compañía en su reino, en su círculo de elección. No sólo aludo a las muñecas que evidentemente formaban filas en sus habitaciones eróticas, sino que pienso en la pajarera, el teléfono, el piano y tantas otras piezas de su sistema vital-objetual.

José Balza le dedicó un largo ensayo a este aspecto de su obra. Análogo, simultáneo se titula el libro que lo contiene. Allí podemos leer: “Qué decir, cómo mirar, qué fondo encontrar precisamente en la piel o en el lenguaje iniciático de esas piezas maestras, de ese engranaje para un mundo paralelo al nuestro? Nada; mucho: tal vez sólo la fuerza de su extensión simultánea: quizá el enlace entre ellos y las otras vidas de Reverón; posiblemente el nudo que ata a una realidad con otra y que las vuelve (y se vuelve) indescifrable.”

De «piezas maestras» las califica Balza y no le falta razón. En gran medida enriquecen su obra sobre soportes convencionales. Son parte de su obra, como lo es el Castillete y su relación con los monos Panchos que sostuvo durante años. En verdad, la vida de Reverón y su universo constituyen un acto creador, una instalación. Son el fruto de lo que un altísimo creador hace con la realidad, con el mundo. Los objetos son, también su obra.

Sobre la ubicación en el mapa histórico de la pintura se cuenta con varias opiniones. Una de Pascual Navarro fechada en el año de 1945: “Armando Reverón es un impresionista por lo ambiental, por lo pictórico y por la luminosidad, pero por el arreglo, ordenación, selección y composición de los elementos pertenece a la concepción de los pintores del barroco clásico.»

Antes, en el mismo texto, Navarro la emprende contra quienes tildan despectivamente a Reverón como un simple impresionista. Lo que enardece a Navarro es que sólo se le considere como tal y no se comprenda que iba más allá de las fórmulas de esa escuela pictórica. Diez años después Miguel Otero Silva afirma: “Hemos calificado antes la orientación pictórica determinante en Reverón como impresionista, o ‘airelibrista’, o ‘atmosferista’ o ‘luminosista’ que cualquiera de estas últimas palabras define mejor la escuela que el mote de ‘impresionista’ tan arbitrariamente adjudicado.” Más adelante concluye diciendo: “El último y el más sincero entre los impresionistas de gran garra”.

Además del sello impresionista de su obra, la crítica está de acuerdo en la enorme importancia que tuvo el conocimiento de la obra de Goya para Reverón. El primer encuentro ocurre en su viaje a Europa donde se planta frente a las creaciones del maestro. También lo hizo frente a otro maestro clave de la modernidad: Velásquez. Quizás el punto final a estas disquisiciones lo puso  Luis Pérez Oramas con su ensayo esclarecedor: “Armando Reverón y el arte moderno” del año 1992.

Allí el crítico afirma: “Todo comienza, una vez más, con el impresionismo. Impresionismo que aparece tardío en Venezuela al llegar Emilio Boggio, venezolano exilado en Francia, amigo de Monet y de Henri Martin, testigo entre candilejas de la enorme renovación estética que tenía lugar en Europa desde finales del siglo XIX. Sucede sin embargo que Camille Pisarro ya había confrontado su pintura con esas mismas costas que Reverón llevará más tarde hasta el extremo del agotamiento pictórico, hasta el extremo moderno de la desagregación. La coincidencia —o el accidente— tiene fuerza de emblema: en las mismas costas caribeñas de Venezuela habrán coincidido ambos, el primer impresionista y el último, el impresionismo naciente de Pisarro y el impresionismo vesperal de Reverón, impresionismo extremo puesto que alcanza un punto de retorno a partir del cual deja de ser impresionismo, a partir del cual traspasa las postrimerías formales del impresionismo para convertirse en otro arte, en un arte de la opacidad, del soporte, del gesto, del objeto y, potencialmente, de la instalación en la que Reverón hará su medio, su mundo, y resumirá sus referencias definitivas: muñecones, pajareras, máscaras, mantillas enormes que ilustran el tramado de sus telas encarnando el descubrimiento -infalible signo de lo moderno- de un soporte y de un campo pictóricos concebidos como tramados.”

En este mismo texto coincide en el asombro que a la crítica le provoca la modernidad de Reverón. Mientras en Europa daban pasos conscientes hacia adelante los pintores, aquí, en la costa del Caribe, sin saberlo, un pintor adelantaba operaciones similares a las de los artistas europeos. Pérez Oramas es prolijo en anotar estas similitudes y logra trazar un mapa del contexto donde acaece la obra reveroniana.

Reverón fue un gran seductor. Probablemente sin proponérselo mordimos sus anzuelos. No sólo llevó a cabo la obra plástica más aplaudida y de mayor resonancia universal que se haya adelantado en Venezuela, sino que fue en el sentido exacto del término un personaje. El caudaloso río de la crítica sobre su obra es fruto de ella misma, pero el no menos caudaloso río del testimonio periodístico es más fruto de la curiosidad, que de su obra. Muchos se acercaban al Castillete a presenciar cómo vivía un hombre que había renunciado a la vida “civilizada” para encontrarse a sí mismo tras un muro de piedras.

Una suerte de voz interior seguramente le dictaba una estrategia para llegar a donde llegó. Como los santos o los místicos, Reverón fue deshaciéndose de sus vestiduras, se abandonó a sí mismo, hasta lanzó al suelo sus instrumentos para pintar con las manos. Su operación no podía ser la de un académico que mide sus pasos, la suya fue la de un iluminado al que la intuición puso en el camino.

Al decidir seguir el dictado de su voz interior ya estaba resteado con sus obsesiones: la luz, el cuadro, el paisaje, Juanita, sus objetos. Pero al ir dejándolo todo para que el mundo fuese el espacio de la tela, se dieron los pasos necesarios para una batalla. Al pedirle a su mono Pancho que enfrentara la tabla con el pincel con toda la fuerza posible, Reverón no hacía otra cosa que pedírselo a sí mismo. Pancho era su espejo. La hechura del cuadro, como ocurre con la fiesta brava, era una situación límite: el toro o el torero, la vida o la muerte.

Al hacerse un torniquete para aislar las partes bajas de las sublimes y dividir su cuerpo en dos por la cintura, lo que hacía el guerrero Reverón era prepararse para la batalla. Y, como con los toros, cada faena es distinta y supone poner en juego unas estrategias adecuadas a cada toro amenazante. Unas veces vencía Reverón y otras el caos.

Sus entradas al sanatorio ocurrían cuando un tumulto de voces se solapaban unas con otras y le giraban instrucciones que terminaban por dejarlo fuera de combate. Reverón luchaba por apaciguar la turba que le bullía dentro, pero no siempre lo lograba. El Reverón que alcanzaba sus mejores obras era el que respondía al rectorado de su voz interior más auténtica. En el fondo, la fascinación que el pintor instaura en todos los que conocen su obra y su vida, es la que producen aquellos elegidos que lo han abandonado todo por seguir, enamorados, un destino.

En tal sentido, Reverón es una suerte de conciencia nacional, de ángel de la guarda que nos señala el camino más difícil: renunciar a todo, ser nada para poder llegar a serlo todo, casi todo. El pintor convocaba a diario la experiencia de la nada, de la supresión del mundo. Mientras alzaba su mundo, borraba el otro. Abolía la mundanidad y construía sobre la nada la búsqueda de su negación más rotunda: la luz. Pero la luz lleva dentro de sí el germen de su propia negación: el blanco, el enceguecimiento. Así, sus obras son el fruto de lo que la luz deja ver cuando amaina su fuerza. Sus obras son lo que se vislumbra entre enceguecido, maravillado y acicateado por el destello.

Hasta aquí hemos asistido al teatro donde los actores de la crítica dicen sus parlamentos. Convendría oír al pintor, aunque éste sólo puede ser juzgado por lo que pinta. Sin embargo, muchas veces hallamos la perla que faltaba en el sitio menos indicado. Puede ser, por qué no, que el mismo Reverón nos revele algo con sus palabras, aunque éstas no hayan sido las herramientas de su obra. Alguna vez dijo: “La pintura es la verdad; pero la luz ciega, vuelve loco, atormenta, porque uno no puede ver la luz”. En esta sentencia se encierra buena parte del trabajo reveroniano: la batalla con el sol, que comienza siendo a muerte, y el trato con la luz, que termina por ser uno de los leitmotiv de la hazaña de Reverón.

También dijo algo de una aplastante claridad, que casi parece una perogrullada, pero nada más lejos de esto. Afirmó: “Cuando uno pone una cosa en el cuadro sin conocer la cosa, el cuadro se pierde”. Simplemente el pintor, con toda la autenticidad que lo asistía, revelaba su piedra angular: no se puede mentir al pintar. Si no se conocen las cosas, éstas no entran en el cuadro, se pierden. Si pongo en juego un objeto que no es mío, que me es extraño, el juego o el objeto se excluyen, se repelen. Extrapolable a todas las manifestaciones del arte, la enseñanza de Reverón es como para levantar un edificio a partir de ella. Una vez más, sin proponérselo, el maestro nos lega una joya: su vida, su obra, sus batallas con la luz y haber experimentado el vacío para luego poblarlo.

Bibliografía

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